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– Oh, Emily, ¿qué voy a hacer? Está enamorado de otra.

El pánico la golpeó. La culpa. Se ruborizó y abrazó con fuerza a Tarsy para que no la viese.

Pero su amiga continuó:

– Es esa mujer a la que estaba prometido. Todavía la ama.

– Puede ser. Han pasado pocos meses desde que se rompió el compromiso. Lleva tiempo superar una cosa así. Llegará a darse cuenta que tú eres… bueno, que has madurado, que estás lista para el matrimonio. -Esforzándose por animarla, continuó-: Y tú eres la muchacha más bella que se ha visto en este pueblo. Sería un tonto si no lo advirtiese.

Levantó la barbilla temblorosa de Tarsy. Al principio, la muchacha se negó a dejarse consolar pero al fin cedió a un resoplido de risas.

– Oh, la tonta soy yo. -Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano-. Sé que lo soy. Sólo… una estúpida dice que hará algo que en realidad no está dispuesta a hacer. Nunca lo haría, lo sabes, ¿verdad, Emily?

– Desde luego.

Emily encontró un pañuelo en el cajón de la cómoda y se lo dio a Tarsy, esperando que se secara el rostro y se sonara la nariz. Cuando terminó, se enroscó, distraída, el pañuelo en los pulgares y se quedó mirándolo.

– Pero, Emily… -se lamentó, levantando los ojos tristes-, de verdad lo amo.

Emily se arrodilló ante la amiga y le cubrió las manos.

– Lo sé.

Esa nueva Tarsy adulta realizó un valiente esfuerzo por controlar las lágrimas que estaban a punto de brotar otra vez.

– Oh, Emily, ¿por qué tiene que doler tanto?

Ninguna de las dos conocía la respuesta ni sospechaba que el dolor se haría más intenso en las semanas siguientes.

Capítulo 10

Había ocasiones en que Fannie se preguntaba por qué había ido. No era fácil ver morir a alguien. Últimamente, el consuelo de estar cerca de Edwin no compensaba el dolor de atender a Joey. La pobre Joey, que seguía declinando. No podía estar acostada porque tosía, ni sentada, porque le requería una energía que no poseía. Entonces, pasaba los días y las noches reclinada sobre las almohadas, ahorrando las pocas fuerzas que reponía en breves siestas.

Cuidarla exigía una solidez que Fannie no había imaginado. Ya el dormitorio apestaba, pues la tos era tan violenta que le provocaba incontinencia, y por más que cambiara las sábanas con toda frecuencia, el olor de orina rancia persistía. Descubrió que la sangre también tenía un olor repugnante, no sólo cuando acababa de manar sino cuando se remojaba en una bañera con agua de lejía.

A Fannie le ardían las manos: ahora el lavado debía hacerse todos los días, y aunque Emily la ayudaba casi siempre, el grueso de la tarea recaía sobre ella. Pero no daba importancia a esa irritación mínima que parecía insignificante comparada con las úlceras producidas por la prolongada estancia en cama en los codos de Joey. Se había convertido en un esqueleto viviente, de escasos cuarenta kilos, tan macilenta que, a veces, Fannie tenía que ahogar una exclamación al entrar al cuarto. El cabello de la enferma casi no se podía trenzar de tan escaso y el cuero cabelludo rosado asomaba entre los mechones lacios. La piel sobre los pómulos parecía hecha de hollejo de maíz seco y se amorataba al menor toque. Cualquier contacto físico le provocaba dolor; hasta tuvo que sacarse la sortija de bodas del dedo nudoso pues decía que lo sentía como una esposa de hierro. En cualquier sitio donde la tocaban los que la atendían se le formaban marcas moradas.

Tosió otra vez y Fannie metió una mano bajo la almohada para sostenerla más erguida. Brotó la sangre… carmín brillante contra los limpios trapos blancos que sustituían a los pañuelos, que ya resultaban demasiado pequeños. Lo pasaron juntas, y cuando el espasmo acabó, Josephine se recostó, vacía. Fannie la soltó con delicadeza y le acarició el cabello, el único lugar donde podía acariciarla sin causarle más dolor.

