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– ¿Thomas?

– ¿Eh?

– Mis zapatos.

– Ah, sí.

Se aclaró la voz, la llevó de la mano hasta un banco de la cocina, Emily se sentó y lo miró, con las mejillas teñidas de un adorable rubor. Tom se apoyó en una rodilla ante ella, buscó bajo la falda y encontró uno de los delicados tobillos, que atrajo hacia sí y examinó en silencio. Llevaba zapatos altos abotonados, de cuero gris perla con forro de seda, que encerraban el pie hasta más arriba del tobillo.

– Ya veo que esto no será fácil como la vez que te saqué la bota. ¿Trajiste un desabotonador?

– Está en el dormitorio, con mis cosas.

Tom alzó la vista y ninguno de los dos habló; le acarició el hueso del tobillo con el pulgar a través de la seda, creando una zona de calor que le recorrió la pierna hacia arriba. Por fin, dijo en voz queda:

– Supongo que tengo que ir a buscarlo. ¿Te gustaría acompañarme?

Sentada en la cocina veteada de oro, faltando una hora para el anochecer, Emily asintió con virginal incertidumbre.

Tom le soltó el pie y se levantó. Cuando alzó los ojos hacia él, leyó en ellos esa incertidumbre, la tomó de la mano y acabó las dudas llevándola por las largas barras de sol que rayaban el piso de la cocina hasta el pie de la escalera, luego al dormitorio, que ya tenía cortinas y persianas, y el tocador de Emily contra una de las paredes enjalbegadas.

– Búscalo -le ordenó, ya serio-, y quítatelos.

Él se quitó el sombrero y lo dejó en el armario, donde la ropa de la muchacha ahora colgaba junto a la suya. Emily encontró el desabotonador, se sentó en el borde de la cama cubierta con la manta hecha a mano por Fannie, la manta tras la cual estuvo oculta aquella noche en que él eligió sus pies descalzos entre los otros. Se inclinó hacia adelante concentrándose en los botones, mientras Tom sacaba los guantes del bolsillo y los dejaba sobre el tocador, se quitaba la chaqueta y la colgaba con pulcritud en el armario. Fue hasta la ventana del lado norte y la levantó, pero dejó la persiana a media altura, para que entrara en el cuarto el viento que aún soplaba desde las praderas inmensas que estaban en las afueras. Fue hasta la ventana del lado este, la que daba a la calle, la abrió, pero bajó la persiana hasta el alféizar.

Emily se había quitado un zapato y comenzaba a desabotonar el otro mientras Tom se sacaba las botas, parado primero sobre un pie, luego sobre el otro, y las dejaba en el armario.

Cuando se hubo quitado el otro zapato, Emily cruzó los pies y levantó la vista, vacilante. Tom la miró, mientras se sacaba los faldones de la camisa de adentro de los pantalones, con los tirantes colgando por las rodillas.

– Puedes ponerlos en el armario, junto a los míos -le sugirió.

Cruzó delante de él, sintiéndose torpe e ignorante, desprevenida, pues lo que imaginó que no pasaría hasta después de anochecer, pasaría mucho antes. Se dobló para colocar sus zapatos junto a los del marido y, cuando se incorporó, los brazos de Tom la rodearon desde atrás. Los labios tibios y suaves le besaron el cuello.

– Emily, ¿estás asustada?

El aliento le dejaba rocío sobre la piel y hacía revolotear el cabello fino de la nuca.

– Un poco.

– No te asustes… no.

Le besó el pelo, la oreja, los pliegues del cuello alto, al tiempo que Emily cubría los brazos con los suyos y ladeaba la cabeza, aceptándolo.

– Thomas.

– ¿Eh?

– Lo que sucede es que no sé qué hacer.

– Limítate a echar la cabeza atrás y deja que yo te enseñe.

