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Una vez que hubo bajado la lámpara y los resortes de la cama se acallaron, Emily fijó la vista en el techo sintiendo un nudo en la garganta.

– ¿Fannie? -murmuró al fin.

– ¿Qué? -murmuró Fannie por encima del hombro.

– Gracias por la fiesta.

– Ha sido un placer, querida. ¿La has pasado bien?

– Sí… y no.

– ¿No? -Se volvió y tocó el hombro de la muchacha-. ¿Qué pasa, Emily?

Le llevó un minuto entero reunir valor para preguntar:

– Fannie, ¿puedo preguntarte algo?

– Seguro.

– Es algo personal.

– Suele ser así, cuando las chicas susurran en la oscuridad.

– Se trata de los besos.

– Ah, los besos.

– Le preguntaría a mi madre, pero… bueno, ya la conoces.

– Sí. En tu lugar, yo tampoco le preguntaría.

– ¿Alguna vez besaste a un hombre?

Fannie rió con suavidad, se puso de espaldas y se acomodó mejor en la almohada.

– Me encanta besar a los hombres. He besado a unos cuantos.

– ¿Todos besan igual?

– Para nada. Querida, los besos son como los copos de nieve: no existen dos iguales. Hay cortos, largos, tímidos, audaces, provocativos, serios, secos y húmedos…

– Sí, los húmedos. Esos son. Son… yo… Charles… lo que digo es que…

– Son deliciosos, ¿no?

– ¿Sí? -dijo Emily, dudosa.

– ¿O sea que para ti no lo son?

– Bueno, a veces. Pero otras, siento que… bueno, como si no estuviesen permitidos. Como si estuviese haciendo algo malo.

– ¿No te pones como embriagada, impaciente?

– En una ocasión… casi. Fue el día que Charles se me declaró. Pero hace tanto tiempo que lo conozco que me parece más bien un hermano y, ¿a quién le interesa que la bese su hermano?

Se hizo silencio, mientras las dos se sumían en sus propios pensamientos.

Finalmente, Emily habló:

– Fannie.

– ¿Sí?

– ¿Alguna vez estuviste enamorada?

– Profundamente.

– ¿Cómo es?

– Duele. -Se oyó el crujido de la almohada cuando la muchacha volvió con brusquedad la cabeza para observar a la mujer. Pero antes de que pudiese hacer más preguntas, Fannie le ordenó con dulzura-: Duérmete ahora, querida, es tarde.

Capítulo 7

Al día siguiente, domingo, Tarsy estaba esperando para saltar sobre Emily a la salida de Coffeen Hall, antes todavía de que comenzara el servicio religioso. Aferró el brazo de su amiga y la apartó, casi sin saludarla.

– ¡Emily, espera que te cuente! ¡No lo creerás! Pero ahora no es el momento. ¡Dile a Charles que me acompañarás a casa y entonces te contaré todo!

Resultó que quien acompañó a Tarsy a casa fue Tom Jeffcoat, pero encontró a Emily esa tarde, en el establo.

– Em, ¿estás aquí?

– ¡Aquí arriba! -contestó Emily desde el henil.

Tarsy fue hasta el pie de la escalera y miró hacia arriba.

– ¿Qué estás haciendo ahí?

La amiga asomó la cabeza.

– Estudiando. Sube.

– Con el vestido, no puedo subir la escalera.

– Claro que puedes. Yo tengo puesto el mío. Puedes levantarlo hasta la cintura.

– Pero, Emily…

– Aquí arriba está agradable. Es uno de mis lugares preferidos, en especial los domingos, cuando no hay nadie por aquí. Ven.

Tarsy se alzó la falda y subió. La inmensa puerta en forma de flecha del granero estaba abierta y dejaba pasar un chorro de sol que iluminaba el heno. Las golondrinas entraban y salían volando, anidaban en las vigas y, más allá de la puerta abierta, se extendía una vista panorámica del pueblo, la salida sur al valle y las azules Big Horns al Suroeste. Tarsy no vio nada de eso. Se dejó caer de espaldas, se estiró y cerró los ojos.

– Oh, qué cansada estoy.

Sentada cerca, Emily vio un batallón de motas de polvo que se elevaban y sintió la fragancia del heno revuelto.

– Terminó tarde, anoche -dijo.

