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– Emily -dijo Tom, en voz ahogada.

– ¡Tengo que irme!

Trató de pasar junto a él, pero la atrapó del antebrazo.

– No has visto los caballos.

Los dos sabían que no la retenía por eso.

– Tengo que irme.

– No… espera.

La mano de él le quemaba en el brazo, pobre sustituto de las caricias que anhelaban compartir.

– Déjame ir -rogó susurrando y al fin alzó los ojos hacia él.

Tom tragó con dificultad y preguntó en tono tenso:

– ¿Qué vamos a hacer?

– Nada -respondió, soltándose.

– Estás enfadada.

– ¡No estoy enfadada!

Lo estaba, pero no con él sino con lo desesperado de la situación.

– Bueno, ¿qué esperas que haga? -razonó-. Charles es mi amigo. En este mismo momento está construyendo mi casa, mientras yo estoy aquí, pensando en…

– ¡No creas que no lo sé!

Los ojos de Emily ardieron hundiéndose en los de él.

– Me alejé adrede de las fiestas -arguyó, defendiéndose a sí mismo.

– Lo sé.

– Y estuve visitando mucho a Tarsy, pero ella es…

– No lo digas. Por favor, Tom, no digas nada más. También es mi amiga.

Se miraron, impotentes, respirando agitados como si hubiesen alcanzado la línea de llegada de una carrera. Por fin, Tom retrocedió.

– Tienes razón. Es mejor que te vayas.

Pero ahora que la había soltado, no podía. No había dado más que dos pasos cuando se detuvo en mitad del corredor y se tocó la frente con las manos. No lloró ni habló, pero la postura fue más expresiva que las lágrimas y las palabras.

Tom permaneció detrás, a punto de ceder a la tentación. Cuando no pudo soportar más, se dio la vuelta y quedaron espalda con espalda, y la imaginó detrás de él.

Fue Emily la que rompió el silencio.

– Supongo que no vendrás a la fiesta de Tilda, mañana por la noche.

– No, creo que es preferible que no vaya.

– No, es… yo… -Tartamudeó, se interrumpió y admitió-: Yo tampoco quiero ir.

– Ve -le ordenó con sensatez-, con Charles.

– Sí, tengo que hacerlo.

Otra vez pensaron en Charles, espalda con espalda, mirando hacia las paredes opuestas.

– Tarsy me presiona para ir. Pero yo la invité a cenar en el hotel.

– Ah.

Tom sintió como si le aplastaran el pecho y, por fin, desesperado, se dio la vuelta para ver los hombros caídos, la gorra de lana, la nuca, los tirantes que le aplastaban la camisa color tostado contra los hombros. ¿Cómo diablos había sucedido esto? La amaba. Era la mujer de Charles y Tom la amaba.

– Esto es terrible… es deshonesto -murmuró.

– Lo sé.

Pasó otro minuto sin que surgieran soluciones y Tom repitió:

– Es mejor que te vayas.

Sin añadir palabra, Emily tomó la brida de Sergeant, se subió al lomo del animal y fustigó las riendas gritando:

– ¡Ho!

Al llegar al vano de las puertas dobles ya galopaba inclinada hacia adelante, hacia la redención, una vía de escape de Tom Jeffcoat y del torbellino interminable que había causado en su vida.

En las semanas siguientes, supo que no había escapatoria posible. El torbellino estaba dentro de ella día y noche. De día, mientras trabajaba a pocos pasos de Tom Jeffcoat. De noche, se infiltraba en sus sueños.

Sueños locos, imposibles.

En uno de ellos, Tom montaba en la bicicleta de Fannie, se caía y se desmayaba. Y ella estaba de pie junto a él, riendo. Pero como sangraba, Emily caía de rodillas en plena calle Main y empezaba a arrancar vendas del mantel de lino preferido de su madre. Se despertó agitada, tironeando de las sábanas como si quisiera desgarrarlas.

