Ty no se ofendió por el comentario; al contrario, pareció divertirlo.
– Por cierto, en la casa hay varios coches. Puedes usar cualquiera de ellos para visitar a tu madre -dijo entonces-. O si lo prefieres, puedo llevarte yo.
– No, muchas gracias.
– ¿Por qué no la invitas a cenar un día de éstos? Así podría ver…
Phinn lo interrumpió entonces:
– ¿Sabes una cosa, Ty? Cuando olvidas que eres un bruto, a veces puedes ser incluso encantador.
– Espero que te des cuenta de que si sigues por ahí corres peligro de que vuelva a besarte.
Oh, cómo podía hacer que su corazón se acelerase. Y, aunque estaba deseando que la besara, para qué iba a negarlo, sabía que era un peligro.
– Un beso en veinticuatro horas es más que suficiente para una chica de pueblo como yo -intentó bromear.
– Nunca vas a dejar que olvide ese comentario, ¿verdad?
– No, nunca -rió Phinn-. Pero si quieres echarme una mano, creo que hay otra pala por ahí.
– Desde luego, sabes cómo deshacerte de un hombre -rió Ty, diciéndole adiós con la mano.
Después de eso, el tiempo pasó volando. Ty y Ash volvieron de su paseo y Ty comentó que le parecía muy bien la sugerencia de Sam Turner de mantener saneado el bosque. Y, después de comer, dijo que iba a visitar la granja Yew Tree.
– ¿Alguien quiere ir conmigo?
– Ve con Phinn -sugirió Ash-. Si Phinn me presta su caña, yo voy a intentar pescar algo otra vez.
– Pero yo no… -empezó a decir ella.
– Muy bien, entonces te veo en la puerta en veinte minutos -la interrumpió Ty.
Phinn abrió la boca para protestar, pero Ty la miraba con expresión seria y, probablemente porque estaba deseando ir con él, volvió a cerrarla sin decir nada. Si Ty quería que Ash pensara que había algo entre ellos, ¿para qué iba a discutir?
– ¿Ruby se encuentra bien? -le preguntó él veinte minutos después, mientras cerraba la puerta del coche.
– Hoy parece un poco más alegre.
– ¿No lo está siempre?
– Pobrecita mía, no. A veces está bien durante semanas y luego, de repente… últimamente ha tenido más días malos que buenos.
– ¿Y por eso viene tanto el veterinario por aquí?
– Sí, claro. Kit es muy amable.
– Sí, seguro -murmuró Ty-. Bueno, háblame de ti.
– ¿De mí? Pero si ya lo sabes prácticamente todo.
– Lo dudo mucho.
– ¿Qué quieres saber?
– Podrías empezar por decirme qué significa Phinn.
¿Y que se riera de ella? No, de eso nada.
– Es mi nombre.
– Pero Phinn no empieza por D -dijo él entonces. Y Phinn se preguntó cómo demonios sabía que su nombre empezaba por esa letra-. Las iniciales de tu padre eran E.H y las otras iniciales que había grabadas en la mesa son: D.H.
– ¿Lo miraste?
– Vi las iniciales grabadas cuando la compré, evidentemente. Y como fui yo quien la subió a tu habitación…
– Por cierto, aún no te he dado las gracias por eso -lo interrumpió Phinn-. Fue un detalle precioso.
– Bueno, ¿vas a decirme qué significa la D? -insistió Ty.
– Hablemos de mí -suspiró Phinn-. Nací en la granja Honeysuckle y era adorada por mis padres y mis abuelos -empezó a decir, para cambiar de tema-. Mi madre sufrió mucho durante el parto, de modo que mi padre tuvo que cuidar de mí. Y no dejó de hacerlo cuando mi madre se puso bien.
– Tu padre te adoraba y tú lo adorabas a él -dijo Ty.
– Exactamente. Era un hombre maravilloso, un pianista estupendo y…
– ¿Fue él quien te enseñó a tocar?
– Sí, claro. Como me enseñó tantas otras cosas. Pero no creo que eso te interese.
– No te habría preguntado de no estar interesado -sonrió él-. ¿Qué más cosas te enseñó tu padre?
– ¿Aparte de entrar en fincas que no eran mías? -bromeó Phinn.
– Eso te lo enseñó muy bien, desde luego.
