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– Les diré a los que no lo saben que sus padres son nuestros queridos amigos de Philadelphia, amigos a los que aún echamos de menos y que desearíamos que esta noche estuviesen con nosotros. -Se aclaró la voz y prosiguió-: Bueno, durante años, Charles y Emily entraron y salieron de nuestro hogar, juntos. Creo que le dimos de comer tantas veces como a nuestros propios hijos. Me parece recordar la época en que me llegaban a la cintura, más o menos, y ella le robó la rana mascota y la dejó en una caja de grillos hasta que quedó chata y dura como un dólar de plata. Si la memoria no me falla, Charles le dejó un ojo negro de un golpe.

Después de otra oleada de risas, prosiguió:

– Pero lo resolvieron y, aunque cueste creerlo, Charles vino a verme cuando me llegaba al mentón y me anunció, muy serio… -Hizo una pausa, como si examinara el contenido de la copa-. "Señor Walcott. -Levantó el rostro como un orador-. Quiero casarme con Emily cuando tengamos edad suficiente." Recuerdo que hice un gran esfuerzo para no reír. -Se volvió hacia Charles con un tinte sonrosado en las mejillas-. Por Dios, Charles, ¿te das cuenta de que tu voz no se había definido, aún, entre bajo y soprano?

Tras otra serie de carcajadas, Edwin se puso serio.

– Bueno, en aquel entonces me pareció una buena noticia y ahora también. A veces, me resulta difícil creer que nuestra pequeña haya crecido. Pero, mi adorada Emily… -Le oprimió los hombros y contempló el rostro de su hija con expresión de adoración-. Dentro de un año, cuando hagamos un brindis por los novios, sabes que tendrás las bendiciones de tu madre y las mías. Ya consideramos a Charles como a nuestro hijo. -Alzó la copa, instando a los invitados a hacer lo mismo-: Por Charles y Emily y la futura felicidad de los dos.

– ¡Bravo, bravo!

– ¡Por Charles y Emily!

Las exclamaciones resonaron en la habitación. Edwin besó a Emily en la sien derecha y Charles en la izquierda. Josephine se estiró desde la silla y le tomó la mano. Cuando se inclinó para besar a su madre en la mejilla, Emily se sintió mísera por haber estado toda la noche tan enfurruñada y se prometió que compartiría el espíritu de la fiesta en lo que quedaba de la velada. Cuando se enderezó, vio a Tom Jeffcoat observándola. Vio que alzaba la copa en saludo silencioso y la vaciaba, mirándola sobre el borde.

Sintió como si le acercaran un fósforo al coñac que tenía en el estómago. Confusa, volvió su atención a Charles.

– Tengo calor, Charles. ¿Podemos salir unos minutos?

Pero, cuando salieron al porche, descubrió que su novio había bebido tanto coñac como para ponerse amoroso. La arrinconó, la aplastó contra la pared y quitó todo resto del esfuerzo de Fannie de los labios de Emily, y después trató de hacer lo mismo con la harina del pecho, pero le sujetó la mano y le ordenó:

– No, Charles, podría salir alguien.

El novio le tomó las manos, las besó con insistencia, con pasión, hasta hacerle comprender que había cometido un error al proponerle salir, así vestida, y después de que Charles estuviera bebiendo. Por último, tuvo que decirle con severidad:

– ¡Charles, he dicho que no!

Por un momento, la miró irritado, frustrado, como si quisiera sacudirla o arrastrarla fuera del porche, de las luces de la ventana, y oficializar el compromiso con algo más que un beso recatado. Vio que intentaba recuperar la compostura hasta que, al fin, retrocedió y exhaló una bocanada temblorosa de aire:

– Tienes razón. Entra, que yo te seguiré en un minuto.

Cuando volvió a entrar en la sala, tenía las mejillas encendidas y había perdido las flores del peinado. Su padre llevaba arriba a su madre, Fannie tocaba el piano y Tom Jeffcoat miraba fijamente la puerta, absorto.

Las miradas de ambos se encontraron y sintió un nuevo ramalazo de atracción hacia él, tuvo la sensación de que podía adivinar todo lo que había pasado en el porche. ¿Tendría los labios hinchados? ¿Se notarían las marcas de las manos de Charles? ¿Tendría un aspecto similar a cómo se sentía, los labios despintados y desenharinada?

