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Cuando tuvieron los caballos ante ellos, Tom preguntó en voz alta y clara:

– ¿Qué opina, Emily?

Ignoraron a Liberty, que se apoyaba en una cerca. Tom observó cómo Emily separaba a una yegua de dos años, conquistaba su confianza y realizaba una inspección minuciosa. Tom se mantuvo aparte, impresionado, viendo cómo revisaba media docena de animales sin olvidar ningún detalle. Se fijaba si la piel era suave y flexible, el pelo aplastado y sedoso, los ojos brillantes, la postura alerta. Les revisó las membranas de la nariz para cerciorase de que fuesen de un rosado salmón claro, palpó cada protuberancia en busca de posibles inflamaciones, cada tendón descartando hinchazones, retrajo los labios para inspeccionar molares y colmillos, levantó patas para examinar las paredes de los cascos y hasta les tomó el pulso bajo las mandíbulas.

Mientras revisaba a un alazán de aspecto saludable, Tom se acercó y le preguntó en voz baja:

– ¿Cuánto tendría que ser?

– Entre treinta y seis y cuarenta. Está ahí.

Cuando uno de los animales levantó la cola y soltó unas pepitas amarillentas, en vez de saltar hacia atrás como haría la mayoría de las mujeres, Emily removió el estiércol con la bota y comentó:

– Está bien: ni muy blando ni muy duro, justo como tiene que ser.

Cuando otro orinó, observó el proceso, imperturbable, y aprobó el color y el hecho de que no tuviese olor fuerte.

– En conjunto, son sanos -le dijo a Tom y añadió-: pero yo estaba más preocupada con la salud interna. Cualquiera que haya estado en contacto con caballos tanto tiempo como usted sabe qué hace que un animal sea sano y cuáles tienen huesos ligeros. Puede mirarlos usted y juzgar la estructura.

Se hizo a un lado y le tocó el turno de observar mientras Tom revisaba la manada, fijándose en la conformación de los animales. Observó cada movimiento y reconoció qué buscaba con cada uno: espacio entre los ojos; ojos en los que se viera poco blanco; cuellos largos y arqueados; hombros bien desarrollados; rodillas anchas, que se ahusaran de adelante atrás; tibias planas y espolones a cuarenta y cinco grados. Desechó uno por los pies en forma de campana, cosa que le ganó una mirada aprobadora de Emily, separó otro porque tenía canillas gruesas. Llevándolo de la brida, observó el movimiento de pata y pie, y lo condujo ante Emily.

– Este es una belleza.

La joven dio al enorme bayo una pasada con la mano y una ojeada, y le preguntó a Liberty, en voz fuerte:

– ¿Cómo se llama?

– Buck.

Era la primera palabra que dirigía a Emily. Esta apartó a Jeffcoat y le aconsejó, por lo bajo:

– Tiene razón, es una belleza, pero deje que el capataz lo ensille y lo cabalgue, primero. No porque sea hermoso tiene que ser dócil. Y con ese nombre… bueno, podría ser por el color, pero no tiene sentido correr riesgos. Si alguien resultara aplastado contra la cerca, o lanzado, es preferible que sea el capataz y no usted.

Jeffcoat sonrió y se inclinó ante la sagacidad de la muchacha.

Buck resultó ser un verdadero caballero. Se quedó tranquilo mientras Trout lo ensillaba y se comportó a la perfección cuando lo montó. Cuando lo hizo Jeffcoat y le ordenó ejecutar los distintos pasos, Emily lo observó otra vez, impresionada. Prudente, primero lo hizo andar al paso en vez de hacerlo galopar de inmediato, como habría hecho un novato. Lo hizo dar círculos, inclinarse, detenerse, seguir, observando las reacciones del animal al freno y al jinete desconocido.

Cuando lo puso al trote, Emily vio que dominaba las torpes sacudidas con una gracia poco común. Al trote, la mayoría de las mujeres parecían maíz al estallar, y los hombres, niños ansiosos tratando de alcanzar un frasco de dulces. Pero Jeffcoat iba erguido, en perfecto equilibrio, las manos firmes, las piernas relajadas, el cuerpo apenas inclinado hacia adelante y no volcado desde las caderas. El padre, que había enseñado a Emily a cabalgar, le comentó que pocas personas podían trotar con gracia y menos todavía con el cuerpo en la diagonal correcta.

Pero Jeffcoat lo hacía todo sin esfuerzo.

