Alguien trajo el plato con leche y lo dejó en el suelo. Tarsy prometió, por lo bajo:
– Me vengaré de ti, Tom Jeffcoat. No podrás escaparte de mí para siempre.
Y con un revuelo de faldas, se puso a gatas para cumplir la prenda.
Presentaba un cuadro provocativo, arrodillada, con el polisón levantado, lamiendo leche del borde del plato, tan provocativa como cuando frotaba el pecho contra la rodilla de Tom. Observándola, rió junto con los demás, pero cuando pasó quince segundos en esa ignominiosa posición, se condolió y la hizo levantarse:
– La pobre gata queda excusada -dijo para todos. Y sólo para Tarsy-:… por ahora.
Ninguno de los presentes dudaba de que entre los dos existía cierto interés.
Emily Walcott presenció, toda la escena con una extraña tensión en el pecho y cierta pesadez en el estómago. Había sido muy sugestivo. Por momentos, trató de no reír pero no pudo. Por momentos, se sintió avergonzada pero no pudo apartar la vista.
¿Qué dirían los padres? En especial, la madre.
Tanto Emily como las demás chicas presentes fueron educadas bajo las rígidas normas victorianas. El coqueteo descarado estaba estrictamente prohibido y la proximidad con el otro sexo se limitaba a un fugaz contacto de las manos al saludarse o en tomar del codo a la compañera mientras caminaban. Esta clase de juegos, sin embargo, daban lugar a una buena dosis de contacto físico y de insinuaciones orales.
Se preguntó si las otras muchachas, como ella, se sentirían atraídas y repelidas al mismo tiempo, sonrojadas e incómodas. ¿Sería la sutil malicia de los juegos en sí o la presencia de Tom? Al ver a Tarsy frotarse contra la pernera del pantalón, Emily sintió una agitación insidiosa dentro de sí. Cuando acarició la cabeza de Tarsy y le pasó los dedos por el cuello, experimentó una inesperada ola de excitación. Y algo más. Estaba segura de que era prurito por la indecencia de esos juegos. No obstante, no pudo darles la espalda. Ni cuando Tom miró a Tarsy a los ojos y le dirigió una sonrisa provocativa. Clavó la mirada, sacudida por una intensa oleada de celos, mientras todos esperaban que el hombre pidiera un beso como prenda. Pero al fin pidió un plato con leche y Emily soltó, aliviada, el aliento, esperando que Charles no estuviese observándola.
¿Qué era lo que Tarsy había comenzado?
Su amiga sabía muy bien lo que hacía y lo hizo con plena conciencia. Al terminar la velada, le pidió a Tom que se quedara después que se fueran los demás, para ayudarla a colocar otra vez los muebles en su lugar.
Tom sabía que era una treta, pero él era un varón americano de sangre caliente y en ese momento el alcohol corría por sus venas, Tarsy era una joven tentadora y su admiración por él era bienvenida. Lo que era más, la señorita Emily Walcott estaba prohibida y él estuvo toda la noche pendiente de ella.
Cuando hubieron llevado el cuenco del ponche a la cocina, pusieron las sillas en su lugar y apagaron todas las lámparas menos una, decidió aprovechar la apenas velada invitación de la señorita Tarsy Fields. Caminaron lentamente hasta la puerta y la dueña de casa estaba tomando la chaqueta, colgada del perchero.
– Ven aquí -le ordenó Tom, tomándola de la cintura y atrayéndola hacia él-. Ahora cobraré el resto de la prenda.
Cuando inclinó la cabeza y la besó primero con decoro pero cada vez con más intimidad, Tarsy se olvidó de la chaqueta. La incitó a abrir los labios y lo obedeció. Tocó con su lengua la de ella y respondió. Le acarició la espalda y la muchacha hizo lo mismo.
Le regocijó percibir que le excitaba. Levantó con lentitud la cabeza y le permitió que leyese en sus ojos:
– Creo que has estado buscándolo toda la noche.
– ¿Tú no?
Tom rió y le acarició el mentón con el dorso de los dedos. La boca del hombre tomó un gesto especulativo y siguió acariciándole la barbilla, paseando la mirada entre los ojos y la boca y volviendo a los ojos.
– Me pregunto qué quieres de mí.
