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Había tenido buenas intenciones: que los chicos lo acompañaran cuando fuese a buscar a Fannie, para evitar a toda costa quedarse solos. Pero no resultó así. ¡Emily, confiaba en ti! ¿Dónde diablos estás? ¡Prometiste estar de regreso a esta hora!

Sólo le respondió su corazón galopante.

Observó de nuevo su imagen, feliz de que fuese domingo y eso le diera una excusa para salir con el traje de lana después de la iglesia y no tuviera que preocuparse de cómo quedaría si se cambiaba de ropa en mitad de un día de trabajo. Se arregló la corbata larga, tironeó de las solapas y pasó la mano sobre el cabello gris de las sienes. "¿Ella también tendrá canas? ¿Me verá viejo? ¿Le temblarán las manos como a mí y le golpeará el corazón a medida que se acerca a mí? Cuando nuestras miradas se encuentren por primera vez, ¿veremos la agitación y el rubor del otro o tendremos la buena fortuna de no ver nada?"

¡Edwin, si tus manos ya están mojadas y tu corazón galopa como el de un caballo desbocado!

Se secó las palmas en las colas de la chaqueta y las abrió, examinándose los dorsos y las palmas. Manos grandes, anchas, callosas, que fueron las de un joven, suaves y sin marcas, la primera vez que abrazó a Fannie. Manos con tres uñas rotas, con suciedad incrustada y cicatrices dejadas por años de trabajo; dos dedos torcidos en la izquierda, que le había pisado un caballo; una cicatriz en el dorso de la derecha, de un arañazo con un alambre de púas; y la eterna orla negra bajo las uñas que le resultaba imposible limpiar, por mucho que refregase. Fue a la cocina, llenó una palangana con agua y las frotó otra vez, pero fue en vano. Lo único que logró fue que se le hiciera tarde para llegar a la parada de la diligencia.

Tomó el sombrero hongo negro del perchero del recibidor y bajó al trote los escalones del porche. A mitad del trayecto le faltaba el aire y tuvo que aminorar el paso para no llegar jadeando.

La diligencia de Rock Creek, más conocido como el Jurkey, llegó al hotel al mismo tiempo que Edwin. Se detuvo en una nube de polvo, en medio del estruendo de dieciséis cascos y los bramidos de Jake McGiver, un antiguo vaquero que de milagro, aguantó las guerras contra los indios y las neviscas sin heridas de flechas ni por congelamiento.

– ¡Eh, deténganse, hijos de perra -vociferó Jake, tirando de las riendas-, antes de que haga sacos con sus pellejos picados por las moscas! ¡Que paren, he dicho!

Antes de que el polvo se hubiese asentado, Fannie miraba a McGiver por la ventanilla abierta, riendo y sujetándose el sombrero alto.

– ¡Qué lenguaje, señor McGiver! ¡Y qué manera de conducir! ¿Está seguro de que mi bicicleta aún está en el coche?

– Seguro, señora. ¡Sana y salva!

McGiver trepó al techo para comenzar a desatar la bicicleta y el equipaje, mientras Fannie abría la portezuela.

Edwin se apresuró a acercarse y estaba esperándola mientras la mujer se inclinaba para cruzar la estrecha abertura.

– Hola, Fannie.

Fannie alzó la vista y su semblante alegre se puso serio. Edwin creyó ver que contenía el aliento pero recuperó de inmediato la sonrisa ancha y se apeó.

– Edwin. Mi querido Edwin, en verdad estás aquí.

Este tomó la mano enguantada, la ayudó a bajar y se vio abrazado en plena calle Main.

– Qué alegría verte -le dijo Fannie en el oído y se apresuró a retroceder para contemplarlo, sin dejar de estrecharle las manos-. Caramba, estás espléndido. Me preocupaba encontrarte gordo o calvo, pero estás estupendo.

Ella también. Sonriente, como siempre la recordaba, el cabello ya no tenía el rojo vibrante de la juventud, que ahora se había tornado de un suave color melocotón, pero seguía teniendo los rebeldes rizos naturales que parecían hechos con tenacillas. Sabía que formaba parte de la efervescencia natural de esa mujer. En las comisuras de los ojos almendrados ya había patas de gallo pero, también, más chispas y alegría que en una danza gitana. Conservaba la cintura diminuta de su juventud, pero el busto era más pleno, cosa que subrayaba el corte escueto de la ropa de viaje color cobre y Edwin se sintió orgulloso de que no hubiese engordado, ni perdido los dientes, ni ese ánimo inimitable.

