Nunca en su vida había estado tan asustada, ni siquiera cuando tenía cuatro años y creyó que había un lobo bajo la cama, pues su madre le contó una historia en la que unos lobos perseguían a su abuelo cuando era niño.
Oyó que Jeffcoat hacía una honda aspiración.
– ¿Estás furiosa conmigo por haberte metido aquí? -le preguntó, susurrando.
– Sí.
– Me lo imaginaba.
– No quiero hablar.
– De acuerdo.
Otra vez, silencio, más denso que antes; Emily se apretó las rodillas contra el pecho y pensó que iba a estallar. Era como estar varios metros bajo el agua, sin aire: el miedo, la presión y el corazón golpeaban con fuerza suficiente para hacerle estallar los tímpanos.
– ¡Es un juego estúpido! -siseó entre dientes.
– A mí también me lo parece.
– Entonces, ¿por qué me has elegido?
– No lo sé.
La inundó la furia, rica y revitalizadora, reemplazando parte del miedo. A la larga, Tom admitió, renuente:
– Sí, lo sé.
A Emily se le dilataron las fosas nasales y estuvo a punto de dejar marcado el revoque nuevo con los omóplatos.
– Jeffcoat, te lo advierto…
Extendió una mano para protegerse y tocó el espacio vacío.
Tom dejó que la insinuación vibrase hasta que el aire se estremeció. Entonces, le ordenó en voz baja, cargada de intención:
– Ven aquí, marimacho.
– ¡No!
Una mano atrapó el tobillo izquierdo de la joven.
Retrocedió y se golpeó la cabeza contra la pared.
– ¡No!
– ¿Por qué no?
– ¡Suéltame!
– Los dos sentimos curiosidad y esta podría ser nuestra única oportunidad de descubrirlo.
La furia se esfumó, reemplazada por la súplica en la voz:
– ¡No, Tom! ¡Oh, Dios, por favor, no!
Frenética, trató de soltarle la mano del tobillo, pero él siguió tironeándola hasta que sintió que se deslizaba por el suelo del armario, con la rodilla y la cadera flexionadas.
– Si forcejeas demasiado, adivinarán lo que está pasando aquí.
Dejó de forcejear… excepto con el aliento. La respiración pasaba con esfuerzo hacia arriba y quedaba atrapada en un nudo de presentimientos que le surgía del pecho.
Afuera, alguien golpeó la puerta, bromeando. Emily se sobresaltó, pero Tom se mantuvo impávido. Su mano subió por la pantorrilla y se quedó detrás de la rodilla. Inmóvil como una estatua, mientras la otra mano tanteaba en la oscuridad y encontraba la mejilla de Emily, le rodeaba la nuca, la atraía, la atraía y ella se resistía.
– Yo también estoy asustado, marimacho pero, por Dios, estoy decidido a saber. Ven aquí.
La boca falló el blanco por dos centímetros. Corrigió la puntería, dejando una estela tibia de aliento mientras Emily permanecía rígida, conteniendo el suyo, con los labios tensos como un melocotón congelado. El primer beso fue cauto, un simple roce de los labios en los suyos. Como permaneció rígida, Tom retrocedió. Por el aliento supo que todavía estaba peligrosamente cerca. Entonces, atacó de nuevo, separando apenas los labios para brindar un atisbo de humedad.
– No lo hagas -suplicó.
Pero siguió como si Emily no hubiese hablado, besándola seductor, inclinando la cabeza, barriendo levemente los labios con la lengua, deshelándola.
– Vamos, marimacho, haz la prueba -la animó.
Le tomó la cabeza con las manos, los pulgares a los lados de la boca rebelde y trazó círculos como si quisiera remodelarla, frotándole los labios con la lengua, persuasivo.
Emily tragó saliva con los labios aún cerrados, el corazón retumbando con una avalancha de pensamientos prohibidos. Tom era persistente, tranquilo, trazaba ochos húmedos sobre la boca de la muchacha con suma delicadeza, el aliento le caldeaba la mejilla… hasta que ya no pudo contener el suyo. Salió en un borbotón acompañado de un estremecimiento y la fuerza de voluntad de Emily desapareció como la escarcha de un cristal entibiado por el sol. Relajándose contra él, levantó los brazos respondiendo al abrazo. Cuando abrió los labios, la lengua la invadió de inmediato, caliente, inquisitiva, incitándola a hacer lo mismo. Como exploradores, giraron, acariciaron, se sumergieron… desconcertados por la excitación mutua e inmediata.
