Alguien abrió otro barril de cerveza casera, más fuerte que la anterior. Los espíritus se reavivaron y el buen humor se hizo contagioso. Los hombres arrastraron el baúl nuevo a la sala, metieron dentro a Mick Stubbs y afirmaron que el único modo de liberarlo era que una dama lo besara. Tilda Awk se ofreció, provocando gran alharaca y un coro de aullidos lobunos cuando lo besó en medio de la sala, de pie dentro del baúl con Mick; los varones trataron, jugando, de encerrarlos a los dos cosa que, por supuesto, no pudieron hacer. Tilda y Tarsy conspiraron en un rincón, tras la manta de Fannie, entre risitas y secretos murmurados. Tras unos minutos, salieron y arrastraron a todas las chicas detrás de la manta, contándoles el nuevo juego que pensaban hacer.
– ¡Haremos una presentación social de pies!
– ¡Una presentación social de pies! -murmuró Ardis con los ojos muy abiertos-. ¿Qué es eso?
Tilda y Tarsy hicieron girar los ojos y rieron entre dientes:
– Mi madre me lo contó -dijo Tilda-. Y si ella pudo hacerlo, ¿por qué yo no?
– Pero, ¿en qué consiste?
Resultó ser otro juego ridículo y muy escabroso. Las mujeres se desnudarían de las rodillas para abajo, levantarían las faldas y, de pie detrás de la manta, mostrarían los pies descalzos y las pantorrillas, y los hombres intentarían adivinar a quién pertenecían.
– ¿Qué pasa si le adivinan?
– ¡Una prenda!
– ¿Qué prenda?
– Esto fue idea de Mary: cinco minutos en ese armario vacío… con la puerta cerrada… en parejas.
– ¡No lo haré! -declaró Emily.
Pero las chicas, eufóricas, le regañaron:
– ¡Oh, no seas aguafiestas, Emily! No es más que un juego.
– ¿Y si quedo atrapada con otro que no sea Charles?
– Canta -sugirió Mary, frívola.
Al oír las reglas del juego, los varones lanzaron aullidos de entusiasmo, metieron los dedos entre los dientes y emitieron silbidos agudos, se dieron golpes juguetones en los brazos y terminaron murmurando entre ellos y rompiendo en carcajadas conspiradoras. Emily miró a Charles y comprendió que a él no le molestaría en lo más mínimo pasar cinco minutos en el armario con ella. Sus objeciones quedaron anuladas y ella misma fue arrastrada al ponerse en marcha el juego. Hicieron salir a los varones de la sala mientras las chicas se quitaban los zapatos, las medias y se subían los calzones de lana. Durante todo ese rato, sentada en el suelo, Emily hizo esfuerzos desesperados por recordar si Charles había visto alguna vez sus pies descalzos. Cuando eran niños, mucho tiempo antes, y vadeaban juntos el arroyo durante los picnics familiares. ¿Podría recordar cómo eran? ¡Oh, por favor, Charles, recuérdalo! ¡Tienes que recordar!
Pese a la estufa que se hallaba en el rincón opuesto, el suelo estaba frío. De pie junto con las demás muchachas, descalza sobre el duro suelo de roble recién colocado de Tom Jeffcoat, se colocó en su lugar en la fila detrás de la manta como una oveja sin seso, temerosa de irse de la fiesta como hubiese querido, de que Charles no reconociera sus pies y Tom sí.
Mary Ess llamó:
– ¡Muy bien, ya podéis entrar!
Los varones regresaron en fila, sin hablar. Del otro lado de la manta, carraspearon, nerviosos. Emily estaba apretada entre Tarsy y Ardis, con la vista fija en la manta a escasos centímetros de su nariz, contemplando las pulcras puntadas de Fannie que unían retazos de sus propios vestidos viejos, de las camisas en desuso del padre y sintiendo el estómago en la garganta, preguntándose qué diablos estaba haciendo ahí, metida a la fuerza en un juego en el que no tenía ganas de participar. Los hombres dejaron de removerse y en la sala se hizo un silencio cargado de tensión.
