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Quizás en ese momento estuviese catalogando los cambios producidos en él. Cualesquiera fuesen sus pensamientos, se puso inquieto mientras lo miraba moverse alrededor de Gunpowder, un capón totalmente negro que estaba enganchando a la calesa de cuatro ruedas.

– ¿Tus hijos lo saben?

Como ninguno de los dos había hablado por mucho tiempo, perdió el hilo de la conversación. Por un instante, pensó que se refería a ellos dos… ¿sabían sus hijos lo sucedido entre él y Fannie hacía veintidós años?

– ¿Los chicos?

Se quedó de pie, con el animal interponiéndose entre los dos, con las manos apoyadas sobre el lomo curvo y ancho.

– ¿Saben que está muriéndose?

Exhaló con infinito cuidado, para no revelar lo que pensaba.

– Pienso que Emily lo imagina, pero Frankie es muy joven para ahondar demasiado.

– Quiero que quede clara una cosa: mientras yo esté en tu casa, no se hablará de muerte. Josie está viva y mientras lo esté tendremos que realzar esa vida de todas las maneras posibles.

Las miradas se encontraron por encima del lomo del caballo, intercambiando otra promesa de honor. Si bien nada había cambiado entre los dos, esa era la manera más clara en que podían expresarlo. Pero arrebataron a la tarde ese momento exacto para mirarse a los ojos con sinceridad, para aceptar las arrugas que los años le habían dejado en la piel, el tono más pálido del cabello de ella, los matices de plata en el de él y para rogar en silencio no permitirse jamás que los sentimientos se mostraran tan desnudos como en ese instante.

– Te doy mi palabra, Fannie.

Los interrumpió el ruido de una carreta que se acercaba: eran Emily y Charles que entraban por la puerta.

Emily habló antes de que Charles detuviese el vehículo.

– ¡Oh, está aquí! -Saltó al suelo y fue directo hacia Fannie-. Hola, Fannie, soy Emily.

– Desde luego que lo eres. Te habría reconocido entre una muchedumbre de desconocidos. -La temperamental Fannie era capaz de cambiar de humor según lo exigiera la situación y parloteó alegremente-: Edwin, es tu viva imagen con esos ojos azules y el cabello negro. Pero me parece que la boca es como la de Josie. -Sosteniendo las manos de Emily, continuó-: Por Dios, muchacha, eres encantadora. Diría que has heredado lo mejor de cada uno de tus progenitores.

Emily nunca se consideró encantadora bajo ningún concepto, pero el elogio se alojó directamente en su corazón y, por un momento, la incomodó mientras buscaba una respuesta elegante.

– Por desgracia, no tengo las habilidades domésticas de mi madre y por eso la familia está más que dichosa de tenerte aquí.

Todos rieron y Emily se volvió hacia su padre:

– Lamento haber llegado tarde, papá. Fuimos un poco más lejos de lo que yo esperaba.

– No es nada.

– Fannie, todavía no conoces a Charles. -El joven se había apeado y estaba junto a ellos-. Charles, esta es la prima de mi madre, Fannie Cooper. Este es Charles Bliss.

– Charles… eres casi como te imaginaba.

Tomó nota de la barba minuciosamente recortada y de los ojos grises.

– Cómo está, señorita Cooper.

– Es la última vez que toleraré que me llamen "señorita Cooper". Soy Fannie. Sólo Fannie. -Se estrecharon las manos-. Supongo que estás al tanto de que sé a qué edad aprendiste a caminar con zancos, qué clase de estudiante fuiste y qué excelente carpintero eres.

Charles rió, encantado.

– Por las cartas de la señora Walcott, claro.

– Claro. Y hablando de eso, yo le escribí una carta informándole de cuándo llegaría y todavía no he ido a verla, ¿no?

Intervino Edwin:

– Fannie y yo estábamos a punto de ir a buscar el equipaje y entrar en la casa. ¿Venís con nosotros?

– En cuanto desensillemos a Pinky y revise el pie de Sergeant. ¿Cómo está, papá?

Por un momento, la expresión sobresaltada se volvió culpable.

– No he mirado. Estaba… bueno estaba mostrándole el establo a Fannie.

– Yo lo haré. Vosotros adelantaos y nosotros iremos luego.