Echó la cabeza atrás sobre el hombro de su esposo y las manos le recorrieron las costillas hacia arriba… más… más arriba. Cerró los ojos y se apoyó en él, con la respiración cada vez más agitada mientras le enseñaba multitud de formas del placer, moviendo las manos en forma sincronizada sobre los pechos firmes, levantándolos, modelándolos, aplastándolos para luego volver a alzarlos. Los masajeó en círculos con la palma de la mano antes de que la presión desapareciera y exploró con las yemas de los dedos los pezones erectos, como si levantara una pila de monedas. Emily se sintió pesada, aturdida por la excitación, caliente dentro de la ropa, encerrada. La respiración se hizo ardua. Tom deslizó la mano derecha hacia abajo para cubrir los dorsos de las de ella, cerró los dedos sobre la palma, la llevó a la boca y la besó con fuerza antes de soltarla del todo y retroceder, para buscar las hebillas en el cabello.

Las quitó una por una y las dejó caer al suelo, a los pies de los dos. Cayeron con el ruido del reloj que marcara los últimos minutos de espera. Cuando estuvieron todas tiradas, le peinó el pelo con los dedos callosos, haciéndolo derramarse en cascada por la espalda. Hundió el rostro en sus ondas y aspiró hondo. Lo besó, aferró los brazos por atrás e hizo lo mismo que con los pechos, acariciando en círculos duros, compactos. Formó un haz con el cabello y lo arrojó sobre el hombro izquierdo de Emily, se apartó y la tocó sólo con la punta de un dedo mientras abría la larga fila de botones desde la espalda hasta las caderas. Dentro, encontró los lazos en la base de la espalda y los soltó, lanzándolos hacia los omóplatos. Desabotonó la enagua en la cintura y bajó todo junto: vestido, corsé, liguero, enagua y medias, con un solo movimiento, dejándola sólo con dos breves prendas interiores blancas. Le acarició los brazos y, bajando la cabeza, le besó el hombro, después la nuca y la hizo volverse, aún en medio de un montón de ropa desechada, de frente a él.

– ¿Puedes hacer lo mismo conmigo? -le preguntó, en voz queda y ronca-. La mía es mucho más simple.

Emily sintió que se ruborizaba y fue bajando la vista de la cara al cuello y de ahí a la camisa arrugada.

– Si quieres -agregó Tom, en un susurro.

– Quiero -susurró a su vez.

Tomó una mano para soltar el botón de un puño, luego el otro, mientras Tom le tendía las manos para ayudarla. Acababa de concentrarse en el botón del cuello cuando su esposo se acercó y le acarició la cima del pecho izquierdo con los nudillos, a través de la tela de algodón que lo cubría.

– Te amo, señora Jeffcoat -susurró, provocando un aumento en el rubor de las mejillas.

Continuó con las caricias aparentemente al azar, sin dejar de mirarla, mientras que ella, tímida, evitaba mirarlo. A cada botón que soltaba se movía más despacio, hasta que llegó al último y desistió, cerrando los ojos mientras los nudillos seguían incitando el pezón.

– Yo… -empezó a decir, pero el susurro se interrumpió cuando apoyó los antebrazos contra el yeso.

Permaneció así unos segundos, apoyándose contra él, absorbiendo la poderosa corriente de sensaciones provocada por una caricia tan leve que podía haber sido sólo el viento tibio que le agitaba la camisa sobre la piel. Esa brisa acabó y las manos de Tom ascendieron entre los codos, para soltar los cuatro botones diminutos que había entre los pechos.

– ¿Tú…? -murmuró, mirando los ojos cerrados, recordándole la frase sin terminar.

– Yo…

Abrió la camisa y metió las manos dentro, apoyándolas sobre los pechos por primera vez.

Emily alzó hacia él una mirada lánguida y dejó que las caricias mecieran suavemente su cuerpo, hundiéndose en el intenso azul de sus ojos y luego cerrando los suyos al ver que la boca abierta del esposo se abatía sobre la suya. La acarició con la lengua tibia, con las manos tibias, enseñándole a la boca abierta y a los pechos desnudos cómo comenzaba el éxtasis y cómo crecía. Cuando estuvo tensa, le quitó la camisa, se quitó los pantalones, deslizó las manos hacia la espalda de la esposa y la acarició con los dedos extendidos. La atrajo con firmeza hacia sí, contra el yeso duro y frío de arriba, y la tibia y dura virilidad de abajo. Descalza, Emily se puso de puntillas, le rodeó el cuello vigoroso con los brazos y gozó del juego de las manos sobre su piel desnuda.