– Venderemos algo -insistió Ewart.
– Ya no nos queda nada que vender -le espetó su mujer-. ¿Cuándo vas a crecer de una vez?
Pero ése era el problema: su padre no había crecido nunca porque nunca había visto razón para hacerlo y Phinn estaba de acuerdo. Sus ojos se llenaron de lágrimas entonces. Porque había sido el Peter Pan que vivía en aquel hombre de cincuenta y cuatro años lo que había provocado su muerte.
Pero no quería pensar en lo que ocurrió siete meses antes porque ya había llorado más que suficiente.
De modo que intentó recordar momentos más felices. Aunque no le gustaba estar lejos de la granja durante tantas horas mientras iba a la escuela de secretariado, se había aplicado mucho y después, más por el salario que por interés personal, había buscado trabajo en una empresa de contabilidad. Aunque su madre tenía que llevarla en el coche a Gloucester cada día.
Por las tardes volvía a casa en cuanto le era posible para ver a su querida Ruby. Su padre le había enseñado a conducir y cuando su madre empezó a hacer horas extras en el despacho fue él quien sugirió que comprase un coche.
Hester estuvo de acuerdo, pero insistió en que ella se encargaría de comprarlo. No quería que su hija acabase conduciendo algún viejo cacharro que Ewart hubiese encontrado en cualquier parte.
Phinn tenía la impresión de que su abuela materna había puesto el dinero para el coche. Y seguramente, pensó entonces, sus abuelos los habrían ayudado muchas veces cuando ella era pequeña.
Pero todo eso había terminado unos meses antes, cuando su madre anunció que se iba de casa porque había conocido a otra persona.
– ¿Quieres decir… a otro hombre?
– Sí, se llama Clive.
– ¿Pero… y papá?
– Ya lo he hablado con tu padre, cielo. Las cosas… en fin, hace tiempo que no van bien entre nosotros. Pediremos el divorcio en cuanto sea posible.
¡El divorcio! Phinn sabía que su madre cada día se impacientaba más con su padre, pero el divorcio…
– Pero, mamá…
– No voy a cambiar de opinión, Phinn -la interrumpió ella-. Lo he intentado… no sabes cuántas veces lo he intentado, pero estoy cansada de luchar tanto… -Hester se detuvo al ver un gesto de protesta en el rostro de su hija-. No, no voy a decir nada malo de él, no te preocupes. Sé que lo adoras, pero intenta entenderme, hija. Estoy cansada y he decidido empezar de nuevo, rehacer mi vida.
– Y ese Clive… ¿vas a rehacer tu vida con él?
– Sí, cariño. Algún día nos casaremos, aunque no tengo ninguna prisa por hacerlo.
– ¿Entonces sólo quieres… ser libre?
– Eso es. Tú ahora trabajas y tienes tu dinero, aunque sin duda tu padre querrá que lo compartas con él, y yo… -Hester la miró, dubitativa- he encontrado un apartamento en Gloucester. Voy a dejar a tu padre, cariño, no a ti. Tú puedes venir a verme o a estar conmigo cuando quieras.
Dejar a su padre era algo que a Phinn jamás se le hubiera ocurrido. Su casa estaba allí, en la granja, con él y con Ruby.
Fue entonces, pensó, cuando todo empezó a ir cuesta abajo.
Primero, Ruby se puso enferma. Aunque su padre se había portado maravillosamente cuidando de la yegua hasta que ella volvía de la oficina. Las facturas del veterinario empezaron a aumentar, pero el viejo señor Duke le había dicho que las pagasen cuando pudieran.
Pero desde que su madre se fue los días eran interminables. Phinn no tenía ni idea del trabajo que Hester había tenido que hacer cuando vivía en casa. Ella siempre había ayudado, pero estando sola tenía la impresión de que se pasaba el día recogiendo detrás de su padre.
En ese tiempo Phinn había conocido a Clive Gillam y, aunque estaba convencida de que no iba a gustarle, en realidad le había caído bien. Y un par de años después, con la aprobación de su padre, había ido a la boda.
¿Quieres irte a vivir con ellos? -le había preguntado Ewart cuando volvió.
