– Charles se divirtió.
Emily había perdido y tuvo que besar a Charles cuando jugaron al Cartero Francés.
– Fue tonto. No me gustan esos juegos.
– A él sí.
Colocó un clavo y lo clavó, mientras la muchacha se ruborizaba, incapaz de pensar una respuesta.
– ¿Fueron todos? -preguntó Tom.
– Todos, menos Tarsy y tú.
Terminó de colocar el último clavo, soltó el casco y se levantó.
– Esa noche, estuvimos pintando el cartel.
Señaló hacia la puerta con el martillo.
– Ah, sí. Quedó bien.
Las miradas se encontraron y se separaron, discretas.
– Bueno… es mejor que corte estos remaches.
Buscó la herramienta adecuada y pasó varios minutos recortando las puntas de los clavos que sobresalían en los cuatro cascos. Emily miraba alrededor, la leña recién apilada, las ventanas sin telarañas; recordaba que todo lo habían hecho él y Charles y que, mientras lo hacían, se convirtieron en amigos.
Tom terminó y pidió:
– ¿Quieres traerlo hacia mí, así puedo ver cómo está la herradura nueva?
Se acuclilló cerca de la entrada a la herrería y Emily alejó a Sergeant para luego volver hacia él, sintiendo la mirada de Tom tanto en sus propios pies como en las patas del animal. Cuando se acercó, el hombre se levantó y rascó la nariz del caballo.
– Estás cómodo, ¿eh, Sergeant? -Y a Emily-: Tendría que verlo trotar y galopar para estar seguro de que quedaron bien planos.
– Pinnick jamás en su vida se tomó tiempo para controlar ese tipo de detalle.
– A mí me enseñaron así.
– ¿Tu padre?
– Sí.
– ¿Era herrador?
Miró los ojos azul claro.
– Mi padre y también mi abuelo. -Mientras hablaba, se quitó la banda roja, se enjugó la cara y el cuello y la metió en el bolsillo trasero-. El fuelle y el yunque son de él, de mi abuelo. Mi abuela insistió en que me los trajese al venir aquí. Dijo que eran para darme suerte.
Los dos levantaron la mirada hacia la herradura que colgaba sobre la puerta de la herrería.
– ¿No sabes que hay que colgarla para arriba, para que la suerte quede atrapada dentro?
– Los herreros, no. -La miró-. Somos los únicos que podemos colgarla para abajo, de modo que la suerte fluya hacia nuestro yunque.
Esta vez, las miradas se encontraron y se sostuvieron. El trabajo estaba hecho. Ya no había excusas para que se llevara a Sergeant en cualquier momento y ambos lo sabían. Por eso inventaron una conversación que la retuviese.
– Eres supersticioso -comentó.
– Igual que cualquiera. Pero las herraduras son mi especialidad. La gente espera verlas aquí.
Emily miró otra vez la que estaba colgada y Tom contempló la curva del cuello que quedaba expuesta. Bajó la mirada a la línea de los pechos, aplastada en los pezones donde se cruzaba con los tirantes rojos, los pulgares enganchados en las hebillas de bronce, en la cintura de los pantalones de Frankie. Le parecía tan atrayente con ese atuendo de muchacho como con el vestido color malva. Nunca había conocido a una mujer menos pretenciosa, ni con la que compartiese tantos intereses. De repente, deseó que ella conociera todo su reino, que comprendiese su alegría de tenerlo, pues cualquier otro dueño de establo era capaz de entender lo que significaba todo eso.
– Emily, la noche de mi fiesta no viste nada salvo este establo. Me gustaría mostrarte el resto. ¿Quieres hacer una pequeña visita?
La muchacha supo que sería más prudente salir de allí con la debida prisa, pero no pudo resistir el ruego que sonaba en la voz del hombre.
– Está bien. -Por deferencia a Charles, agregó-: Pero no puedo quedarme mucho. Fannie tendrá la cena lista muy pronto.
– No llevará más de cinco minutos. Espera.
Entró a la herrería, se inclinó sobre el tanque y se frotó la cara y los brazos con la banda mojada. Desde la puerta, Emily vio las masculinas abluciones con un nudo cada vez más grande en el estómago.