– Diversión. Inocente diversión y nada más.
– ¿Nada más?
En lugar de cualquier otra cosa que hubiese querido, se apropió de otro beso. Tenía labios lozanos y sabía por instinto cómo usarlos para lograr algo. Cuando se apartó, Tom tenía los suyos húmedos y sentía una agradable excitación.
– Estás buscando un marido, ¿verdad?
– ¿Será verdad?
– Yo creo que sí. Pero yo no soy ese marido, Tarsy. Aunque disfrute besándote siendo tu compañero en juegos de salón y dejando que te frotes contra la pernera de mi pantalón, no estoy buscando esposa. Será mejor que lo sepas desde el principio.
– Es muy honorable al advertírmelo, señor Jeffcoat.
– Y usted es muy tentadora, señorita Fields.
– En ese caso, ¿qué hay de malo en disfrutar un poco uno del otro? -replicó, encogiéndose de hombros.
La besó otra vez, lánguidamente, apoyándole una mano en el costado del pecho, penetrando más con la lengua. Las bocas se apartaron, renuentes.
– Oh… lo haces tan bien… -murmuró la joven.
– Tú también. ¿Has practicado mucho?
– Un poco. ¿Puedo tener otra demostración?
– Por favor.
La otra demostración fue más húmeda, más promiscua. Cuando la mano de Tom fue hacia el pecho, ella retrocedió discretamente: sabía cómo dejar a un hombre con algo que esperar.
– Tal vez sería mejor que ya nos diésemos las buenas noches.
Se sintió un tanto divertido, pero no con el corazón destrozado. Tarsy era una diversión agradable, nada más, y mientras los dos lo entendiesen, estaba dispuesto a sumergirse a tanta profundidad como ella lo permitiese.
– Está bien. -Sin prisa, fue a tomar la chaqueta-. Gracias por una fiesta muy divertida. Pienso que todos estarán de acuerdo en que ha sido un éxito imbatible.
– ¿Verdad que sí?
– Creo que has dado comienzo a algo con estos juegos de salón. A los hombres les encantaron.
– A las chicas también, pero creen que no deben admitirlo. Incluso a Emily, que es de lo más recatada y Ardis, que ha decidido dar la próxima fiesta. ¿Irás la semana próxima?
– Desde luego. No querría perdérmela.
– ¿Aunque seas tú el que tenga que pagar prenda?
– Las prendas pueden ser divertidas.
Rieron y la muchacha le alisó la solapa. En el porche se dieron un último y lento beso de buenas noches, pero en la mitad Tom descubrió que estaba pensando si Charles estaría haciendo lo mismo con Emily en ese mismo instante, y si era así, cuan deseosa estaría ella.
Esa semana sólo la vio fugazmente. Eligió los caballos de tiro sin su ayuda y firmó contrato para el suministro de heno con el granjero Claude McKenzie, que aseguró que cosecharía a mediados de julio. Encargó al fabricante de arneses del pueblo, Jason Ess, los que necesitaba. Ess le dijo que la ferretería Munkers y Mathers, de Buffalo, vendía carretas Bain nuevas y Tom hizo el viaje de casi cincuenta kilómetros para hacer el pedido.
Charles le contó que a Emily la habían llamado dos veces en esa semana: para diagnosticar y tratar a una vaca que tenía una burbuja de aire en la barriga, y para extraerle un diente deteriorado a un caballo. En ambos casos, le pagaron en efectivo y estaba eufórica por haber ganado su primer dinero como veterinaria.
Llegó Frankie y contó que su hermana estuvo intentando montar en la bicicleta de Fannie, se cayó y se golpeó, pero se puso tan furiosa que volvió a montarla, se cayó por segunda vez y se arrancó un trozo de piel de la mano y otro de la frente.
– ¡Tendríais que haberla oído maldecir! -exclamó-. ¡No sabía que las chicas eran capaces de maldecir así!
Tom sonrió y pensó en ella el resto de la tarde.
El sábado por la noche, Emily apareció en casa de Ardis Corbeil con un par de cicatrices rojas, una debajo del nacimiento del cabello, la otra en la nariz. Tom estaba cerca de la puerta cuando llegaron. Le ofreció a Charles un saludo amable, pero miró a Emily y cometió el error de reír entre dientes.