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Giró hacia el yunque.

Y ahí se encontró con Emily que lo miraba desde la entrada.

Se quedaron inmóviles, como sombras, tanto tiempo que el blanco amarillento del hierro candente comenzó a tornarse ocre. Tom fue el primero en recuperar el sentido y dijo:

– Hola.

– He venido a buscar a Sergeant -le anunció, incómoda.

– No está listo. -Levantó el hierro a modo de explicación-. Falta una herradura.

– Ah.

Una vez más se hizo silencio, mientras el hierro seguía enfriándose.

– Si quieres, puedes esperar. No falta mucho.

– ¿No te molesta?

– En absoluto.

Volvió a la fragua para recalentar la barra y Emily entró, pasando sobre una capa crujiente de cenizas que cubría el suelo y se detuvo, interponiendo la mesa de herramientas entre ella y el hombre. Observó con atención el perfil, segura en la penumbra de la herrería. Tenía una banda roja sujeta en la frente. Encima, el cabello caía en mechones húmedos; y el sudor marcaba arroyuelos brillantes en las sienes. La luminosidad roja le encendía el vello de los brazos y el que asomaba por la pechera del delantal. Lo miró hasta que sintió la necesidad de inventar una distracción. Alzó los ojos hacia el oscuro techo de gruesas vigas, a las paredes en sombras, y los miró como un cazador mirando el cielo.

– ¿Te has quedado sin ventanas?

Tom le lanzó una mirada, sonrió y volvió su atención a la fragua.

– ¿Has venido a fastidiarme otra vez?

– No. Lo que sucede es que siento curiosidad.

Tom giró la barra y siguió con su música.

– Sabes tan bien como yo por qué los herreros trabajamos en la oscuridad: porque nos ayuda a distinguir mejor la temperatura del metal. -Blandió la barra, que estaba otra vez al rojo blanco-. Por el color, ¿ves?

– Ah. -Tras una pausa de silencio, agregó-: ¿No tendrías que usar guantes?

– Una vez se me quedó una brasa dentro y ahora trabajo sin ellos.

Emily bajó la vista y arrastró una bota entre las cenizas.

– Al suelo no le vendría mal un barrido.

– Sí, has venido a fastidiarme.

– No. Sólo vengo a buscar a Sergeant, en serio. Papá me ha enviado.

La miró largo rato, hasta que dirigió una vez más la vista al trabajo y le explicó:

– Las cenizas mantienen el suelo frío en verano y caliente en invierno.

– ¿Así de frío?

Extendió las manos en el aire tórrido.

– Lo más fresco posible. Si quieres, puedes esperar afuera.

Pero se quedó, viendo cómo otra gota de sudor bajaba por la mandíbula de Tom Jeffcoat, que se la secó en el hombro. En el rostro no recibía ninguna sombra y el calor de la fragua era tan intenso que los ojos parecían dos brasas rojas. Aun así, bombeaba con regularidad el fuelle y permanecía en medio de ese infierno como si fuese sólo un poco más cálido que el viento que soplaba sobre las Big Horns.

De vez en cuando, Emily apartaba la vista, pero sus ojos tenían voluntad propia. No quería hallarlo tan atractivo, pero indiscutiblemente lo era. Ni tan masculino. Ni ninguna de las miles de cosas indefinibles que la atraían hacia él, aun contra su voluntad.

– Ya está lista.

La barra tomó una vez más el tono casi blanco de la luna llena. Tom la levantó con las tenazas, eligió un martillo y se puso a trabajar sobre el yunque, golpeando el metal con ruidos resonantes y cantarinos.

A Emily le fascinó el sonido: para el granjero significaba que estaban arreglando la reja del arado; para el carretero, que estaban dando forma a las llantas de las ruedas; pero para ella, significaba la posibilidad de cuidar a los caballos. Esa música colmaba la herrería, le llenaba la cabeza… la nota repetida que había oído desde lejos toda su vida.

¡Pang-pang-pang!

Como un maestro por derecho propio, vio ejecutarla a Tom, a este hombre que aceleraba su pulso cada vez que lo veía.

