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– Bueno… -logró decir con voz trémula y la palabra tembló entre los dos como un pájaro herido-. ¿Te sientes mejor ahora?

Asintió y levantó la vista con cautela:

– Sí.

La contempló, estremecido e inseguro. Si llegaba a hacer el más mínimo movimiento, estaría otra vez en sus brazos y en esta ocasión le daría algo más que consuelo. Por un momento percibió la tentación que le nublaba los ojos, pero soltó una carcajada tensa y esbozó una sonrisa vacilante:

– Bueno, al menos has dejado de llorar.

Emily se tapó las mejillas y se tocó los párpados.

– Debo estar horrible.

– Sí, muy horrible -confirmó, con una risa falsa, viéndola tocarse los ojos, irritados e hinchados.

– Oh, me duelen los ojos -admitió, apartando las manos para dejarlo ver.

En verdad estaban hinchados y enrojecidos, el cabello suelto, las mejillas manchadas, los labios también hinchados; pero de todos modos deseó besarlos y también los pobres ojos enrojecidos, y el cuello y el pecho, y decir, "olvidemos a Charles, olvidemos a Tarsy, a tu madre y déjame hacerte feliz".

En cambio, se reafirmó en su postura, le tomó las manos para ayudarla a levantarse y retrocedió:

– ¿Puedo acompañarte a tu casa?

Con los ojos le dijo que sí, pero con la voz:

– No, he venido aquí a buscar un poco de lanolina para las llagas de mi madre. -Indicó con un gesto el embrollo de papeles y el libro abierto sobre el escritorio, donde ambos sabían que no había lanolina-. Yo… tengo que buscarla, así que tú sigue tu camino.

La mirada de Tom pasó del escritorio a la muchacha.

– ¿Estás segura de que estarás bien?

– Sí, gracias. Estaré bien.

El cuarto pareció arder con las emociones reprimidas y ninguno de los dos se movió.

– Bueno, entonces, buenas noches.

– Buenas noches.

Tendría que haberte besado cuando tuve la oportunidad.

Retrocedió hacia la puerta y las palabras de Emily lo detuvieron otra vez.

– Tom… gracias. Esta noche, necesitaba desesperadamente a alguien.

Asintió, tragó saliva y salió, antes de darse tiempo de deshonrarse a sí mismo, a Emily y a Charles.

Capítulo 11

Pasó octubre y Tom se instaló en la casa nueva. Era habitable, pero estaba vacía. Las paredes estaban limpias y blancas, pero pedían papel y cuadros, las cosas que una mujer era mucho más apta para elegir que un hombre. Las ventanas, salvo las del dormitorio que usaba el dueño de casa, estaban desnudas. Como pasaba la mayor parte del tiempo en otros sitios, no le importaba demasiado por el momento que la casa fuese acogedora. Tenía una cama de hierro, un calefactor para el vestíbulo, un hornillo para la cocina y una silla repleta de cosas. Además de esos pocos muebles, se las arreglaba con unos barriles de clavos vacíos, una mesa basta, dos bancos largos y una leñera. En Loucks compró sólo lo imprescindible: ropa de cama, lámparas, palangana para lavarse, un cubo para agua, cucharón, tetera, sartén y cafetera. Almacenó unos cuantos productos tales como huevos, café y tocino, en un cajón vacío que había servido para guardar municiones, sobre el suelo de la cocina.

La primera vez que fue Tarsy, miró alrededor y le asomó al rostro una clara expresión decepcionada.

– ¿Esto es todo lo que piensas poner aquí?

– Por ahora. Traeré más cuando comiencen a andar otra vez las casetas, en primavera.

– Pero esta cocina… es… así, vacía es horrible.

– Necesita el toque femenino, eso lo admito. Pero sirve a mis necesidades. De cualquier modo, estoy casi todo el tiempo en el establo.

– ¡Pero no tienes ni platos! ¿En qué comes?

– Hago casi todas mis comidas en el hotel. A veces, frío un huevo para desayunar, pero los huevos no son muy sabrosos sin pan. ¿Conoces a alguien a quien pueda comprarle pan?

