– ¿Fannie?
Lo tomó por sorpresa y se quedó quieto, con una horquilla balanceándose en el puño.
Fannie le abrazó el torso y le apoyó la cara en el pecho.
– ¡Por todos los cielos, qué bien hueles!
– Fannie, ¿qué sucede?
– ¿Quieres abrazarme, Edwin, por favor? Muy fuerte y muy quieto dos o tres minutos. Con eso será suficiente.
La horquilla golpeó con ruido sordo contra la división de madera y los brazos de Edwin rodearon los hombros de la mujer.
No tuvo tiempo de hacerse fuerte. En un momento dado estaba acomodando heno y al siguiente Fannie estaba apretada contra él, fragante y flexible, oliendo a grana aplastada, a aire fresco y a las hierbas aromáticas que metía entre sus ropas en el armario. De la cabeza brotaba una suave fragancia tibia, como si hubiese pedaleado mucho. Apoyó la nariz contra ese cabello del color del amanecer y aspiró hondo, extendió las manos sobre la espalda de la mujer, reconociendo sus contornos.
– Ahhh… sí -murmuró Fannie, frotando la nariz contra la camisa, aspirando olores genuinos de hombre, sudor y caballo, suavizados por el aroma dulce del heno fresco que colmaba el pesebre-. Perdóname, Edwin. Sencillamente, lo necesitaba.
– Está bien, Fannie.
Se estrecharon frotándose mutuamente las espaldas: "… carne sana, flexible", pensó Edwin, "como hacía años no acariciaba".
– Es una buena sensación acariciarte -murmuró la mujer.
– Para mí también.
– Recio, fuerte y grato.
A Edwin le pareció que el corazón le latía en la garganta. ¡Era increíble: estaba tocándola, al fin, abrazándola, como imaginó que haría desde que ella llegó y durante años antes de que llegase! Cuan característico de Fannie sorprenderlo así, cuando menos lo esperaba, apretarse contra él y rodearlo, como si ese fuera su lugar propio.
– ¿Por qué hoy? -preguntó, incrédulo.
– Porque no sabía si podía seguir sin esto.
– ¿Tú también, Fannie?
Asintió, chocando con el mentón de Edwin.
– Hueles a vida y a vigor.
– Huelo peor que eso: he estado limpiando los pesebres.
– ¡No! ¡No te apartes! Todavía no es suficiente.
El hombre cerró los ojos y sonrió con el rostro apoyado contra el cabello de la mujer, sintiendo que se le enredaba en la barba, empapándose con la cercanía, inhalando la fragancia herbácea. Se echó atrás para mirarle los ojos mientras le acariciaba los costados, la tomó de la cintura que era como la muesca de un violín, breve y curva. Rodeó las costillas, rozó con los pulgares la depresión debajo de ellas, deseando tocar los pechos pero sin atreverse pues esa sencilla exploración era un placer en sí misma. ¿Cuánto tiempo hacía que no acariciaba a una mujer de esta manera? Había perdido la cuenta. Tal vez, las últimas caricias habían sido las que hiciera años atrás a Fannie. Josie siempre había rechazado las caricias abiertas. Todo contacto sexual entre ellos, incluso el afectuoso, ocurrió en la oscuridad de la noche, discretamente, según las rígidas costumbres de la esposa. Atrajo otra vez a Fannie hacia sí. Ah, qué bueno, qué natural era tocar a una mujer a plena luz del día, apoyar la cara en su pelo y apretar sus caderas contra las de uno… Abrió las manos y las fue subiendo hasta que los pulsares tocaron las axilas, extendiendo los dedos hacia atrás como si Fannie fuese una nuez que él podría partir y saborear. La mujer se estremeció y emitió un sonido extasiado con la boca contra el cuello de Edwin. Cuando este se echó atrás para verle la expresión, un mechón del cabello rojizo quedó enganchado en el botón de la camisa, enlazándolos. Las miradas de ambos se encontraron, desbordantes de un amor tan sólido, tan enraizado, que ya no podían negarlo.
– Perdóname, Fannie, pero tengo que hacerlo -dijo con suavidad.