– Lo siento -dijo, y al levantarse y darse la vuelta la encontró mirando-. Hay veces que huelo peor que mis caballos. -Extendió la banda mojada sobre los ladrillos calientes, se secó las manos en el trasero de los pantalones y dijo-: Bueno, podríamos comenzar aquí. Ven. -Esperó que se acercara-. Los fuelles fueron fabricados en Alemania, en 1798. Durarán toda mi vida y más también. El yunque es el mismo en que mi padre aprendió del suyo y con el que después me enseñó. Tal vez sea el mismo en que yo enseñe a mis hijos. -Le dio una palmada cariñosa y pasó la mano por el hierro surcado de cicatrices-. Conozco cada una de sus marcas. Cuando partí de Missouri, mi madre me mandó cuatro hogazas de pan casero para el camino. No me interpretes maclass="underline" me encantó, pero llegó un momento en que me lo comí. Esto, en cambio… -Miró el yunque, con la mano apoyada sobre la herramienta en gesto de cariño-, las marcas de los martillos de mi padre y mi abuelo no desaparecerán nunca. Cuando los echo de menos, recuerdo eso y me siento mejor.
Si bien se podía decir que era un momento extraño, desapasionado para reconocer que se había enamorado de Tom, fue en ese instante, cuando Emily se encontró con sus ojos, cuando la dejó ver el alma que moraba en ese cuerpo al admitir cuánto echaba de menos a su familia y cuánto valoraba la herencia familiar. La estremeció con la fuerza de un golpe: ¡Pang-pang!… Lo amo.
Se dio la vuelta, temiendo que lo leyera en sus ojos. El calor de la herrería se le apretaba contra la piel y se unía al calor interior, un calor aterrador, que difundía la súbita admisión de ese amor.
– La artesa para enfriar el hierro la hice yo -continuó Tom-, y la base del yunque, con traviesas de ferrocarril, y el banco de herramientas, también. Los ladrillos son de Buffalo.
Le indicó con un gesto que lo precediera. Recorrieron el cobertizo separados por varios metros y Emily miró con aplicación los pesebres, las ventanas, el cuarto de aparejos y la oficina, aunque lo único que quería era mirarlo a él a la luz de ese amor que acababa de descubrir.
Se detuvieron al pie de las escaleras del henil y el monólogo continuó:
– Ahora duermo ahí arriba. No tiene sentido que pague el cuarto de hotel sin necesidad. En esta época del año hace calor y Charles dice que la casa estará terminada bastante antes de que empiece el frío.
Emily miró hacia arriba, percibió el aroma dulce del heno fresco y se imaginó subiendo esa escalera alguna noche. Pero se volvió, rechazando la idea.
– No me has enseñado la plataforma.
– Mi plataforma. Ah… -Rió levantando una ceja-. ¿Mi locura?
– ¿Lo es?
Volvieron al centro del almacén.
– Los chicos no opinan así. Vienen y me ruegan que los deje dar una vuelta.
Se detuvieron en sitios opuestos del círculo de madera y Tom lo empujó con el pie mientras Emily lo veía girar. Rodando sobre cojinetes, casi no hacía ruido.
– Qué suave.
– Locura o no, resulta muy práctico cuando quiero hacer girar una carreta. ¿Quieres probar?
Levantó la barbilla y lo miró, sintiendo el desastre inminente que le tamborileaba en las venas, pero lo ignoró y respondió:
– ¿Por qué no?
Tom detuvo la rueda y Emily se subió. La puso en movimiento con la punta de la bota, y la muchacha levantó el rostro y miró cómo las vigas del techo giraban lentamente, distraída, sabiendo que él la observaba dar vueltas. El leve temblor de los cojinetes le subió por las piernas hasta el estómago. Dio la vuelta, lo pasó de largo una, dos veces, con el rostro vuelto hacia las vigas. Pero en la tercera vuelta se rindió y bajó la vista hacia él al dar el último medio giro.
Cuando llegó frente a él, la bota de Tom frenó la plataforma.
Quedaron transfigurados, los pulsos convertidos en locos tambores, luchando contra las compulsiones que los mantenían en el límite desde el momento en que Tom la vio parada, mirándolo silenciosa, en la puerta de la herrería. Los puños que tenía a la altura de las caderas se abrieron una vez y se cerraron. Los labios de Emily se abrieron pero no emitieron sonido alguno. Permanecieron juntos en un remolino de incertidumbre: dos seres mudos, atrapados en la tentación.