Así espoleó a Buck para lanzarlo a un medio galope, cambió las riendas para estar seguro de que el potro seguía comportándose correctamente cualquiera fuese la guía y, por último, lo hizo galopar. Al virar y estirarse regresando al galope hacia Emily, resultó un cuadro impresionante: las riendas cortas, el peso fuera de la montura, apoyado en la cara interna de muslos y rodillas, alzándose sobre los talones.

Maldito seas, Jeffcoat, pareces nacido sobre la montura y al verte siento algo raro por dentro.

Cuando frenó, lo hizo con mano leve: ya había aprendido mucho de Buck. Saltó a tierra antes de que se hubiese asentado el polvo, sonrió y le dijo a Emily:

– Este será mío.

No pudo evitar de bromear:

– Señor Jeffcoat, ¿no sabe que un jinete sabio no se deja seducir jamás por el primer animal que prueba?

– A menos que sea el apropiado -le replicó, sonriente.

Emily lo aplacó palmeando la ancha frente de Buck:

– Es una buena elección.

Tom le dijo a Liberty:

– Este lo compro. Necesito otros cuatro para montar.

– Con tres bastará -intervino Emily, con calma.

– ¿Tres?

– Ya verá que, en gran medida, alquilará coches a los vendedores de tierras que llevan a las familias de inmigrantes a elegir sus treinta y dos hectáreas. Sin duda, necesitará algunos de montar, pero la mayoría de su mercadería tienen que ser caballos de tiro.

Una vez más, Jeffcoat se inclinó ante la sabiduría de la muchacha, y siguió eligiendo hasta tener los cuatro caballos de silla y cerró el trato. Los animales de tiro quedarían para otra ocasión, pues estaba haciéndose tarde y si no emprendían el regreso los sorprendería el anochecer.

– Ha sido un placer tratar con usted, señor Liberty. Volveré un día de la semana que viene.

Tom le tendió la mano. Después que se la estrechó, Liberty se encontró con otra esperándolo.

– En líneas generales, su ganado es bueno -admitió Emily, poniendo la mano de tal modo que no la pudiese eludir.

– Gracias. ¿Podría repetirme su nombre, por favor?

– Emily Walcott. Soy hija de Edwin Walcott y estoy estudiando veterinaria. Creo que ese bayo de manchas negras que usted llama Gambler tiene una leve inflamación sinovial en el casco trasero exterior que sería conveniente atender. Mi opinión es que tal vez haya sufrido una pequeña luxación de la que usted ni se enteró. Aunque no es para preocuparse, en su lugar yo lo trataría con partes iguales de tintura de alcanfor y de yodo, y si llegara a aumentar de tal modo que la presión de un lado la hiciera sobresalir del otro, habría que drenar y vendar. En ese caso, tendré el mayor gusto en venir a hacerlo. Puede encontrarme en el establo de mi padre casi todos los días. Adiós, señor Liberty.

Emily y Tom montaron e hicieron trotar a sus animales por el camino particular, divertidos y satisfechos. En cuanto quedaron fuera del alcance de los oídos, el joven soltó la carcajada.

– ¡Ha visto la expresión que tenía!

Emily también rió.

– Sé que yo estaba alardeando, pero no pude resistirlo.

– Ese asno pomposo se lo merecía.

– Tendría que estar acostumbrada. Soy mujer y, a fin de cuentas, las mujeres son mejores para limpiar cocinas y aporrear la masa del pan, ¿no?

– Dudo de que Liberty siga opinando así.

Emily le lanzó una agradecida mirada de soslayo.

– Gracias, Jeffcoat, ha sido divertido.

– Sí, toda la tarde lo ha sido.

Durante algún tiempo cabalgaron en amistoso silencio, habituándose a cierto grado de asombro que les quedaba, después del comienzo turbulento. Era esa hermosa hora del día que impulsa a la amistad. Tras ellos, una candente bola anaranjada estaba sumergida a medias tras las cumbres. Delante, las sombras suyas y de los caballos eran caricaturas que se deslizaban sobre las hierbas a los lados del camino. Perturbaron a una gran bandada de cuervos que se alejaron aleteando hacia las montañas. Al pasar ante un estrecho arroyo, asustaron a una garza, que se fue volando hasta un grupo de peñascos. Pasaron ante un sitio donde el chamico en flor extendía como una sábana de color sus flores rosadas que el sol crepuscular tornaba doradas. Y más lejos, se volvieron a mirar una ardilla con pinchos inmóvil, tan erguida como su propia sombra. Una alondra gorjeaba desde una cerca al lado del camino y por el cielo pasó un azor lanzando su canto de caza.