– Ya está, Joey, ahora, descansa…

Inventar palabras tranquilizadoras se había convertido en una gran carga para ella cuando era testigo del dolor de Josephine. Dios Querido, llévatela o provoca un milagro:

– Tengo que colgar unas cosas en la cuerda. ¿Estarás bien? -Demasiado débil para asentir, la prima levantó un dedo-. No tardaré mucho.

Colgó la última sábana y, al volver a la cocina, oyó la tos que se reanudaba. Cerró los ojos y apoyó la frente contra el fresco umbral barnizado.

Así la encontró Emily.

– ¿Fannie?

La mujer se enderezó de golpe.

– Oh, Emily. -Ocultándose en la necesidad de levantar el cesto de ropa limpia, se secó las lágrimas-. No te oí entrar.

– ¿Mi madre está peor?

– Ha tenido una mala tarde. Mucha tos y las úlceras son espantosas. ¿Hay algo en tu maletín médico que pueda aliviarla? La pobre está sufriendo mucho.

– Veré qué puedo encontrar. ¿Y tú? Tampoco pareces muy animada.

– Oh, tonterías. ¿Yo? -Fannie compuso un aire jovial-. Bueno, ya me conoces… soy como un gato: siempre caigo de pie.

Pero Emily vio el brillo de las lágrimas y la postura de derrota. Había percibido lo fatigada y vencida que parecía. Cruzó la cocina y le quitó la cesta del lavado de las manos.

– Necesitas alejarte de aquí un par de horas. Deja esto y cualquier otra cosa que esté sin terminar. Péinate, ponte los bombachos y ve a dar un paseo en bicicleta. No vuelvas hasta que sientas el olor de la cocina: es una orden.

Fannie cerró los ojos, controló sus emociones, se apretó una mano contra el diafragma y exhaló largamente.

– Gracias, querida. Eso es lo que haré y te lo agradezco.

Tardó quince minutos en quitarse el vestido, lavarse para eliminar el olor a enfermedad que le penetraba la piel y ponerse ropa limpia. Con una camisa blanca almidonada, una chaqueta color nuez moscada y los bombachos haciendo juego, tomó la bicicleta del cobertizo.

¡Por todos los cielos, qué bueno era estar fuera! Alzó el rostro hacia el cielo y aspiró hondo. Era primavera, el cielo azul como el flanco de una trucha, el aire parecía tónico y alrededor los chopos se habían convertido en el tesoro de un rey: oro sobre azul. Alejándose, gozó de su libertad y borró las preocupaciones de la mente. A lo lejos se alzaban las colinas como las paredes de una taza de té, pero junto a las riberas de Little Goose Creek la hierba aún lucía el verde irlandés salpicado del rojo del zumaque, que era el primero en florecer. Qué bueno era ser fuerte, sana, robusta y estar al aire libre, de cara al viento. Fannie se equilibró en el sillín y pedaleó con más fuerza, sintiendo que la brisa se le enredaba en el pelo y lo agitaba como unos dedos gruesos y ásperos. En la colina al suroeste del pueblo, bajando una cuesta rocosa que la obligó a aferrarse al manubrio para no caer, pedaleó, corriendo los límites, sintiendo los músculos flexibles que se tensaban y se calentaban, disfrutando cada minuto por la sencilla razón de que era firme, sana y capaz de llegar a tales límites. Se detuvo en un arroyo cuyo nombre no conocía y lo vio rizarse, atrapar el cielo y reflejarlo con brillos de lentejuelas. Dejó la bicicleta y se tendió sobre la hierba, la espalda apoyada en la tierra, y absorbió esa sensación de permanencia, mientras el sol le caldeaba el rostro. Se abrió el corpiño para que le bañase también el pecho. Escuchó a un mirlo de alas rojas que cantaba sobre una mata de juncia, en la otra orilla, se arrodilló para responderle y lo espantó. Bebió el agua del arroyo, se abotonó otra vez la chaqueta y volvió al pueblo.

Siguió por la calle Grinnell, hasta el establo Walcott.

Entró con la bicicleta por el pasillo que dividía el edificio y se detuvo junto a una carretilla cargada de paja fresca ante un pesebre que Edwin estaba forrando. Cuando dejó caer la bicicleta en el pasillo, el hombre se volvió, asombrado.

– Edwin, no hagas preguntas, por favor. Hoy lo necesitaba.

Entró en el pesebre y se arrojó en sus brazos.