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– ¡Tu bicicleta! Pero, Fannie, yo no sé an… andar en bicicleta.

– ¿Por qué no?

– Porque… -Josephine abrió los brazos-. Soy… tísica.

– ¡Bueno, si esa no es la excusa más endeble que he escuchado, no sé qué puede ser! Eso sólo significa que tienes pulmones débiles. Si quieres fortalecerlos, debes montarte sobre ese par de ruedas y hacerlos trabajar duro. ¿Alguna vez viste un herrero con pulmones débiles? Yo diría que no. ¿Qué diferencia puede haber en materia de pulmones? Lo mejor para ti será salir al aire fresco de la montaña y recuperar tu fuerza.

Al mirarlas, Edwin pensó que en ese cuarto nunca hubo tanta alegría desde que fue construido. El buen humor de Fannie era contagioso; en el semblante de Josie ya se veía un tenue tinte rosado, los ojos eran dichosos, sonreía. Quizá, como él tendía a mimarla, eso la hacía sentirse peor.

Llegaron los jóvenes; habían recogido a Frankie en algún punto del camino y desde abajo llegó su voz, que abría la marcha hacia arriba:

– ¡Eh, hay una bicicleta ahí abajo!

Irrumpió en el dormitorio, seguido de Emily y Charles.

– Es mía -informó Fannie.

Edwin detuvo la arremetida del hijo:

– Frankie, quiero presentarte a la prima Fannie. Fannie, este es nuestro hijo Frank que, en estos momentos, huele un poco a pescado si la nariz no me engaña.

De todos modos, Fannie le tendió la mano.

– Me alegro de conocerte, señor Frank. ¿Cuánto crees que miden tus piernas? -Se ladeó para hacer una estimación visual-. Deben tener, digamos, unos sesenta centímetros para que puedas montar la bicicleta con un mínimo de facilidad.

– ¿Montarla yo? ¿En serio?

– En serio.

Fannie levantó la mano como haciendo un juramento y así conquistó a otro miembro más de la familia Walcott.

Emily no podía apartar la vista de ella. Era un ser fascinante, de la misma edad que su madre pero mucho más joven en la forma de actuar, en el temperamento y en los intereses. Tenía una voz animada y movimientos enérgicos. Tenía un aire rebelde, con ese revuelto cabello rojizo, con rizos alrededor de la cara, como el halo de una linterna en torno de un potrillo recién nacido, que la hacía parecer inmune a la gravedad que transformaba en aburridas y poco interesantes a la mayoría de las mujeres. Los ojos le brillaban siempre de interés y las manos jamás permanecían quietas cuando hablaba. Era mundana; montaba en bicicleta y había viajado sola desde Massachusetts y navegado a vela a un lugar llamado Nantucket, donde cavó buscando almejas; asistió a la Opera, vio a Emma Abbott y Brignoli en La Bohemia y se hizo adivinar la suerte por una adivinadora llamada Cassandra. La lista seguía con los relatos de las cartas que Emily absorbía, casi, desde que tuvo edad suficiente para leer. Era increíble pensar que una mujer así estuviese allí y se quedara, y durmiese en la misma cama que Emily donde podrían charlar en la oscuridad, después de apagar las lámparas. Ya la casa parecía transformada con su presencia. Con ella llegó la alegría, una atmósfera de fiesta que tanta falta hacía. También su madre estaba atrapada en el hechizo de Fannie. Por el momento, olvidó la enfermedad: se le veía en el semblante. Y papá estaba sentado con los brazos cruzados, sonriendo, aliviado al fin de una parte de sus preocupaciones. Emily ya quería a Fannie por haber brindado todo eso a la familia Walcott.

En ese mismo momento, papá se apartó del chiffonier y dijo:

– Hablando de bicicletas, convendrá que lleve la de Fannie al cobertizo y traiga también los baúles. Charles, tal vez puedas echarme una mano.

– Un minuto, señor…

Charles detuvo a Edwin poniéndole una mano en el brazo.

– ¿Señor? -Las cejas de Edwin se alzaron, en sorpresa, y su boca dibujó una mueca divertida-. Charles, ¿desde cuándo me llamas señor?

– Hoy me parece apropiado. Pensé que, mientras estemos todos juntos, como la señora Walcott se siente tan bien y Fannie acaba de llegar, y hay un ambiente festivo, bien podría sumarme. -Tomó la mano de Emily y la acercó a él-. Quiero anunciarles que le he pedido a Emily que sea mi esposa y ha aceptado… por fin.