Se tornó demasiado intensa, demasiado veloz.
Se separaron con dificultad, con los corazones tumultuosos, la respiración agitada, los labios de Tom apoyados en el puente de su nariz.
– Emily… -susurró.
Le echó la cabeza atrás y buscó los labios con impaciencia, como si no quisiera perder un segundo de ese tiempo robado. No hubo oscuridad le bastante densa para disimular la aceptación de Emily; ninguna lo bastante total para ocultar su rendición. Se extendió sobre él como un mantel que cayera al suelo y abrió la boca, suave y dispuesta para él.
Este beso empezó de completo acuerdo y maduró de anhelos. Una oleada de ansiedad subió desde los pies de Emily y la sorprendió con su impacto. Le provocó calor, bruscos estremecimientos, la urgencia imperiosa de apretar los pechos contra él. Pero no bastaba ningún abrazo para aliviar el súbito dolor de la excitación. Tom la alimentó, besándola con toda la boca, atrayéndola sobre su regazo, moviendo la cabeza para que la unión fuese más ajustada.
Ah, sí, lo era. La boca de Emily parecía destinada a la de Tom. Se enroscó alrededor de su tronco alzando las rodillas para tenerlo más cerca, rodeándole el hombro con un brazo, el otro en el costado.
La mano grande del hombre rodeó el codo levantado, lo apretó y se deslizó hasta la axila y luego al pecho. Emily se estremeció y luego se quedó inmóvil, impregnándose de las nuevas sensaciones. El corpiño apretado realzaba la sensación de la mano del hombre ahuecada sobre el pecho, con el pulgar que buscaba el punto más caliente, más duro. En lo profundo de su ser, Emily sintió que algo desbordaba y levantó más las rodillas, mientras la mano de Tom le provocaba un dulce dolor en el pecho.
Tom apartó apenas los labios y le preguntó:
– ¿Cuánto tiempo crees que tenemos?
– No lo sé.
Volvieron a unirse con avidez: fue una revelación. Nunca la habían besado así, con este abandono, como si fuese imperativo. Nunca le habían acariciado los pechos, como si fuera impensable resistirse. Tom era más de lo que esperaba: la boca cálida, flexible, su complemento perfecto.
Irrumpió la realidad: la puerta cerrada, el tictac del reloj… Charles… Tarsy… la posibilidad de que los descubriesen.
Un poco más… sólo un poco.
Tom apartó un poco la boca de la de Emily, le mordió con suavidad los labios, la barbilla y el pecho a través del corpiño apretado, como si quisiera llevarse lo más posible antes de abandonar este cubículo oscuro. Emily no pensó en apartarlo pues sentía cada uno de los avances como algo integral, innegable, necesario. La besó otra vez en la boca, acariciándole el pecho, y en las entrañas de Emily, en el núcleo de su feminidad, se formó un nudo.
Estaba besándolo sin pensar en nada cuando él la sujetó de los brazos y la apartó con rudeza.
– Emily, será mejor que nos detengamos.
Se sintió toda ardorosa e hinchada. La prudencia se impuso. No veía más que una negrura absoluta, pero oyó la respiración estridente del hombre.
– Él lo sabrá -susurró, trémula.
– Entonces, vuelve a sentarte donde estabas.
La empujó contra la pared y volvió a su propio lugar. Emily levantó las rodillas contra su corazón retumbante y Tom estiró una pierna en la esperanza de parecer natural cuando abriesen la puerta. Pero la muchacha comprendió que los descubrirían.
– Estaré sonrojada.
– Dile que yo te besé y yo me disculparé explicándole que fue por la cerveza.
– ¡No puedo decirle eso!
– Dame una bofetada. -Con un movimiento veloz, se puso a gatas delante de ella, tanteó buscándole la mano, la besó rápidamente y la apoyó en su propia mejilla áspera-. ¡Rápido! Álzala y dame una buena, que me deje marca.