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Se sintió feliz como nunca en la vida. Estaba viviendo en la casa de Edwin, compartiendo su vida, trabando relación con sus hijos, familiarizándose con sus caballos. Cocinaba su comida y le servía el café de la mañana; enrollaba la servilleta con que se había limpiado los labios, lavaba y planchaba la ropa que había rozado su piel. Si existía la menor posibilidad de que Emily pensara hacer eso para un hombre de apellido Bliss, cuando tendría que hacerlo para Jeffcoat, Fannie se ocuparía de descubrirlo antes de que fuese demasiado tarde.

Frenó ante el establo, se quedó a horcajadas en la bicicleta, se hizo sombra sobre los ojos y escudriñó a la figura que, allá en la altura, clavaba clavos.

– ¿Señor Jeffcoat?

El martilleo cesó y el hombre miró sobre su hombro.

– ¡Bueno… buenos días!

Le gustó cómo lo dijo, dándose media vuelta y dando un papirotazo a la gorra que la echó para atrás. El tejado era empinado; tenía una cuerda amarrada a la cintura, anudada a una polea del lado contrario. Se equilibró, acuclillado, con la bota enganchada en un travesaño provisorio que había clavado en la pronunciada pendiente que tenía debajo.

– ¡Soy Fannie Cooper!

– Lo imaginaba. Espere un minuto.

Bajó del techo como un escalador de montañas, pataleando en el aire, cayendo con enviones que quitaban el aliento, deslizándose por la cuerda hasta que llegó a la escalera apoyada contra la construcción. Bajó la escalera con agilidad, bajo la observación de la mujer que admiraba la gracia y las formas del hombre y su manera extravagante de vestir: pantalones demasiado ajustados, tirantes rojos y la camisa despojada de las mangas. Antes de que hubiese llegado hasta ella, se quitó un guante y le ofreció la mano.

– Hola, Fannie. Soy Tom Jeffcoat.

– Lo sé.

– Usted es la prima de Emily Walcott.

– En cierto modo. Prima segunda, para ser exactos. Y usted es el competidor de Edwin.

El joven sonrió:

– No era mi intención.

Le gustó la respuesta. Le gustó el hoyuelo. La persona. Fannie no era la típica mujer victoriana, que fingía indiferencia hacia los hombres. Cuando conocía a uno que merecía su aprobación, se sentía justificada en expresar esa aprobación de cualquier manera que le sugiriese la fantasía. A veces, coqueteando, otras elogiando, a menudo eludiendo con habilidad una respuesta directa.

– Sin embargo, parece usted un pájaro madrugador… ¿buscando la lombriz, quizá?

Rió otra vez con actitud muy masculina, echándose atrás desde la cintura y liberando su risa hacia el cielo matinal.

– ¿No debería estar usted preparando dulces y exprimiendo jugos de fruta para esta noche?

– No ofreceré dulces, sino pequeños emparedados. Para una fiesta de compromiso no es apropiado servir ponche de frutas, de modo que no se ponga descarado conmigo, señor Jeffcoat.

– No fue mi intención ponerme descarado. -Colocándose otra vez el guante, hizo una reverencia juguetona-. Discúlpeme.

Fannie lo examinó. Observó el gran tejado a medio cubrir.

– El edificio está progresando bien. Ha encargado ladrillos para el suelo.

– Sí.

– Y veinticuatro ventanas.

– Dios mío, cómo vuelan las noticias.

– Frankie se encarga de eso.

– Ah, Frankie, me gusta ese chico.

– Su establo será algo grandioso. Emily está celosa.

El semblante no reveló los sentimientos del dueño. Poseía una sonrisa fácil, que no se alteró en lo más mínimo al comentar:

– A Emily le gustaría que yo estuviese en un velero, con el mástil principal roto, doblando el Cabo de Hornos. Trato de no irritarla.

– He oído decir que también ha traído una plataforma giratoria para los carros.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Una curiosidad, nada más. Un capricho. De niño, me gustaban los trenes y, en especial, las plataformas giratorias. Una vez, un maquinista me dejó dar una vuelta en una de ellas y, desde entonces, quise tener una.

– ¿Eso quiere decir que es impetuoso, señor Jeffcoat?