La muchacha se sintió invadida por una multitud de sensaciones: una abrumadora sensación de fatalidad, ahora que el anuncio estaba hecho, opuesta a la dicha de ver la expresión complacida en el rostro de sus padres y diversión ante la reacción de Frankie.

– ¡Hurra! Ya era hora.

Todos rieron e intercambiaron abrazos. Josephine le secó una lágrima y papá palmeó a Charles en el brazo, le estrechó la mano con vigor y le dio una fuerte palmada en la espalda. Fannie besó a Charles en la mejilla y, en medio de todo, alguien golpeó la puerta, abajo.

– Emily. -Era Tarsy, que se esforzaba por hacerse oír por encima del feliz barullo-. ¿Puedo entrar?

Emily se asomó por la escalera y gritó:

– ¡Pasa, Tarsy, estamos aquí arriba!

Tarsy apareció abajo, excitada como de costumbre.

– ¿Está ella aquí?

– Sí.

– ¡Estaba impaciente por conocerla! -Comenzó a subir la escalera-. Todas esas maletas que están afuera, ¿son suyas?

– Todas. Y es tal como en las cartas.

Otra devota cayó en las redes de Fannie en cuanto se hicieron las presentaciones.

– Pero, claro -dijo Fannie-, la amiga de Emily, la hija del barbero, la muchacha con el cabello más lindo del pueblo. Ya me dijeron que vería muchas como tú por aquí. -Rozó los rizos rubios de Tarsy y le dio la atención adecuada, hasta que volvió a concentrarse en el anuncio reciente-. Pero no te has enterado de las novedades de Emily y Charles, ¿no es así?

– ¿Qué?

Tarsy se volvió hacia la amiga con expresión receptiva.

– Charles me ha pedido en matrimonio y lo he aceptado.

Tarsy reaccionó como lo hacía ante cualquier motivo de excitación: de manera frívola. Se arrojó sobre Emily con fuerza suficiente para quebrarle los huesos y estalló en exclamaciones, en "¡Oh!" y en torrentes de felicitaciones; después, arremetió contra Charles besándolo en la mejilla, exclamando que sabía que sería muuuy feliz y que ella estaba verde de envidia (cosa que no era cierta, y Emily lo sabía); y por fin, con divertida brusquedad, volvió su atención a Fannie.

– Háblame del viaje en diligencia.

Fannie le contó y Tarsy se quedó a cenar, lo cual se transformó en un picnic sobre la cama de Josephine, ante la insistencia de la propia Fannie. Declaró que no se debía dejar arriba a Joey en medio de la celebración, mientras todos los demás se quedaban abajo. Llevarían el festejo hacia ella.

Por lo tanto, papá, Fannie y Frankie se sentaron en la cama, Emily, Charles y Tarsy en el catre de papá y apoyaron los platos sobre las rodillas. Cenaron crema de guisantes sobre los ligeros bizcochos de Fannie y la pesca de Frankie frita, que tenía la consistencia de una suela. Fannie, risueña, se negó a disculparse por ello:

– Los bizcochos son la perfección misma. Lo demás, irá mejorando con el tiempo.

Después, Emily anunció que sacarían pajas para decidir quién ayudaría a lavar la vajilla. Como Frankie perdió e hizo una mueca de disgusto, Fannie le regañó:

– Te conviene acostumbrarte, muchacho, porque pienso hacerlo todas las noches y tienes que esperar sacarte la paja más corta de vez en cuando. Y ahora, salgamos; así vuestros padres tienen un poco de tiempo para estar solos.

Charles dijo que al día siguiente tenía que levantarse temprano, les dio las buenas noches y dio un beso breve a Emily en la boca cuando lo acompañó hasta el porche. Pero ella estaba demasiado impaciente para quedarse mucho tiempo con Charles: Fannie estaba en la cocina y era con ella con quien quería estar.

Las chicas salvaron a Frankie al asegurar que ellas lavarían la vajilla, pues Tarsy no estaba dispuesta a volver a la casa y apartarse de la presencia mágica de Fannie. Aunque esta tenía las mejores intenciones de compartir la tarea de limpieza, de algún modo nunca se mojaba las manos. Las tenía ocupadas haciendo gestos para ilustrar los relatos hechiceros de cuando asistió al Teatro del Vaudeville de Tony's Pastor, donde las bailarinas cantaban, haciendo girar las sombrillas: "Un día, paseando por el parque". La cantó en voz clara e hizo una demostración de la danza alrededor de la mesa de la cocina, haciende girar el atizador de la cocina como si fuese una sombrilla y llenando las mentes de las muchachas de vividas imágenes.