Cuando esgrimía el martillo cambiando la forma del hierro, enrollándolo golpe a golpe al extremo puntiagudo del yunque, los músculos sobresalían. La música se interrumpió. Levantó la herradura con las tenazas, la evaluó con la mirada, la puso otra vez en el yunque y reanudó los golpes medidos y rítmicos. Cada uno resonaba en la boca del estómago de Emily y se extendía hacia sus extremidades.

– Estoy usando una herradura de tres cuartos -gritó Tom sobre el estrépito-. Y también una lámina de cobre en esa pata delantera. Así evitaremos que se le vuelva a resquebrajar.

Emily recordó el primer día que lo vio y cómo la hizo enfadar. ¡Ah, si pudiese recuperar ahora algo de ese enfado! En cambio, contemplaba la piel iluminada por el resplandor del fuego e imaginaba lo cálida que debía estar. Veía una gota de sudor en la comisura del ojo e imaginaba lo salada que sería. Veía flexionarse el pecho y pensaba en lo duro que debía ser.

Se distrajo iniciando una conversación:

– Nosotros se lo llevamos a Pinnick para que le cambiara la herradura, pero en lugar de un cambio hizo una reparación.

– Ese Pinnick es un sujeto extraño. Un día, vino aquí borracho y se quedó mirándome, balanceándose sobre los pies. Cuando le pregunté en qué podía ayudarlo farfulló algo que no entendí y se fue otra vez, tambaleándose.

– No le prestes atención. Está siempre ebrio, cosa que, sin duda, te beneficiará. Tendrás muchos encargos de herraduras.

Tom se encaminó hacia la puerta con la herradura caliente.

– Ven. Te mostraré lo que he hecho.

En el corredor entre una y otra puerta, se formaba una bienaventurada corriente fría. Entre los olores mezclados de madera nueva, hierro caliente y caballo, Emily se acuclilló y recibió también una ráfaga de su sudor, cuando Tom levantó la pata delantera del animal y se la puso sobre el regazo. Midiendo la herradura, señaló:

– He puesto la plancha de cobre en el lado y como la herradura es más grande le dará más protección aún. Cuando toque el próximo cambio, este casco estará como nuevo. Incluso antes… dentro de unas cuatro semanas, diría yo.

– Bueno -respondió, contemplando el brazo sucio a pocos centímetros del suyo.

La herradura era un poco grande. Tom la llevó otra vez a la herrería mientras Emily esperaba en el corredor fresco, viendo cómo daba unos golpes diestros y volvía a levantar otra vez el casco de Sergeant. Esta vez, la herradura quedaba tan perfecta como si hubiese sido vaciada en un molde de arena. La llevó otra vez adentro, tomó un punzón y perforó agujeros en ella, apoyándola sobre la parte plana del yunque.

La levantó silbando entre dientes y revisó los agujeros a la luz de las brasas.

– Listo. Ahora tiene que estar bien.

Fue hacia la izquierda y sumergió la herradura en el tanque, donde siseó y echó vapor, mientras Tom miraba sobre su hombro.

– Toma un puñado de remaches de la mesa, por favor.

Le indicó con la cabeza.

– Ah, sí, sí.

Tomó los clavos mientras él encontraba un martillo de cabeza cuadrada y volvían los dos junto a Sergeant. Emily se quedó de pie, con la vista fija en la cabeza de Tom que adoptó una pose que a ella le resultaba absolutamente familiar en cualquier hombre, pero que parecía tan diferente en él. Observó la curva de la espalda, la mancha húmeda en el centro de la camisa, los pantalones ajustados que se hinchaban, apenas, en la cintura.

Girando sobre los talones, la sorprendió mirándolo.

– Clavos -pidió, extendiendo la mano.

– ¡Oh, ten!

Le entregó cuatro, pero Tom no se movió. Las miradas se encontraron y la fascinación se multiplicó hasta que el aire que los rodeaba pareció arder como el de la fragua.

Con brusquedad, el hombre giró y se concentró de nuevo en el trabajo.

– ¿Cómo estuvo la fiesta la semana pasada?

– Bien, creo.

Había cambiado de idea e ido con la esperanza de encontrárselo.