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Jessica Steele

Profundo amor

PROFUNDO AMOR

Título originaclass="underline" The Girl From Honeysuckle Farm

CAPÍTULO 1

PHINN tenía por costumbre buscar el lado bueno de las cosas, pero ya no podía encontrarlo de forma alguna. No había siquiera un reflejo de luz en la oscura nube que se cernía sobre su cabeza y, con expresión ausente, miraba por la ventana de su apartamento sobre los establos, sin fijarse en que Geraldine Walton, la nueva propietaria de la escuela de equitación, siempre elegante incluso en vaqueros y camiseta, ya estaba organizando las actividades del día.

Phinn se había levantado temprano para ver a su vieja yegua, Ruby… pobre Ruby.

Emocionada, se apartó de la ventana mientras recordaba la conversación que había tenido con Kit Peverill el día anterior. Kit era el veterinario de Ruby y se había mostrado tan amable como siempre. Pero, por muy amable que fuera, no podía esconderle la verdad: Ruby estaba tan frágil que no llegaría a final de año.

Phinn sabía que su yegua era muy mayor, pero aun así se había llevado un terrible disgusto porque ya estaban a finales de abril. Y, por supuesto, se negó a aceptar la sugerencia del veterinario de acelerar el proceso.

– No, eso nunca -le había dicho-. No estará sufriendo mucho, ¿verdad? -le preguntó después, angustiada-. Sé que a veces le inyectas algo para el dolor, pero…

– Esa medicina evita que sufra, no te preocupes -le había dicho el hombre.

Y Phinn no había querido saber nada más. Después de despedirse de Kit se había quedado un rato con la yegua, que había sido su mejor amiga desde que su padre la rescató de una granja en la que la maltrataban trece años antes.

Pero, aunque había mucho espacio en la granja Honeysuckle para un caballo, Phinn no podía tener uno como mascota.

Su madre, que era quien ganaba el dinero en casa, se había subido por las paredes al ver a Ruby. Afortunadamente, Ewart Hawkins no pensaba deshacerse de la pobre yegua. Y como había amenazado con denunciarlos si intentaban llevársela, sus propietarios se mantuvieron calladitos.

– Por favor, mamá -recordaba Phinn haberle rogado a su madre. Y Hester Hawkins, mirando sus llorosos ojos azules tan parecidos a los suyos, había dejado escapar un suspiro de derrota.

– Pero tú tendrás que darle de comer, atenderla y cepillarla -le había dicho con expresión severa-. Todos los días.

Ewart, contento de haber ganado esa batalla, le había dado un beso a su mujer mientras Phinn y él intercambiaban un guiño de complicidad.

Entonces tenía diez años y la vida era estupenda. Había nacido en una granja preciosa y tenía los mejores padres del mundo. Su infancia, aparte de los estallidos de su madre cuando Ewart hacía alguna de las suyas, había sido idílica. Aunque muchos años después descubrió que la relación entre sus padres no había sido tan buena como ella pensaba.

Su padre la había adorado desde el primer momento. Debido a las complicaciones del parto, su madre había tenido que permanecer en cama, de modo que fue Ewart quien cuidó de ella durante los primeros meses. Vivían en una de las casitas de la granja y sólo se mudaron a la casa grande cuando sus abuelos murieron. Ewart Hawkins se había enamorado de su hija inmediatamente y, sin el menor interés por la granja, se pasaba las horas con su niña.

Ewart, a pesar de haber recibido instrucciones estrictas de registrar a la niña como Elizabeth Maud, por la madre de Hester, decidió que ese nombre no le gustaba en absoluto. Y cuando volvió del Registro tuvo que dar muchas explicaciones.

– ¿Que le has puesto cómo? -exclamó Hester.

– Cálmate, cariño -su padre intentó tranquilizarla diciendo que con un apellido tan simple como Hawkins lo mejor era que la niña tuviese un nombre original.

– ¡Delphinnium!

– No quería que mi hija se llamase Lizzie Hawkins, de modo que le he puesto Delphinnium, con dos enes -anunció-. Espero que nuestra pequeña Phinn tenga tus preciosos ojos azules, del color de los delphinnium. ¿Sabes que tus ojos se vuelven oscuros como esa planta cuando te enfadas?