– No sé. Nunca he pensado en ello. Usted, ¿es impetuosa, señorita Cooper?

– Con toda seguridad.

– Lo imaginé al ver la bicicleta y los… -Se echó atrás para observarle las piernas-. ¿Cómo se llaman?

– Bombachos. ¿Le gustan? ¡No responda! De cualquier modo, son cómodos y hay mujeres que usan lo que les resulta cómodo, les agrade o no a los hombres.

– Me he dado cuenta de eso desde que estoy en Sheridan.

Fannie le dirigió una sonrisa fugaz, y luego, con su característica volubilidad, cambió de tema:

– ¿Baila usted, señor Jeffcoat?

– Lo menos posible.

Fannie rió y le aconsejó:

– Bueno, prepárese. Esta noche habrá baile, entre otras diversiones. Estamos contentos de que asista. Bueno, debo volver a preparar el desayuno. Observe mi técnica para poner en marcha este artefacto y no lo tome a la ligera. Arrancar y frenar son las partes más difíciles. Me llevó tres semanas aprender a arrancar sin caerme de boca y estoy bastante orgullosa. -Dio empuje a la bicicleta y se montó con perfecto equilibrio-. Me alegro de conocerlo, señor Jeffcoat.

– Y yo a usted, señorita Cooper.

– ¡Entonces, llámeme Fannie!

– ¡Y usted a mí, Tom!

Sonrió mientras la veía pedalear por la calle.

Aunque era un día turbulento, Fannie tenía todo bajo control. Le comentó a Josephine lo atestado de la sala y le sugirió que corriesen el piano hacia la pared, para despejar parte del amontonamiento de modo que los jóvenes tuviesen espacio para bailar. Josephine aceptó. Hubiese aceptado cualquier cosa, pues estaba más feliz de lo que había estado durante meses: a ella también la pusieron a trabajar y sentirse útil otra vez la vivificaba. Sentada al sol, en la galería de arriba, lustraba la platería.

Abajo, volaba el polvo. Tarsy había ido a ayudar, según lo prometido. Preparaba el relleno de los emparedados, mientras Frankie fregaba los peldaños de la escalera, llevaba los helechos al patio y azotaba las alfombras. Emily envolvía y guardaba los adornos, y Fannie encontró sitios para ocultar las pesadas fundas de los muebles, las tallas, chucherías turcas, plumas de pavo real y bustos de yeso. Lavaron las ventanas y las lámparas de las chimeneas, y corrieron el piano hacia la pared, que era donde debía estar. Limpiaron los suelos, los dejaron desnudos y relegaron los incómodos muebles al porche, dejando sólo en la sala suficientes sillas y mesas para darle gracia y equilibrio. Según Fannie, un exceso de sillas impulsaba a los invitados a quedarse sobre sus traseros en lugar de bailar y divertirse. ¡Cuántas menos sillas, mejor!

Frankie limpió las teclas del piano, Tarsy sacó el cuenco del ponche, Emily colgó las cortinas de encaje limpias (y dejó guardadas las pesadas colgaduras de borlas) y Fannie eligió unos pocos objetos para adornar la habitación.

Cuando terminaron, los cuatro contemplaron cómo había quedado, limpio y brillante, y Fannie dio una palmada y declaró:

– Esto merece una celebración. ¡Una celebración musical!

De repente, se sentó en el taburete del piano, giró de cara a las teclas e interpretó una versión animada de "La mosca de cola azul".

Las notas subieron a la planta alta, atravesaron el dormitorio principal y llegaron hasta la galería donde Josie sonrió, interrumpiendo la tarea. Apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y cerró los ojos, tamborileando sin darse cuenta una cuchara contra la rodilla, al ritmo de la música.

Cuando abrió los ojos, Edwin volvía a la casa por la calle, allá abajo. Estaban entre el almuerzo y la cena, y sintió una oleada de alegría al verlo llegar a esa hora insólita. Lo saludó con la mano, él le devolvió el saludo y le sonrió. Lo vio cruzar el patio, desaparecer en el porche de abajo mientras la música continuaba y, con ella, la voz de Fannie:

"… el diablo atrapó a la mosca de cola azul. Jimmy muele maíz y a mí no me importa…"