Se adueñó de sus labios y pechos al mismo tiempo, atrayéndola hacia él con las manos grandes, manchadas del trabajo, ahuecadas sobre esas suaves protuberancias, inclinando la cabeza para saborear la boca expectante. Ya no eran jóvenes como la primera vez que la besó y la acarició. Lo que hacían lo hacían con pleno conocimiento de consecuencias y significado. Se besaron como dos seres que pagaron caro y por mucho tiempo el derecho de hacerlo, lengua sobre lengua, las bocas abiertas y dóciles, mientras él sostenía los pechos desde abajo y acariciaba los pezones con los pulgares. La apoyó contra el áspero tabique de madera, haciendo caer la horquilla al suelo y apretándose contra ella, con una erección total y sin intenciones de ocultarlo. Era como la recordaba, sensual, apasionada e inventiva con la boca. Exploró la lengua y los labios de Edwin, saboreándolo a fondo, con diestros giros de la lengua y con los labios ávidos. El beso no acabó sino que se apaciguó, se esparció hacia otras regiones: los cuellos, los hombros, gargantas, orejas…
– Fannie, nunca lo olvidé… nunca.
Habló en largos suspiros.
– Tampoco yo.
– Tendríamos que haber estado juntos todos estos años.
– En mi corazón lo estuvimos.
– Oh, Fannie, Fannie, mi querida, dulce Fan…
La boca de la mujer, ansiosa y abierta bajo la del hombre, le cortó la palabra. Se besaron con el apremio del tiempo perdido… besos húmedos, agitados, separados por sonidos inarticulados y la presión ardiente de los cuerpos, como si abrazándose fuerte pudiesen borrar el largo período de sufrimiento.
Cuando hicieron una pausa, jadeando, Edwin le dijo:
– Había olvidado estas sensaciones. ¿Sabes cuánto hace que no hacía nada parecido?
– Shh… nada acerca de ella, nunca. Esto ya es bastante deshonroso.
Edwin le sujetó la cabeza como un sacerdote sosteniendo un cáliz y la bebió… Fannie, la del cabello brillante y el espíritu insaciable, y la fragancia a césped aplastado. La acarició como a algo muy precioso… Fannie de los recuerdos y la calidez, de los rocíos de besos de la juventud. ¿Cómo soportó todos esos años sin ella? ¿Por qué intentó soportarlos?
Levantó la cabeza y se sumergió en sus ojos.
– Lo deshonroso fue haberte dejado. Qué tonto fui.
– Hiciste lo que creías que debías hacer.
Le acarició las mejillas con los pulgares.
– Te amo, Fannie. Siempre te amé.
– Y yo te amo a ti, Edwin. Nunca dejé de amarte.
– Lo sabías cuando yo me casé con Josie, ¿no es cierto? Sabías que yo te amaba.
– Claro que lo sabía, del mismo modo que tú sabías lo que yo sentía.
– ¿Por qué no trataste de impedírmelo?
– ¿Habría servido de algo?
– No lo sé. -Había dolor en los ojos de Edwin y arrepentimiento en su voz-. No lo sé.
– Tus padres ejercieron una presión muy fuerte. Los de mi prima, también.
– ¿No es extraño que cuando les dije que Josie y yo nos marchábamos de Massachusetts no protestaran? Casi como si reconocieran que nuestra marcha era un castigo que debían sufrir por haber manipulado nuestras vidas. Yo sabía que era el único modo en que mi matrimonio podía subsistir: no podía vivir cerca de ti y no poseerte. Estoy seguro de que habría roto mis votos conyugales. Mi preciosa Fannie… -La atrajo de nuevo a sus brazos con ternura y posesividad-. Te amo tanto… ¿Quieres venir conmigo al altillo y dejar que te haga el amor?
– No, Edwin.
No se movió de sus brazos mientras lo rechazaba, en una actitud característica de ella.
– ¿Acaso no hemos desperdiciado bastante nuestras vidas? -Sujetándole la cabeza, arrojó sobre ella una lluvia de besos que le mojó la piel-. Cuando teníamos diecisiete años, tendríamos que haber mandado al diablo las consecuencias y convertirnos en amantes, como queríamos. Esas consecuencias no pudieron ser peores que lo que sufrimos. Por favor, Fannie… no prolonguemos el error.
La mujer le tomó las manos, las alzó, las encerró entre las propias bajo su barbilla. Bajó los párpados temblorosos, mientras las emociones recorrían su cuerpo ardiente.