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– Nunca me gustó mucho bailar. Es decir, hay chicas que nacieron para montar a caballo y otras para bailar, pero no creo que muchas hayan nacido para hacer ambas cosas, pero deja que me siente sobre una montura y…

– ¡Emily! -Le atrapó la mano y la apretó sin piedad-. ¡Basta! Charles está mirando.

La charla insustancial cesó en mitad de una palabra.

Permanecieron enfrentados, impotentes bajo el yugo de una atracción que crecía y que ninguno de los dos había buscado ni querido. Cuando Emily recuperó cierta semblanza de compostura, Tom dijo con sensatez:

– Gracias por esta pieza -luego la hizo girar del brazo y la condujo junto a Charles.

Capítulo 9

Esa misma noche, más tarde, Emily estaba acostada junto a Fannie que dormía, evocando a Tom con el pensamiento: gestos y expresiones que adquirían un insólito atractivo en lo profundo de la noche. Sus ojos azules burlones. Ese sentido del humor que desarmaba. Los labios, curvándose y aligerando el peso de algo amenazador dentro de ella. Se abrazó a sí misma y se enroscó, apartándose de Fannie.

Casi no lo conozco. Pero no importaba.

Es el rival de papá. Un rival noble.

Es el novio de Tarsy. Eso no pesaba demasiado.

Es el amigo de Charles.

En ese argumento se detenía, siempre.

¿Qué clase de mujer era la que provocaba una brecha entre amigos?

Mantente alejado de mí, Tom Jeffcoat. ¡Mantente alejado!

Así lo hizo escrupulosamente durante dos semanas, al mismo tiempo que abría su propio establo para comenzar a trabajar. Y mientras crecía el armazón de la casa. Y Emily se enteraba de que veía a Tarsy cada vez con mayor regularidad. Emily pensaba: "Bueno, es preferible que sea con Tarsy… es mejor así". Que Jerome Berryman daba una fiesta y Tom no asistía. Que Charles se tornaba cada vez más audaz y la presionaba para que adelantasen la fecha de la boda. Que el verano se apoderaba del valle y lo pintaba de un amarillo marchito y la temperatura diurna no bajaba de los veintiséis grados. El calor hacía que no se pudiese disfrutar tanto del trabajo en el establo pues abundaban las moscas, la piel escocía al menor contacto con los desechos de paja y a los caballos solían formárseles mataduras en el cuello por el roce de los arneses.

Una mañana, Edwin llevó a Sergeant a herrar al otro lado de la calle y a última hora de la tarde pidió a Emily que fuese a buscarlo.

La muchacha giró la cabeza con brusquedad y el corazón le saltó a la garganta. Barbotó la primera excusa que se le ocurrió:

– Estoy ocupada.

– ¿Ocupada haciendo qué? ¿Rascando a ese gato?

– Bueno… estaba estudiando.

La mirada impaciente del padre se posó sobre el libro, que estaba boca abajo junto a la cadera de Emily.

Hacía un calor terrible y su padre estaba de mal humor, no sólo por el calor. Otra vez, la madre había empeorado, un cliente devolvió un landó con un desgarro en el asiento y tuvo que discutir con Frankie por la limpieza de un corral. Cuando Emily remoloneó para ir a buscar a Sergeant, Edwin tuvo una de sus raras explosiones.

– ¡Está bien! -Tiró el balde con ruido metálico-. ¡Iré yo a buscar a ese maldito caballo!

Salió a zancadas de la oficina y Emily corrió tras éclass="underline"

– ¡Papá, espera!

Se detuvo, exhaló un pesado suspiro y cuando se dio la vuelta era la imagen misma de la paciencia sufrida.

– Ha sido un día difícil, Emily.

– Ya sé. Lo siento. Por supuesto que iré a buscar a Sergeant.

– Gracias, preciosa.