Bueno, a Tom Jeffcoat no le importaba lo que hacía con su novio. Levantó la barbilla y se volvió.

Aunque lo evitó el resto de la velada, supo dónde estaba en cada momento, con quién hablaba, cuántas veces reía con Tarsy y cuántas veces con Charles. También, sabía con exactitud cuántas veces observó a la novia de Charles, con su vestido rosa prestado, cuando suponía que la muchacha no lo advertía.

Poco después de medianoche, Fannie se sentó al piano y tocó los melifluos acordes de "Danubio Azul", de Strauss, convocando a todos a bailar. Los casados lo hicieron, pero los jóvenes se abstuvieron, los varones aduciendo que no sabían y las mujeres deseando que aprendiesen. Fannie se levantó de un salto y les regañó:

– Tonterías. Cualquiera puede bailar. ¡Daremos una lección!

Les hizo formar un círculo, mezclando los bailarines experimentados con los novatos y les enseñó los pasos del vals, mientras canturreaba: ¡Da da da da dum… Dum-dum! ¡Dum-dum! Guió los pies de ese anillo de gente primero adelante, luego atrás, izquierda, derecha, hizo que todos canturrearan la conocida melodía del vals vienés. ¡Da da da da dum… Dum-dum! ¡Dum-dum! Y mientras cantaban y bailaban, eligió a un compañero y lo llevó al centro: Patrick Haberkorn, que se ruborizó y se movió con torpeza, pero accedió con buena voluntad.

– Siga cantando -le dijo a Patrick al oído-, y olvídese de sus pies, salvo para fingir que guían a los míos en lugar de seguirlos.

Cuando Patrick empezó a moverse con razonable fluidez, lo puso a bailar con Tilda Awk y realizó el cambio de compañeros. Tomó a los jóvenes, uno tras otro, y les demostró lo divertida que podía ser la danza. Una vez que hubo enseñado a Tom Jeffcoat, lo entregó a Tarsy Fields. Hizo lo mismo con Charles y lo puso ante Emily. Y cuando estaban todos en pareja y sólo quedaba Edwin, le abrió los brazos convirtiéndolo en su compañero, disimulando que el corazón se le expandía al estar, por fin, en sus brazos, y que su risa sólo era una máscara del intenso amor que sentía. Edwin la contentó, haciéndola girar por la sala mientras cantaban a dúo: ¡Da da da da dum… dum-dum!

Bailaron menos de un minuto, hasta que Fannie, aunque a desgana, lo dejó, se sentó al piano y exclamó:

– ¡Cambiar de pareja!

A esto siguió un arrastrar de pies y una confusión y, cuando se aclaró, Emily se encontró en brazos de su padre. Sonriente y con paso elegante, la guiaba.

– ¿Estás divirtiéndote, preciosa?

– Sí, papá. ¿Y tú?

– Como nunca.

– Ignoraba que supieras bailar.

– No bailaba hace muchos años. A tu madre nunca le interesó.

– ¿No crees que estaremos impidiéndole dormir?

– Por supuesto. Pero me dijo que le agradaría escuchar.

– Creo que lo ha pasado bien esta noche.

– Sé que es así.

– Se la veía más fuerte y hasta tenía las mejillas sonrosadas.

– Es por Fannie. Hace milagros.

– Lo sé. Me siento feliz de que esté aquí.

– Yo también.

– ¡Cambio de pareja!

– ¡Uh! -exclamó papá-. Aquí vas.

Emily giró y se encontró con Pervis Berryman, bajo y ancho como una bañera, pero ágil bailarín. La felicitó por el compromiso y afirmó que la fiesta era lo que el pueblo estaba necesitando. Dijo que era grato ver a la gente joven bailando así.

– ¡Cambio de parejas!

Pervis la entregó al padre de Tarsy, que tenía el cabello partido al medio y aplastado con pomada. Olía como su tienda de barbero: algo a jabón, a perfume, y el bigote encerado se agitaba cuando hablaba. Él también la felicitó por el compromiso, le dijo que se llevaba un hombre excelente y que Tarsy estaba tan entusiasmada con la fiesta de esa noche que le había pedido permiso para hacer una al sábado siguiente.

– ¡Cambio de parejas!