En otro sueño, el que la perturbaba con más frecuencia, estaba vestida con una extraña mezcla: la gorra de Frankie, la chaqueta de estar en casa de su madre y los bombachos de Fannie. Caminaba descalza por una calle desconocida. Al pie de una colina, el camino se transformaba en un pantano fétido de estiércol de cerdo, y mientras ella chapoteaba, Tom estaba de pie en la cima del tejado de la iglesia nueva con los brazos cruzados sobre el pecho, riéndose. Ella se enfurecía y trataba de volar hasta el campanario para decírselo, pero estaba muy sumergida y los brazos no la elevaban.

En otro, estaban jugando al Cartero Francés y Tom la besaba. Eso era absurdo pues aunque ella seguía asistiendo a las fiestas por insistencia de Charles, Tom seguía evitándolas, por lo general con Tarsy.

Pero el sueño se repetía. Una noche en que estaba acostada, inquieta y preocupada junto a Fannie, decidió confiar en ella.

– Fannie, ¿estás dormida?

– No.

Llegó la tos de la madre del otro lado del pasillo, luego la casa quedó en silencio mientras Emily formulaba preguntas y reunía coraje para decirlas.

– Fannie, ¿qué opinarías de una mujer comprometida que sueña con alguien que no es su novio?

– ¿Otro hombre, quieres decir?

– Sí.

Fannie se sentó.

– Caramba, esto es serio.

– No, no lo es. Sólo son sueños… sueños tontos. Pero los tengo muy a menudo y me molestan.

– Cuéntamelos.

Fannie se acomodó contra la cabecera, preparándose para una larga charla, y Emily le contó todo, omitiendo el nombre de Tom. Describió las dos pesadillas y preguntó:

– ¿Qué crees que significan?

– Dios mío, no tengo idea.

Emily reunió valor y admitió:

– Hay otro.

– Ahá.

– Sueño que estamos jugando al Cartero Francés y que él me besa.

Fannie no dijo más que:

– Oh, caramba.

– Y me gusta.

– Oh, caramba, caramba.

Emily se sentó y dio puñetazos a la manta, disgustada consigo misma.

– ¡Me siento tan culpable, Fannie!

– ¿Por qué culpable? A menos que haya un motivo.

– ¿Te refieres a si en realidad lo besé? ¡No, por supuesto que no! Nunca me tocó. De hecho, hay ocasiones en que no sé si le gusto. -Pensó en silencio un minuto y preguntó-: Fannie, ¿por qué crees que nunca sueño con Charles?

– Quizá porque lo ves tan a menudo que no necesitas soñar.

– Quizá.

Tras un instante de silencio reflexivo, Fannie preguntó:

– Ese hombre con el que sueñas… ¿te atrae?

– ¡Fannie, estoy prometida a Charles!

– Eso no es lo que te he preguntado.

– No puedo… él… cuando nosotros…

Tartamudeó y se calló.

– Te atrae.

El silencio fue una confirmación.

– Entonces, ¿qué pasó entre tú y el hombre soñado?

– No es el hombre soñado.

– Está bien, ese hombre al que a veces no le agradas. ¿Qué pasó?

– Nada. Nos miramos, eso fue todo.

– ¿Que os mirasteis? ¿Tanta culpa por unas miradas inocentes?

– Jugamos una vez a tu maldito juego… el Gallito Ciego Adivino, él tenía los ojos vendados; se sentó en mi falda… me tocó la cara… el cabello… fue horrible. Quise morirme ahí mismo.

– ¿Por qué?

– ¡Porque Charles estaba allí, mirando!

– ¿Qué dijo Charles?

– Nada. Él opina que esos juegos son completamente inocentes.

– Oh, Emily… -Fannie suspiró, la rodeó con sus brazos, atrajo la cabeza de la chica sobre su hombro y le acarició el cabello-. Te pareces mucho a tu madre.

– ¿Y eso no es bueno?

– Hasta cierto punto. Pero tienes que tratar de reírte más, de tomar la vida como viene. ¿Qué hay de malo en un juego con besos?

– Es embarazoso.

La respuesta de Fannie, en lugar de tranquilizarla, intensificó sus dudas.

– En ese caso, mi pobre confundida, me temo que no besaste al hombre correcto.