La besó en la frente y se separaron en la puerta del Sur. Mientras recorría la media manzana que había hasta el establo Jeffcoat, Emily amontonaba dudas. Todo el tiempo que estuvo en construcción y desde que se abrió al público, nunca había estado a solas con él y ahora sabía por qué. Se detuvo afuera, vacilante, ordenándole al pulso que se calmara, concentrándose en el cartel recién pintado que había sobre la puerta: Establo-Alojamiento Jeffcoat. Se alojan y herran caballos. Se alquilan coches. En el frente se erguía un par de travesaños de amarre nuevos, con los postes de pino descortezado que brillaban, blancos, al sol. La fila de ventanas en el lado Oeste del edificio reflejaba el azul del cielo y en una resplandecía, el sol de la tarde, cegador. En un corral cercano al edificio, la nueva reata de caballos dormitaba, revoleando la cola para espantar a las moscas.

Ve a buscar a Sergeant. En dos minutos puedes entrar y salir.

Inspiró una honda bocanada, exhaló lentamente y siguió andando por la calle copiando, sin saberlo, el golpe rítmico del martillo sobre el acero.

Se detuvo ante la puerta abierta. El ruido venía de adentro: pang-pang-pang. Sergeant estaba en el extremo opuesto del edificio, amarrado cerca de la puerta de la herrería. Caminó hacia él rodeando la plataforma giratoria que estaba en el centro del ancho corredor, sin quitar la vista de la entrada.

¡Pang-pang-pang! Resonaba en todo el cobertizo, haciendo temblar las vigas del techo y repercutía en los ladrillos del suelo como si repitiera el ritmo del corazón de Emily.

¡Pang-pang-pang!

Se acercó en silencio a Sergeant y lo rascó con cariño, aunque distraída, murmurando:

– Hola, muchacho, ¿cómo estás?

El martilleo cesó. Esperó que apareciera Jeffcoat, pero como no fue así, se acercó a la puerta de la herrería y escudriñó dentro.

Estaba caliente como el mismo infierno y muy oscura, salvo por el resplandor rojizo de la fragua, instalada en la pared de enfrente: un hogar de ladrillo a la altura de la cintura, con techo en arco y muy profundo, rodeado de herramientas, martillos, tenazas, escoplos y punzones que colgaban pulcramente de la campana de ladrillo. A la derecha había una mesa de madera sin desbastar, donde había más herramientas, a la izquierda, el estanque de agua para enfriar herramientas y hierros candentes y, en el centro del ámbito, un viejo yunque de acero montado sobre una pirámide de gruesas planchas de madera. Sobre la fragua pendía un fuelle de doble cámara con el tubo que alimentaba el fuego. Accionando el fuelle, de espaldas a la puerta, estaba Jeffcoat.

El hombre al que había estado eludiendo.

Con la mano izquierda bombeaba rítmicamente provocando un siseo sostenido y un ruido sordo del cuero plegado en forma de acordeón; con la derecha, sostenía una larga barra de hierro, negra en una punta, incandescente en la otra, casi tan roja como las mismas brasas. Trabajaba con las manos desnudas, los brazos también, con la conocida camisa de mangas arrancadas y, encima, un delantal de cuero manchado de hollín.

En una postura nítida, la silueta se recortaba contra el arco resplandeciente, pintado por la radiación escarlata de las brasas, que se avivaban al recibir el soplido del fuelle. Por la chimenea ascendió un rugido. El ruido abofeteó los oídos de Emily, la luminosidad del fuego aumentó y pareció expandir los contornos de Jeffcoat. Volaron chispas que aterrizaron a los pies del hombre, sin que les prestara atención. El olor acre del humo se mezcló con el del hierro recalentado formando una fragancia amarga.

Viéndolo trabajar por primera vez, cambió de nuevo la percepción que tenía de él y se tornó permanente: ese hombre iba a quedarse allí. Decenas de veces en su vida Emily se detendría ante la puerta y lo encontraría así, trabajando. Se preguntó si siempre le cortaría el aliento verlo en esa situación.

Lo observó moverse y cada movimiento era aumentado por ese halo bermellón que flotaba alrededor. Dio la vuelta la barra de hierro, que resonó como una campana en el hogar de ladrillo, y observó cómo se calentaba. Cuando alcanzó un blanco amarillento, tomó un formón, la cortó y la levantó con un par de pesadas tenazas.