Las chicas sostuvieron las faldas levantadas y sintieron que les ardían las caras. Una cruzó los pies, avergonzada. No se miraron entre sí. ¿Qué pasaría si sus madres se enterasen de esto?
Lo prohibido de la situación las paralizaba.
Emily rogó que Charles eligiese primero… y bien.
Para su horror, oyó que Jerome sugería:
– Tom, es tu fiesta y tu casa. Incluso es tu manta. ¿Quieres ser el primero?
– De acuerdo.
Emily apretó las manos que sujetaban la falda en las caderas. Por el suelo se coló una corriente fría que le heló los pies. De repente surgió en su mente la imagen de Tom con su propia bota en la mano, arrodillándose para volver a calzársela, el primer día que posó la vista sobre él. En aquel momento fue horrible. Ahora, era peor. No se habría sentido más expuesta si hubiese estado desnuda ante él. ¿Por qué se había dejado arrastrar a ese juego estúpido? ¿Para demostrar que no era una aguafiestas? ¿Para demostrar que no era gazmoña? ¿Y qué había de malo en serlo? ¡Había mucho que decir en favor de la gazmoñería! ¡Esta situación le parecía desagradable e impropia, y ojalá hubiese tenido el valor de decirlo!
Pero era tarde.
Tom Jeffcoat se movió a lo largo de la fila de pies desnudos lentamente, atento, y se detuvo ante Emily. La muchacha cerró con fuerza los ojos y sintió como si todo el cuerpo se le hinchara a cada latido del corazón. Tom fue hacia el extremo de la fila y ella respiró con más facilidad, pero al momento volvió, llenándole de pánico el corazón. Ahí estaban las puntas de sus botas negras, a menos de tres centímetros de sus pies descalzos.
– Emily Walcott -pronunció con claridad, tocando su característico segundo dedo, más largo, con la punta de la bota.
Emily cerró los ojos y pensó: "No, no puedo hacer esto".
– ¿Eres tú, Emily? -preguntó, y la muchacha dejó caer la falda como si fuese una guillotina.
Se quedó con la vista fija en la manta, incapaz de moverse, con el estómago contraído y las mejillas ardiendo. Tarsy le dio un codazo.
– ¡Ve y no le arranques los ojos! -Agregó, junto al oído de la amiga-: ¡Soy muy devota de sus ojos!
Emily salió de atrás de la cortina con el rostro rubicundo como una gelatina de arándano. No podía… ¡no miraría a Tom Jeffcoat!
– Pienso que debemos añadir otra regla -bromeó Patrick Haberkorn-. Los dos tienen que salir vivos de ese armario.
Emily fue la única que no rió. Dirigió un silencioso ruego a Charles, pero este dijo en voz alta:
– ¡No le hagas daño, Em, es mi mejor amigo!
Todos rieron de nuevo, y Emily deseó licuarse y escurrirse por las ranuras del suelo.
– Señorita Walcott… -Jeffcoat la invitó con una leve reverencia y un gesto hacia la puerta abierta del armario, como si estuviese esperándolos un carruaje-. Después de usted.
Como una mártir a la picota, Emily caminó, rígida, hacia el armario. La puerta se cerró tras ella y la sofocó una oscuridad tan densa que, por un momento, se sintió mareada, encerrada con Tom, tan cerca que podía olerlo. Tragó un juramento al sentirlo junto a su hombro, impertérrito, mientras ella sentía como si el aire se le escapara de los pulmones de manera entrecortada. Estiró la mano, tocó el revoque frío y plano, pasó la mano por el rincón y se acercó a él, lo más lejos posible del dueño de casa. Aplastó los hombros contra la pared de la derecha y se deslizó hacia abajo.
Tom hizo lo mismo, a la izquierda.
Silencio. Un silencio burlón.
Se abrazó las rodillas y curvó los pies sobre el suelo nuevo y pulido.