– ¡Ewart Hawkins! -había exclamado ella, negándose a dejar que la engatusara.

– Y te he traído un repollo.

«Te he traído un repollo», al contrario de «he comprado un repollo» significaba que lo había «tomado prestado» de alguna granja cercana, naturalmente.

– ¡Ewart Hawkins! -exclamó Hester de nuevo… pero sin poder evitar una sonrisa.

Hester Rainsworth había crecido en una familia muy convencional y trabajadora. Soñador, poco práctico, pianista con talento, ingeniero mecánico sin el menor interés por trabajar y a veces poeta, Ewart Hawkins no podía parecerse menos a ella. Pero se habían enamorado y durante algunos años fueron inmensamente felices.

De modo que, aparte de algunos altibajos, la infancia de Phinn había sido maravillosa. El abuelo Hawkins había sido el arrendatario de la granja que, tras su muerte, pasó a su hijo. Pero después de un año de mal tiempo y peores cosechas, Hester anunció que Ewart podía dedicarse a ser granjero mientras ella buscaba un trabajo que llevase dinero a casa.

Al contrario que su padre, Ewart no tenía el menor interés por la granja y le parecía un sinsentido trabajar día y noche sólo para ver cómo los cultivos se perdían debido al mal tiempo. Además, él prefería hacer otras cosas: enseñar a su hija a dibujar, a pescar, a tocar el piano y a nadar, por ejemplo.

Había una piscina en Broadlands Hall, la casa del propietario de la finca en la que estaba situada la granja Honeysuckle y la vecina granja Yew Tree. Supuestamente no deberían nadar allí, pero a cambio de que su padre fuese a tocar el piano en alguna ocasión para el señor Caldicott, el hombre había decidido hacer la vista gorda.

Y allí fue donde su padre la enseñó a nadar. En la finca había también un riachuelo con truchas donde supuestamente tampoco deberían pescar, pero según su padre eso eran tonterías de modo que pescaban… o más bien Phinn fingía pescar porque, incapaz de matar a un animal, siempre las devolvía al agua. Después de pescar, paraban un momento en la terraza del pub Cat and Drum, donde su padre la dejaba tomando una limonada mientras él charlaba con sus amigos. A veces le daba un traguito de cerveza y, aunque a Phinn le parecía horrible, siempre fingía que le gustaba.

Phinn suspiró recordando al soñador de su padre y preguntándose cuándo se habían torcidos las cosas. ¿Había sido cuando el señor Caldicott decidió vender la finca y las granjas que había en ella? ¿Cuando Tyrell Allardyce apareció en Bishops Thornby decidido a comprarla o…?

No, Phinn sabía que había sido mucho antes de todo eso. Sus ojos azules se oscurecieron al recordar un momento, tal vez seis años antes… ¿fue entonces cuando todo se torció para su familia?

Había vuelto a casa después de montar un rato a Ruby y cuando entró en la cocina encontró a sus padres peleándose amargamente.

Sabiendo que no podía tomar partido por ninguno, estaba a punto de salir de nuevo cuando su madre se volvió hacia ella.

– Esto te concierne, cariño.

– Ah, ya -murmuró ella, preocupada.

– Estamos en la ruina -anunció su madre entonces-. Yo traigo a casa lo que puedo, pero no es suficiente.

Hester trabajaba en Gloucester como asesora legal y Phinn nunca se había preocupado por el dinero hasta aquel momento. Ni siquiera había pensado en ello.

– Yo puedo buscar un trabajo -sugirió.

– Tendrás que hacerlo, cariño, pero para poder trabajar necesitas estudiar algo. Yo había pensado en una escuela de secretariado…

– ¡Eso no le gustará! -exclamó su padre.

– Todos… o casi todos tenemos que hacer cosas que no nos gustan -replicó ella.

La discusión había aumentado de volumen hasta que Hester Hawkins sacó el as que guardaba en la manga:

– O Phinn se pone a estudiar o tendremos que deshacernos de Ruby. Nosotros ya no podemos mantenerla.