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Satisfecha lo cerró, lo envolvió en un delantal negro de goma, lo sujetó a la montura y montó.

– Deséame suerte, papá -dijo en voz alta, mientras Edwin le pasaba las riendas de Gunpowder.

– ¡Sácalos vivos, preciosa! -le gritó, cuando espoleó los flancos de Sage y salió al trote por la puerta doble.

Medio minuto después, tiraba de las riendas ante la gran puerta norte del establo de Jeffcoat, llevando a la reata al otro animal.

– ¿Jeffcoat? -gritó. Dentro, cesaron los golpes rítmicos de un par de martillos-. Jeffcoat, ¿está ahí?

Escudriñó en las profundidades del edificio, al que se acercaba por primera vez. Era más grande que el de su padre y prometía ser mucho más aprovechable, con suelo de ladrillo, escalones verdaderos para el altillo en lugar de una escalera de albañil, medias puertas en los pesebres y el cabrestante para la plataforma ya colocado. Las ventanas estaban instaladas, la puerta corrediza colgada y en ese momento abierta para dejar pasar la luz en los dos extremos del cobertizo. Los pesebres de la izquierda estaban casi terminados y desde uno emergió Jeffcoat. Hasta por el contorno Emily supo que era él y no Charles, por el contorno del sombrero de vaquero y el largo de las piernas.

– ¿Es usted, marimacho?

– Soy yo. ¿Quiere ir a ver caballos para comprar o no?

– ¡Eh, Charles! -Tom dejó caer el martillo-. ¿Podrás trabajar sin mí un par de horas? Aquí hay alguien que dice que me llevará a comprar caballos.

Apareció Charles detrás de Tom y juntos recorrieron el largo del cobertizo.

– Emily, qué sorpresa. -Se detuvo junto a Sagebrush, se quitó los guantes de trabajo y le sonrió a su novia-. ¿Por qué no entras a ver la construcción? Realmente, va tomando forma.

– Lo siento, pero no tengo tiempo. Voy a la granja de August Jagush a ver a una cerda preñada que tiene dificultades para parir.

– ¿Llevarás a Tom allá? -preguntó, sorprendido.

– No, a Lucky L cuando termine… está cerca y supongo que Cal Liberty lo tratará bien. Jeffcoat, si va a venir, dése prisa.

– ¿Estás seguro de que no te molesta, Charles? -se detuvo a preguntar Jeffcoat.

– En absoluto. Ve con ella.

Mientras Tom tomaba las riendas que le pasaba Emily y montaba, Charles le apretó la pantorrilla a su novia y dijo en voz queda:

– Gracias, Emily. Tom estaba preocupado por la compra de esos caballos.

– Nos veremos esta noche -respondió, espoleando a Sagebrush.

Habría hecho falta alargar los estribos para Tom, pero Emily salió al trote del animal y lo dejó torcido de lado en la montura.

– Eh, espere un minuto.

– ¡Puede alcanzarme! -le gritó, sin aminorar el paso.

Mientras Charles lo ayudaba a ajustar las correas de los estribos, Tom echó una mirada a la novia de su amigo y preguntó:

– ¿Siempre es así de temperamental?

– Ya se acostumbrará a ti. Dale tiempo.

– Tiene el temperamento de un búfalo herido. Diablos, no sé siquiera el nombre del caballo.

– Gunpowder, Pólvora.

– Gunpowder, ¿eh? -Y le dijo al caballo-: Bueno, será mejor que tengas un poco, pues tendremos que esforzarnos para alcanzarla. -Una vez ajustados los estribos, dijo-: Gracias, Charles. Nos veremos cuando vuelva, si queda tiempo. Si no, en casa de Tarsy.

Salió al medio galope, mirando ceñudo al jinete que lo precedía. La muchacha cabalgaba mejor de lo que la mayoría de las mujeres caminaban, con un bamboleo y un equilibrio naturales, la espalda erguida, las riendas en una mano, la otra apoyada sobre el muslo. Otra vez usaba la gorra del hermano pero estaba tan bien sentada en la montura que ni se movía. A medida que se acercaba, por el flanco, advirtió lo ajustado de los pantalones sobre el muslo, la vista fija en el horizonte, los labios apretados. Ese día estaba totalmente carente de calidez, sólo manifestaba valor y decisión. Aun así, lo fascinaba.