– No, en absoluto -contestó ella.
– ¿Te apetece una cerveza? -había sonreído su padre entonces.
– No, gracias. Voy a ver cómo está Ruby.
Fue como si el matrimonio de su madre hubiera sido la señal para que todo cambiase. El señor Caldicott, el propietario de la finca y las granjas, había decidido venderlo todo y marcharse a un clima más cálido.
Y los hermanos Allardyce habían aparecido entonces en el pueblo para echar un vistazo. Todo sin que Phinn se diera cuenta. La granja Honeysuckle y la granja Yew Tree tenían ahora un nuevo propietario… y al pueblo llegó un ejército de arquitectos y constructores que empezaron a trabajar en la vieja mansión del señor Caldicott, Broadlands Hall, para reparar las antiguas cañerías, la calefacción y, en general, modernizar el interior.
Phinn había visto a los hermanos un día, cuando estaba descansando a Ruby detrás de unos setos. El más alto de los dos, un hombre de pelo oscuro, tenía que ser el Tyrell Allardyce del que tanto había oído hablar. Tenía tal aire de seguridad que no podía ser otro más que el dueño.
– ¿No te das cuenta, Ash…? -estaba diciendo mientras pasaba a su lado.
Ash también era alto, pero sin el aire de autoridad que exudaba su hermano.
Por lo que su padre le había contado, y por los rumores que corrían por el pueblo, Ty Allardyce era un financiero multimillonario que vivía en Londres y viajaba por todo el mundo. Él, decían los cotilleos, viviría en Broadlands Hall sólo cuando pudiese escapar de Londres mientras Ashley se quedaría en la casa para supervisar los trabajos y, en general, encargarse de la finca.
– Parece que vamos a ser «supervisados» -bromeó un día su padre.
La gente del pueblo decía que la señora Starkey, el ama de llaves del señor Caldicott, se quedaría en la casa para atender a Ashley. Por lo visto, Ashley Allardyce había sufrido un colapso nervioso y Ty había comprado Broadlands Hall para que su hermano se recuperase.
Pero seguramente serían cotilleos absurdos. La finca, con todas sus propiedades, debía valer millones. Y si Ashley de verdad había estado enfermo había clínicas y hospitales en Londres donde podrían tratarlo por menos dinero.
Aunque, aparentemente, el más joven de los hermanos Allardyce estaba viviendo en la casa. De modo que quizá la señora Starkey, a quien Phinn conocía de toda la vida, estaba atendiéndolo de verdad.
Todo había cambiado desde el año anterior. Para empezar, el viejo señor Duke, el veterinario, había decidido jubilarse. Era un alivio haberle pagado por fin todo lo que le debían, pero le preocupaba cómo irían las cosas con el nuevo veterinario. El señor Duke nunca había tenido prisa por cobrar y Ruby, que debía tener unos diez años cuando su padre la encontró, era ahora una anciana y no pasaba un mes sin que necesitase un tratamiento u otro.
Sin embargo, Kit Peverill, un hombre alto de unos treinta años y poco pelo, había resultado ser tan afable como su predecesor. Y afortunadamente sólo había tenido que llamarlo un par de veces.
Pero los problemas empezaron a llegar poco después. Phinn había encontrado una carta que su padre había dejado tirada sobre la mesa, como si no tuviera importancia. Era un aviso oficial para que pagasen los meses de alquiler que debían. De no hacerlo, el nuevo propietario de la finca iniciaría un procedimiento legal.
Atónita, porque no sabía que su padre no había pagado el alquiler últimamente, Phinn había ido a buscarlo.
– No hagas caso -le dijo él.
– ¿Cómo que no haga caso?
– No tienes por qué preocuparte -insistió su padre, mientras seguía intentando arreglar una vieja motocicleta.
Sabiendo que no habría formar de hacer que se concentrase en el asunto hasta que hubiera terminado con la moto, Phinn esperó hasta la hora de la cena.
– Estaba pensando ir al Cat a tomar una cerveza.
– Y yo estaba pensando que hablásemos de la carta.
– ¿Sabes una cosa, cariño? Cada día te pareces más a tu madre.