– También me enseñó a respetar la propiedad de los demás, a no pescar cuando no era temporada de pesca, dónde nadar y dónde no nadar.
– ¿Y también te dio clases de socorrismo?
– Sí, eso también se lo debemos a él.
– Ah, entonces le perdono cualquier cosa que hubiera hecho mal -sonrió Ty-. Pero el valor que tuviste para hacerlo… eso es cosa tuya.
– Sí, bueno, ya te dije que lo había hecho sin pensar. Mi padre solía enseñarme las cosas que no me enseñaban en el colegio. Me llevaba a museos, a galerías de arte… íbamos juntos a todas partes, a conciertos, a la ópera. También me llevaba por el bosque y me hablaba de los animales, de la Naturaleza. Me enseñó a dibujar, a pescar, a tocar el piano, a apreciar a Mozart -sonrió Phinn-. Y yo solita aprendí a tomar un trago de cerveza sin poner cara de asco. Claro que en el pub también me enseñaron a decir palabrotas… a mi madre casi le da un infarto.
– Ya me imagino.
– Bueno, es tu turno.
– ¿Mi turno?
– Yo te he contado cosas sobre mí, ahora te toca a ti.
– Pero no creo que tú…
– ¿Esté interesada? Pues lo estoy.
– ¿Interesada en mí?
Phinn tragó saliva.
– Tú te has interesado por mí y yo hago lo propio -consiguió decir-. Según Ash, eres un genio de los negocios.
– Los negocios van bien en este momento -dijo él, modestamente en opinión de Phinn-. Pero ocupan gran parte de mi tiempo.
– Y a ti te encanta.
– Le pone un poco de adrenalina al día, sí -admitió Ty-. Por cierto, la semana que viene estaré fuera del país.
A Phinn se le encogió el corazón.
– Ash te echará de menos.
– Contigo aquí sé que puedo irme tranquilo. Ash no podría tener mejor compañía.
Pensando que Ty había conseguido no hablar de sí mismo, Phinn estaba a punto de preguntarle dónde había estudiado cuando se dio cuenta de que se dirigían a la casa de Nesta y Noel Jarvis, los arrendatarios de la granja Yew Tree. Y cuanto más se adentraban en la finca, más veía las diferencias entre esa granja y Honeysuckle. Los Jarvis debían haber pasado por los mismos malos tiempos que sus padres y, sin embargo, la propiedad tenía un aspecto fabuloso. Allí no había ningún aire de abandono, ni herramientas oxidadas tiradas por todas partes.
Recordando el aspecto triste de Honeysuckle, Phinn no quería salir del coche. Y tal vez no tendría que hacerlo, pensó. Ty había dicho que quería «pasar» por allí, de modo que quizá no estaría mucho tiempo.
Pero no fue así. Ty le abrió la puerta del coche, de modo que no tendría más remedio que ir con él.
– Si quieres ir solo, a mí no me importa…
– ¿Qué ocurre? -preguntó él, arrugando el ceño.
Antes de que ella pudiera contestar, Nesta y Noel Jarvis habían salido a la puerta de la casa a recibirlos.
– Ya conocen a Phinn, imagino.
– Sí, claro que sí. ¿Cómo estás? -sonrió Nesta Jarvis-. Nos han dicho que estabas trabajando en Broadlands Hall. ¿Qué tal te va todo?
– Bien, gracias.
– Estaríamos perdidos sin ella -añadió Ty.
Mientras él iba con Noel al estudio para hablar sobre la granja, Phinn se quedó con Nesta en el salón tomando una taza de té y charlando sobre sus hijos, que ya se habían casado.
Cuando se despidieron de los Jarvis y volvieron al coche, Phinn iba tan callada que Ty, preocupado, giró el volante para parar un momento en el arcén.
– ¿Vas a decirme qué te pasa?
Phinn podría haberle dicho que no era cosa suya, pero seguramente le debía una explicación.
– Yo te odié cuando recibimos la notificación de desahucio. Pero estabas en tu derecho porque debíamos varios meses de alquiler y… la granja estaba hecho un asco, además.
– Eso no era culpa tuya.
– Sí lo era. Debería haber hecho un esfuerzo, debería haber animado a mi padre para que trabajase las tierras, pero no lo hice. Y he tenido que ver la granja de los Jarvis y lo bien que les va para darme cuenta.