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Abajo, Edwin entró en la sala y la encontró transformada. El sol entraba a raudales por las blancas cortinas de encaje, haciendo brillar el suelo lustrado que tenía el color del té fuerte. Había menos muebles y los que quedaban estaban sin sus cubiertas, y sólo los adornaban unas pocas figurillas y adornos, y un solo helecho junto a la ventana arqueada. El piano, con la parte trasera contra la pared y la tapa despojada de todo, salvo una lámpara de aceite y los retratos de la familia, estaba sonando mientras Tarsy palmoteaba y los chicos bailaban, risueños, una desordenada polka.

Fannie estaba al piano, aporreando las teclas de marfil y cantando a gritos. Tenía la cabeza cubierta con una toalla blanca anudada en la coronilla y de ella escapaban mechones finos de rizos rojizo claros. Tenía la falda y el delantal subidos hasta las rodillas y mostraba los zapatos negros de tacones que golpeaban los pedales con fuerza suficiente para que se sacudiera la lámpara. Vio entrar a Edwin por el reflejo en la madera pulida del frente del piano y le echó una mirada sobre el hombro, sin dejar de cantar y tocar con bríos.

"Ese caballo corrió, saltó, lanzó, arrojó a mi amo a la zanja…"

Al llegar al estribillo, los, chicos se sumaron y Edwin rió.

– ¡Canta, Edwin! -ordenó Fannie, deteniéndose sólo un segundo para luego lanzarse de nuevo a la canción.

Sumó su inexperta voz de tenor y los cinco hicieron el alboroto suficiente para hacer caer el hollín de la chimenea de la cocina. Mientras bailaban, Emily pisó a Frankie. Rieron, recuperaron el equilibrio y continuaron bailoteando por el cuarto con tanta gracia como un par de leñadores.

Al llegar al estribillo final, Fannie alzó la cara hacia el techo y vociferó:

– ¿Estás cantando, Joey?

En ese instante, Edwin sintió una renovada ola de amor hacia Fannie.

Subió los escalones de en dos, antes de que terminase el estribillo y, en efecto, encontró a Josie cantando quedamente para sí en la galería, al sol, con una sonrisa en la cara.

Al sentirlo detrás, se interrumpió y le sonrió, mirando sobre el hombro.

– Edwin, llegas temprano.

– Dejé una nota en la puerta del establo. Pensé que necesitarían mi ayuda aquí, pero me parece que no. -Salió a la galería y se apoyó en una rodilla, junto a la silla, apretándole la mano que seguía sujetando el paño de lustrar y la cuchara-. Oh, Josie, es maravilloso oírte cantar.

– Me siento mucho mejor, Edwin. -La sonrisa confirmaba sus palabras-. Creo que esta noche podré ir abajo… al menos por un rato, y recibir a los invitados de Emily.

– Eso es magnífico, Josie… -Le apretó la mano ostra vez-. Magnífico.

Mirándola a los ojos, recordó la fiesta de compromiso de ellos dos. Lo desesperado que estaba y cómo lo había ocultado. Pero, a fin de cuentas, la vida juntos no había sido tan mala. Pasaron veinte años de buena salud hasta que su esposa enfermó y de esos años tenían dos hermosos hijos, una casa preciosa y un profundo respeto mutuo. Y si la relación no fue todo lo íntima o demostrativa que hubiese querido, tal vez en parte era culpa del propio Edwin. Tendría que haberla admirado más, elogiado más, cortejado, acariciado más. Como nunca lo había hecho, lo hacía ahora.

– Aquí, sentada al sol, estás adorable. -Le quitó la cuchara de la mano y unió su palma a la de ella, enlazando los dedos-. Me alegro de haber llegado temprano a casa.

Josie se ruborizó y bajó la vista. Pero la alzó sorprendida cuando el esposo giró la cabeza y le besó la palma. Con la mano libre, le acarició tiernamente la mejilla barbuda.

– Edwin querido -dijo, cariñosamente.

Abajo, la música cesó y las voces risueñas se trasladaron a la cocina. Por un rato, Edwin y Josephine fueron más felices de lo que lo habían sido durante años.