Vio que a Tarsy la desazonaban sus espartanos enseres.

Un sábado por la noche, a fines de noviembre, estaba sentado en su única silla, con los pies apoyados sobre un barril de clavos, sintiéndose él mismo un tanto desazonado. El lugar era descorazonador. Como había cerrado las puertas del vestíbulo y del vano de la escalera, la cocina estaba caldeada, pero demasiado silenciosa y lúgubre, con las ventanas sin cortinas, negras como pizarra y las fantasmales paredes blancas sólo interrumpidas por la estufa, en un rincón. Si hubiese estado en el establo, estaría lustrando arneses. Si hubiese estado en su hogar, allá en Springfield, en la cocina de su madre, estaría merodeando en busca de comida. Si hubiese estado con sus amigos, se encontraría en una fiesta, pero se excusó otra vez, pues irían Emily y Charles. Tarsy le había insistido y rogado que cambiase de opinión, hasta que al fin se fue, enfadada, exclamando:

– ¡Está bien, quédate en casa! ¡Pero no esperes que yo te imite!

Por lo tanto, ahí estaba, mirando las puntas de sus calcetines grises, escuchando el silencio, preguntándose cómo pasar la velada, pensando en Emily Walcott y en cómo se eludieron durante semanas.

Charles le había preguntado por qué ya no iba a las fiestas, y le dio la excusa de que Tarsy estaba volviéndose muy posesiva y que no estaba seguro de lo que quería hacer con ella, lo cual no estaba muy lejos de la verdad. De pronto, la muchacha desplegaba un alarmante instinto de formar nido. Hasta había empezado a prepararle pan (pesado y duro como alimento para caballos, aunque le agradeció y elogió los esfuerzos domésticos) y a aparecer ante su puerta por las noches, sin ser invitada; dejando caer insinuaciones de cuánto le gustaría vivir en cualquier otro sitio que no fuese la casa de sus padres, preguntándole a Tom, como sin interés, si algún día querría tener una familia.

Dejó caer la cabeza sobre el respaldo de la silla y cerró los ojos deseando amar a Tarsy. Pero nunca sintió por ella los impulsos de protección y el anhelo que le invadieron el día que Emily lloró y le hizo confidencias. Se preguntó cómo estaría. Por Charles, sabía que la señora Walcott estaba peor que nunca, aferrándose a la vida, pese a que varias semanas atrás el doctor Steele había declarado que no podía hacer nada más por ella.

En la casa silenciosa, Tom giró la cara hacia la ventana, deseando estar con Emily y los demás. Esa noche había una fiesta de patinaje, la primera del año en Little Goose Creek, y después, el grupo iría a la casa de Mary Ess a beber ponche caliente y bizcochos… y sin duda esos malditos juegos de salón. No, a fin de cuentas, era mejor que se hubiese quedado.

Pensativo como estaba, no registró los primeros ruidos. Sólo oyó el crujir del fuego y su propio monólogo melancólico. Pero se repitió: era un repiqueteo lejano cada vez más audible, acompañado de gritos y llamadas. Prestó atención. ¿Qué diablos pasaba ahí afuera? Parecía la mula cargada de un buscador de oro bajando de la montaña, con la diferencia de que se dirigía hacia su casa. Oyó que gritaban su nombre:

– ¡Eh, Jeffcoat! -y se levantó de la silla-. ¡Se acerca la compañía, Jeffcoat! ¡Iuuju, Tomy, abre, muchacho!

Más estrépito, acompañado de risas; ahora la conmoción rodeaba la casa. Lo próximo que escuchó fueron cascos de caballos.

Pegó la cara a la ventana del frente y espió fuera la noche invernal. ¿Qué diablos…? ¡Una yunta y una carreta estaban ahí, ante su porche delantero y había gente por todos lados! Resonaron pasos en el hueco del porche y una cara lo escudriñó con los ojos torcidos: Tarsy. Y junto a ella, Patrick Haberkorn, luego Lybee Ryker y todo un coro de jaraneros que gritaban y golpeaban los cristales: