Peggy tenía un serio problema de artritis y llevaba un año intentando encontrar comprador para lo que ahora eran más unos establos que una escuela de equitación. Pero nadie estaba interesado en hacerle una oferta y algunos días su artritis era tan dolorosa que apenas podía levantarse de la cama. Era entonces cuando Phinn se encargaba de los establos. Peggy no podía pagarle mucho, pero además de tener un sitio para Ruby, había una habitación para ella sobre los establos.
Era una habitación amueblada y no había sitio para los muebles de la granja, de modo que llamó a un viejo amigo de su padre, Mickie Yates, para que se lo llevase todo hasta que las cosas se solucionaran. Le dolió mucho despedirse del piano de su padre, pero no había sitio en la habitación para él.
De modo que a finales de enero, Phinn instaló a Ruby en su nuevo hogar y luego llevó la llave de la granja a Broadlands Hall.
Afortunadamente, Ashley no estaba en casa. Después de cómo lo había tratado su prima, seguramente hubiera sido muy incómodo.
– Sentí mucho lo de tu padre -le dijo la señora Starkey.
– Gracias -murmuró Phinn.
Parecía que las cosas empezaban a solucionarse pero, de repente, cuando estaba tan contenta porque tenía un trabajo y Ruby un establo en el que alojarse, todo se torció de nuevo.
Ruby, seguramente por lo mal que la habían tratado sus anteriores dueños, siempre había sido un animal muy tímido y los otros caballos del establo, más jóvenes y fuertes, la asustaban. Phinn la llevaba a pasear siempre que le era posible, pero tenía que atender su trabajo y no podía hacerlo tan a menudo como hubiese querido.
Entonces, contra todo pronóstico, Peggy encontró una compradora para los establos. Una mujer que quería tomar posesión en cuanto fuera posible, además.
– Hablaré con ella para ver si puedes quedarte -le dijo Peggy al ver su cara de preocupación.
Phinn ya había visto a Geraldine Walton, una mujer de pelo oscuro que se parecía un poco a su prima Leanne. La había visto cuando fue a ver los establos y le había parecido una persona muy seca, de modo que no tenía muchas esperanzas.
Y había hecho bien en no tener esperanzas, descubrió enseguida, porque no sólo no había trabajo para ella sino que tampoco había sitio para Ruby. Geraldine Walton le pidió que se fuera de su habitación y se llevara a Ruby con ella lo antes posible.
Ahora, a mediados de abril, mientras miraba alrededor pensando que tenía que ponerse a hacer las maletas, se fijó en la cámara fotográfica que su madre le había llevado el domingo anterior para que se la devolviera a Ashley Allardyce en nombre de Leanne.
Su madre le había dicho que seguramente Ashley no esperaba recuperarla nunca y sólo estaba usándola como excusa para seguir llamando a Leanne. Pero, por lo visto, su prima no tenía la menor intención de volver a hablar con él.
Sintiéndose culpable porque debía haberle prestado la cámara en el mes de diciembre, Phinn decidió llevársela inmediatamente. Además, así podría dar un paseo con Ruby para alejarla de los otros caballos, pensó.
Esperaba ser recibida de nuevo por el ama de llaves, y después de llamar al timbre, Phinn sonrió al oír pasos.
Pero cuando la puerta se abrió su sonrisa se evaporó de inmediato. Porque no era la señora Starkey quien estaba mirándola y tampoco Ashley Allardyce. Ash era rubio y aquel hombre tenía el pelo negro… y una expresión que no era amable en absoluto.
Era alto, de unos treinta y cinco años, y evidentemente no se alegraba de verla. Phinn sabía muy bien quién era porque curiosamente no había podido olvidar su rostro. Aquel rostro tan atractivo.
Pero su expresión seria no cambió al mirar a la delgada joven de ojos azules y coleta pelirroja que llevaba una cámara en una mano y las riendas de un caballo en la otra.
– ¿Quién es usted? -le espetó, sin ninguna simpatía.