Capítulo 6

Faltaban dos horas para que empezaran a llegar los invitados y la casa estaba en perfecto orden. Los canapés estaban cortados, los pasteles con su cubierta azucarada y el ponche de coñac preparado. Tarsy había ido a la casa a cambiarse; Josephine, con el pelo recién lavado, descansaba; en la cocina, Edwin peinaba a Frankie y le daba instrucciones estrictas de que no permitiera a Earl comer más de dos emparedados y que después se fueran a la casa de Earl, donde pasarían la noche.

Arriba, en el dormitorio oeste, Fannie se divertía como nunca desordenando, sacando vestidos de los baúles y formando como un arcoíris sobre la cama y la mecedora de Emily.

– ¿El verde? -Apoyó la prenda de seda contra el cuerpo de la muchacha. Era claro como espuma de mar y adornado con pequeñas cuentas. Emily no alcanzó más que a echarle un vistazo cuando ya había desaparecido-. No, no, este color no te favorece.

Lo arrojó sobre un montón y la mirada de la chica lo siguió con nostalgia.

A continuación, sacó uno que era una explosión de amarillo:

– Ah…, azafrán. El azafrán destacará tu cabello.

Acercó el vestido al cuerpo de Emily, lo sostuvo a la altura de los hombros y la hizo girar de cara al espejo.

A Emily le resultó más tentador que el verde.

– Oh, es hermoso.

– Sí, está bien… pero… -Apoyó un dedo al lado de la boca y la observó, pensativa-. No, creo que no. Esta noche, al menos. Lo dejaremos para otra ocasión. -Allá fue volando el favorecedor vestido amarillo y Emily lo vio caer sobre la cama y deslizarse al suelo como un charco de tela-. Esta noche tiene que ser el atuendo perfecto… -Fannie se golpeteó los labios, contempló el lío que había sobre la cama y, de repente, giró hacia el armario-. ¡Ya sé!

Se puso de rodillas, sacó otro baúl y rebuscó dentro como un perro que desentierra un hueso.

– ¡El rosado! -Levantó en alto una prenda de un color tan genuino como el de las rosas salvajes-. Es el color perfecto para ti. -Se puso de pie, lo apoyó contra las rodillas y luego puso ante Emily la susurrante creación-. ¡Cómo le queda el rosa a esta muchacha! No sé por qué me compré este vestido, que me da el aspecto de una peca gigante. Pero tú, con el cabello negro y el cutis moreno…

Incluso así, arrugado, el vestido era impresionante, con escote bordado de rosas té, maravillosas mangas abullonadas hasta el codo y un adorno similar en la espalda. Al agitarlo, lanzaba un susurro sibilante que parecía hablar de veladas allá, en el Este, donde era costumbre que las damas usaran semejantes vestidos. Era más bello que cualquiera que Emily hubiese tenido jamás, pero al mirarse en el espejo tuvo que admitir:

– Me sentiría demasiado vistosa con algo tan llamativo.

– ¡No seas tonta! -le replicó su prima.

– Nunca tuve uno tan hermoso. Además, mi madre dice que una dama debe vestirse con colores apagados.

– Y yo siempre le dije: "Joey, te haces vieja antes de tiempo". Deja que tu madre use todos los colores apagados que quiera, pero esta es tu fiesta. Puedes ponerte lo que desees. ¿Y ahora, qué me dices?

Emily contempló la creación del color de las fresas, trató de imaginarse llevándola abajo, en la sala, cuando llegaran los invitados. No le costaba imaginar a Tarsy usando un vestido así, con sus rizos rubios, un mohín en la boca, el rostro bonito y la figura indiscutiblemente voluptuosa. ¿Pero ella? Claro que tenía cabello negro, pero no se lo rizaba desde que tuvo edad suficiente para negarse a dormir con rizadores. ¿Y el rostro? Era demasiado largo, moreno, las cejas muy rectas y tan poco atractivas como la marca de un tacón en el suelo. Suponía que los ojos y la nariz eran aceptables, pero la boca era común y los dientes se le superponían en la parte de arriba, cosa que siempre la avergonzó al sonreír. No, la cara y el cuerpo de Emily iban mejor con pantalones y tirantes que con vestidos rosados de mangas abullonadas.

– Creo que es demasiado femenino para mí.

Fannie miró a Emily por el espejo.

– Querías hacer que el señor Jeffcoat se tragase sus palabras, ¿no es así?