– Yo también he estado pensando en ti, pero estás tal como te recordaba. Ah, Fannie, ¿cuánto tiempo ha pasado? ¿Veinte años?

– Veintidós. -Lo sabía tan bien como ella pero se equivocó adrede, para los que estaban mirándolos. Se hubiese soltado, pero Fannie lo retenía con las dos manos, como si no tuviese idea de lo incorrecto que era el abrazo-. ¿Te das cuenta, Edwin? Somos de mediana edad.

Rió y se soltó con el pretexto de cerrar la puerta de la diligencia.

– De edad mediana, pero andamos en bicicleta, ¿verdad?

– Bicicleta… ¡oh, caramba, es cierto! -Se dio la vuelta y levantó la vista, protegiéndose los ojos con la mano-. ¡Tenga cuidado con eso, señor McGiver! ¡Tal vez sea la única en muchos kilómetros a la redonda!

La cabeza del aludido apareció encima de las suyas.

– ¡Aquí está, de una pieza!

Fannie hizo un gesto como para agarrarla, sin pedirle ayuda a Edwin pero, de pronto, este saltó:

– ¡Permíteme!

– He vivido cuarenta años sin ayuda de un hombre. Soy perfectamente capaz.

– Estoy seguro de que es así, Fannie -tuvo que apartarla-, pero de todos modos te ayudaré.

El aparato pasó a sus manos y cayó al suelo con un ruido sordo.

– Por Dios, Fannie, no me dirás en serio que montas esta cosa. ¡Es más pesada que un cañón!

– Por supuesto que la monto. Y, en cuanto te enseñe, tú también lo harás. Te encantará, Edwin. Conserva las piernas firmes y la sangre pura, y es excelente para los pulmones. No hay nada igual. Me pregunto si Josie podrá. Podría hacer maravillas con ella. ¿Te conté el viaje a Gloucester?

– Sí, en tu última carta.

Edwin sonrió: Fannie no había cambiado en absoluto. Impredecible, anticonvencional y animosa como ninguna mujer que hubiera conocido. Se había acostumbrado tanto a la debilidad de Josie, que la vigorosa independencia de Fannie le resultaba amenazadora. Mientras observaba la bicicleta, la mujer se adelantó a tomar el equipaje que el señor McGiver le alcanzaba.

Otra vez, Edwin tuvo que intervenir:

– Yo ayudaré al señor McGiver con el equipaje. ¡Tú, sostén la bicicleta!

– Está bien, si insistes. Pero no te pongas mandón conmigo, Edwin, pues así no podremos entendernos. Sabes que no estoy acostumbrada a recibir órdenes de hombres.

Cuando fue a tomar la primera maleta polvorienta, miró sobre el hombro y la vio dibujar una sonrisa afectada, como un duende. A la primera maleta siguieron una segunda, tercera, hasta cinco. Una vez que el equipaje formó un círculo a los pies de los dos, se echó el sombrero atrás y, con los brazos en jarras, contempló la colección de maletines y baúles.

– ¡Buen Dios, Fannie!, ¿todo esto?

Alzó una de las cejas cobrizas.

– Claro que todo esto. Una mujer no puede aventurarse en tierra de nadie sin más que un par de prendas sobre la espalda. Quién sabe cuándo volveré a conseguir unos trapos decentes. Y, aunque así fuera, dudo de que aquí pudiese encontrar un par de bombachos.

– ¿Bombachos?

– Pantalones a la rodilla, para subir en bicicleta. ¿Cómo haría entre las dos ruedas con todos esos polisones y enaguas? Se enredarían en los radios y me rompería todos los huesos. Y yo aprecio mucho mis huesos, Edwin. -Estiró un brazo y lo tocó con cariño-. Todavía son muy serviciales. ¿Cómo están tus huesos, Edwin?

Riendo, respondió:

– Creo que a Emily vas a encantarle. Saquemos esto de la calle.

– Emily… estoy impaciente por conocerla. -Mientras Edwin colocaba el equipaje en la acera, Fannie parloteaba-. ¿Cómo es? ¿Es morena, como tú? ¿Heredó la seriedad de Josie? Espero que no. Josie fue siempre demasiado seria, hasta para su propio bien. Yo se lo decía desde que teníamos diez años. En la vida hay tantas cosas con las que debemos ser serios, que no puedo permitirme serlo cuando no es necesario, ¿no crees, Edwin? Háblame de Emily.