– Soy Phinn Hawkins -contestó ella-. Y venía a…
– ¿Qué hace en mis tierras, Hawkins?
Phinn levantó una ceja, sorprendida.
– ¿Y usted quién es?
– Tyrell Allardyce -contestó él-. ¿Se puede saber qué quiere?
– De usted, nada en absoluto. Lo que quiero es que le devuelva esta cámara a su hermano -replicó Phinn, cada vez más enfadada.
Pero cuando mencionó a su hermano, Tyrell Allardyce la fulminó con la mirada, más enfadado que antes.
– Váyase de aquí -le dijo, con tono amenazador- y no vuelva nunca más.
Su mirada era tan malévola que Phinn tuvo que hacer un esfuerzo para no salir corriendo.
– Será posible…
Sin decir nada más, le entregó la cámara y se dio la vuelta tirando de las riendas de Ruby. Cuando salió de la finca se había calmado un poco… aunque estaba furiosa consigo misma por no haber tenido valor para decirle cuatro cosas a aquel grosero.
¿Quién creía que era el tal Tyrell Allardyce? Ella siempre había entrado y salido de allí cuando le apetecía. Sí, había zonas por las que no podía pasar, pero había crecido usando la finca Broadlands como todo el pueblo y no estaba dispuesta a dejar de hacerlo.
Lo mejor que Tyrell Allardyce podía hacer pensó, echando humo, sería volver a Londres y dejar a la gente de Bishops Thornby en paz.
¡Acababa de hablar con él por primera vez, pero desde luego esperaba no tener que volver a verlo en toda su vida!
CAPÍTULO 2
MIENTRAS se devanaba los sesos intentando encontrar una solución a sus problemas, Phinn no podía dejar de pensar en Tyrell Allardyce. ¿Cómo se atrevía a echarla de la finca?
Suspirando, salió de su habitación y decidió dar un paseo con Ruby. Y si se encontraba con Tyrell… peor para él, pensó. Porque esta vez no la pillaría desprevenida.
Pero antes de que pudiera dar un paso fuera del establo, Geraldine apareció en la puerta.
– Siento mucho tener que ponerme tan antipática -empezó a decir-, pero necesito que dejes libre el cajón de Ruby para finales de esta semana.
– Estoy en ello -asintió Phinn, nerviosa-. No te preocupes, a finales de semana nos habremos ido.
Había llamado a todo aquél que podría alojar a Ruby en el pueblo, pero nadie tenía sitio para ella y para la yegua. Y Ruby no soportaba que se separasen.
Angustiada, salió a dar un paseo con el animal, sin dejar de darle vueltas a la cabeza.
La majestuosa mansión de Broadlands Hall se veía entre los árboles, pero Phinn estaba segura de que Tyrell Allardyce estaría de vuelta en Londres. Aunque, por si acaso, cuando bordeaba los jardines de la mansión intentó apartarse todo lo posible.
Sin embargo, estaba paseando a la orilla del riachuelo en el que solía pescar con su padre cuando se encontró con un Allardyce: Ashley, afortunadamente.
Lo más natural era que se parase un momento para saludarlo, pero se quedó sorprendida por el cambio que se había operado en él desde la última vez que lo vio. Estaba pálido y parecía haber perdido al menos diez kilos.
– Hola, Ash -consiguió decir-. ¿Te han dado la cámara de fotos?
– Sí, gracias -contestó él-. ¿Has visto a Leanne últimamente?
– No, no… Leanne ya no viene por aquí -respondió Phinn, sintiendo pena por él.
– Imagino que no tiene dónde alojarse ahora que tú ya no vives en la granja. Y siento mucho que tuvieras que irte, por cierto.
– No podía quedarme -suspiró ella-. ¿Has encontrado nuevo inquilino?
– No, la verdad es que aún no sé qué voy a hacer con la granja -contestó Ash.
Y, de repente, a Phinn se le ocurrió que si aún no había encontrado inquilino para Honeysuckle, tal vez Ruby y ella podrían volver allí.