Cuando Edwin trató de ayudar a Fannie a subir a la calesa, le apartó la mano y afirmó:

– Soy flexible como una rama de sauce, Edwin. Ocúpate de ti mismo.

Emily los miró irse con un brillo de admiración en los ojos.

– ¿No te parece maravillosa, Charles?

– Lo es. No sé qué es lo que esperaba pero, pese a sus cartas, la imaginaba más parecida a tu madre.

– Es tan diferente de mamá como la nieve de la lluvia.

Era cierto. Edwin lo sentía con más intensidad aún que su hija. Cuando Fannie vio la casa desde fuera, inclinó la cabeza para ver el tejado en pico, donde un armazón de madera realzaba las tejas en forma de escamas.

– Edwin, es muy hermosa. ¿La hizo Charles?

– Charles y yo, con alguna que otra mano de Frankie y una sorprendente ayuda de parte de Emily.

– Es bellísima. No sabía que tuvieras tanto talento.

Era más de lo que Josie le había dicho jamás, pues consideraba la casa como algo que se le debía y cualquier entusiasmo que hubiese sentido quedaba eclipsado por el alivio de no tener que vivir en una espantosa guarida.

– Construí el porche todo alrededor para que Josie pudiese sentarse afuera, de cara al sol, a cualquier hora del día. Y arriba, allí… -Señaló el balcón de baranda blanca que contrastaba con las tejas oscuras-. Una pequeña galería a la salida de nuestro dormitorio, para que pudiese salir a tomar aire en cualquier momento.

Fannie, que jamás había poseído una casa, pensó que Josie era muy, muy afortunada.

Edwin condujo a Fannie al interior, por el recibidor del frente. Aunque observó el amontonamiento, no hizo comentarios.

– Josie está arriba. -Le indicó que subiera antes que él y contempló el polisón que se balanceaba y la larga cola de la falda cobriza que se deslizaba encima de sus botas mientras la seguía con dos maletines-. La primera puerta a tu izquierda -le explicó.

Dentro, Josephine esperaba, con expresión excitada y las manos tendidas:

– Fannie… querida Fannie. Por fin estás aquí.

– Joey.

Fannie corrió hacia la cama y se abrazaron.

– Ese horrible sobrenombre. Hace… veinte años… que no lo escucho.

Josephine perdió el aliento en medio de carcajadas ahogadas.

– Cómo se disgustaban tus padres cuando yo te llamaba así.

Se separaron para contemplarse. Josephine dijo:

– Estás elegante.

Fannie replicó:

– Polvorienta y maltratada por el viaje en esa Jurkey, más bien, pero disfruté mucho con el señor McGiver. Y tú estás delgada. Edwin me dijo que no estabas muy bien. -Posó una mano en la mejilla de su prima-. Bueno, voy a malcriarte sin reparos, ya verás. Vayamos a lo concreto. Aprendí a cocinar, imagínate. Pero no soy capaz de hacer un budín sin quemarlo, así que no esperéis que haga uno. Soy buena para preparar carne y verduras, y muy buena con los mariscos, aunque, ¿dónde conseguiríamos mariscos aquí, en medio de las montañas? Además, sé hacer pan… eh… -Fannie se concentró en quitarse los guantes-. Creo que mi pan es un poco pegajoso, pero comestible. Siempre tengo demasiada prisa para dejarlo subir todo lo necesario. Seguramente no hay panadería en el pueblo, ¿verdad?

– Me temo que no.

– Bueno, no importa. Sé hacer unos bizcochos ligeros como plumón de cisne. Sé que cuesta creerlo si recordamos cómo mi madre levantaba las manos, desesperada, cuando trataba de enseñarme los secretos de la cocina. -Fannie saltó de la cama y recorrió la habitación, observando los elegantes muebles oscuros, sin sorprenderse al ver el catre-. Ligeros como plumón de cisne, te lo juro. ¿Quieres que hornee unos para la cena?

– Eso sería maravilloso.

– ¡Y cuando los ponga delante de ti, será mejor que los comas! -Fannie apuntó a la nariz de la prima-. Porque he traído mi bicicleta y tengo la intención de que te pongas lo bastante fuerte para montar en ella.