– Pero me divertí mucho. Gracias, Emily. -Abrió los ojos a las golondrinas y las vigas, estiró un mechón de pelo y murmuró, soñadora-: Creo que estoy enamorada.

Emily le dirigió una mirada envidiosa.

– ¿De Tom Jeffcoat?

– ¿Qué otro?

– Qué rápido.

– Él es maravilloso. -Tarsy sonrió, satisfecha, y enroscó un rizo en un dedo, hasta el cuero cabelludo-. Anoche me acompañó caminando a casa y nos sentamos a conversar en los escalones del porche, casi hasta las tres de la madrugada. ¡Me contó toda su vida… toda! -La fatiga de Tarsy se desvaneció en un parpadeo y se incorporó con los ojos brillantes-. Tiene veintiséis años y vivió en Springfield, Missouri, toda la vida, con su madre, su padre, un hermano y tres hermanas, que todavía viven allí. Su abuela le prestó el dinero para venir aquí e iniciar su negocio. Pero dice que piensa devolvérselo dentro de cinco años, y sabe que puede hacerlo pues está seguro de que este pueblo crecerá y no le teme al trabajo duro. ¡Pero escucha esto! -Se sentó con las piernas cruzadas y se inclinó adelante con expresión ávida-. Hace un año, se comprometió con una mujer llamada Julia March, pero a los nueve meses lo abandonó por un banquero rico llamado James, Jones, o algo así. ¡Imagínate! Todo ese tiempo, mientras bailaba y ponía expresión alegre en tu fiesta, estaba ocultando un corazón destrozado porque era el día de la boda de su antigua novia. Lo vi muy triste cuando me lo contaba y luego me abrazó, apoyó el mentón en mi cabeza y poco después me besó.

¿Cómo fue? La pregunta saltó en la mente de Emily antes de que pudiese impedirlo y Tarsy respondió, sin saberlo:

– Oh, Emily… -Suspiró y se tendió de espaldas en el heno, como embriagada-. Fue delicioso. Fue como deslizarse por el arco iris. Como si sobre mis labios danzaran ángeles. Fue…

– No hace más que una semana que lo conoces.

Tarsy abrió los ojos.

– ¿Y qué? Estoy enamorada. Y es mucho más maduro que Jerome. Cuando Jerome me besa, no pasa nada. Tiene los labios duros. Los de Tom son blandos. Y los abrió, y yo creí que moriría de éxtasis.

Emily se sintió irritada. Nunca había sido así con Charles. ¿Deslizarse por el arco iris? Qué absurdo. Y qué indiscreto por parte de Tarsy revelar detalles tan íntimos. Lo que hizo con Jeffcoat tendría que haber quedado en la más estricta confidencia. Escucharlo incomodó a Emily como si se hubiese ocultado a observarlos.

Desde ese día, cada vez que Emily veía a Tom Jeffcoat recordaba el embelesado relato de Tarsy, se lo imaginaba y especulaba sobre cuál habría sido la reacción de él. Si fuese por su voluntad, lo habría eludido, pero Tom pasaba varias veces al día cuando iba y venía de su propio establo. A menudo Charles estaba con él pues los dos comían casi siempre juntos en el hotel y trabajaban todos los días codo con codo en la construcción. En ocasiones, Charles pasaba por el establo de Walcott para saludar o decirle a Emily si iría a la casa por la noche y Jeffcoat se quedaba en el fondo sin interferir, aunque la muchacha siempre tenía una aguda conciencia de su presencia. Mientras ella y Charles hablaban, Tom se apoyaba contra un tablón masticando una brizna de heno, con el sombrero echado atrás y el pulgar en la cintura de los indecentes pantalones ajustados. Cuando se iban, saludaba con el sombrero y hablaba por primera vez:

– Buenos días, señorita Walcott.

A lo que Emily respondió con sequedad, sin mirarlo. No podía entender por qué la irritaba tanto, pero así era. ¡Su sola presencia en el establo de su padre le provocaba deseos de darle una patada en el trasero y hacerlo salir volando!

Evitaba ir a la construcción de Tom con sumo cuidado, aun cuando Charles trabajaba allí. A veces, de pie en la puerta del grano de su propio establo, escuchaba los martillos, veía crecer la construcción y deseaba que cayese un rayo del cielo y dejara el terreno liso.