– ¡Eh, aminore un poco! De lo contrario, ese caballo se cubrirá de espuma.

– Puede soportarlo. ¿Y usted?

– Está bien, hermana, son esos caballos.

Cabalgaron en silencio casi una hora y media. Tom la dejó marcar el paso, disminuyendo la marcha casi al paso cuando disminuía, galopando cuando galopaba. Sólo habló una vez, cuando iban a tomar el sendero hacia su destino.

– Esta tierra no es apta para criar cerdos, pero Jagush es polaco y los polacos comen carne de cerdo. Habría hecho mejor en traer corderos cuando se estableció.

Una mujer baja y rolliza con un pañolón babushka en la cabeza salió de un cobertizo en el momento en que llegaron. Tenía el rostro redondo como una calabaza, contraído de preocupación.

– ¡Está aquí! -exclamó la señora Jagush, señalando el basto cobertizo de troncos-. Apresúrese.

Al desmontar, Emily le dijo a Jeffcoat:

– Si quiere, puede esperar aquí. El olor será mucho más agradable.

– Quizá necesite ayuda.

– Como quiera. Sólo le pido que no se me pegue.

Se volvió de lado en la montura, se deslizó al suelo, aterrizó con agilidad y dejó que Tom amarrase ambos caballos al poste de una cerca mientras ella tomaba el envoltorio de atrás de la montura. Fueron juntos hasta el cobertizo donde se encontraron con la señora Jagush, con el rostro marcado por muchas horas de ansiedad.

– Grracias por venirr. Mi Tina no está muy bien.

No, Tina no estaba muy bien. La marrana yacía de costado, sacudida por violentos temblores de fiebre. Al parecer, al percibir que se acercaba la hora, había juntado paja para formar un nido. Pero había estado ahí, tendida, removiéndose, la mayor parte del día, en algún momento rompió la bolsa de aguas, le empapó la cama y ahora estaba aplastada. Emily se puso el delantal de goma y, sin prestar atención al estado del corral, se arrodilló y tocó la barriga de la cerda que estaba de un rojo intenso en lugar del acostumbrado color rosado. También tenía las orejas escarlata, indicio seguro de dificultades.

– No te sientes muy bien, ¿eh, Tina? -Le habló en voz muy queda, y luego informó a la señora Jagush-: Necesito lavarme las manos. Y su esposo me dijo que tenía cerveza en la casa. ¿Podría traerme un cuarto?

– Ja.

– Y tocino. Me bastará con media taza.

Cuando la señora Jagush salió, Jeffcoat se extrañó:

– ¿Cerveza?

– No es para mí, sino para Tina. A los cerdos les encanta la cerveza y los calma. Alcánceme esa horquilla, para poder levantarla.

Jeffcoat le obedeció, y miró cómo deslizaba las púas debajo de la marrana y la balanceaba con suavidad hacia el suelo. Molesta pero indemne, la marrana se puso de pie.

– Los cerdos son muy flexibles. Se levantan y se echan con naturalidad, incluso durante el parto, de modo que no le hará ningún daño empujarla un poco. Buena chica -la elogió, frotando el lomo del animal cuando estuvo levantada.

Tom observó que le hablaba a la marrana con más calidez de la que brindaba a la mayoría de las personas. Sin embargo, la preocupación por el animal le aflojó la lengua y le explicó:

– Las cerdas dan a luz de los dos costados, ¿sabía eso? Primero se tienden y paren la mitad de la cría de un lado, luego se levantan y los limpian antes de echarse otra vez del otro lado y hacer lo mismo. Nadie sabe por qué.

La señora Jagush había regresado con lo pedido: una palangana blanca, tocino y la cerveza en una lata abollada. Cuando la colocó delante de Tina, esta reaccionó como una verdadera puerca, bebió a lengüetazos hasta dejarla seca y se echó de costado con un gruñido.

Emily se lavó las manos, primero con jabón común y agua, después con una solución de ácido fénico, y cuando se las secó, prosiguió desinfectando la grasa y lubricándose la mano derecha.

Jeffcoat la observaba con creciente admiración. Había pasado toda la vida cerca de los animales y oyó multitud de historias relacionadas con negligencias y sabía que morían más animales por infecciones provocadas por las manos no suficientemente desinfectadas que de las complicaciones naturales del nacimiento.