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Se embebieron mutuamente en las texturas del otro, lenguas húmedas, la sedosa cara interior de los labios, los dientes tersos, continuando lo que la noche anterior no pudieron, bajo la amenaza de que los descubriesen a pocos centímetros de la puerta del armario.

La muchacha pensó el nombre: Tom… Thomas… y sintió la asombrosa irrupción del deseo que borraba los contornos de la discreción.

El hombre pensó en ella como siempre: marimacho… la que menos hubiese sospechado que pudiese encender ese fuego en él.

Con las palmas extendidas por toda la espalda, sobre los tirantes cruzados y la vasta camisa del hermano, la cintura de los pantalones de lana, exploró hacia arriba por los omóplatos, buscando un sitio seguro para habitar. Le sujetó los hombros desde atrás, mientras luchaba por recuperar el control.

Cuando el beso acabó, se miraron de cerca. Atónitos. No estaban preparados para la inmediata reacción que cada uno disparaba en el otro.

– No pude dormir mucho -le informó, en voz ronca.

– Yo tampoco.

– Esto será complicado.

Emily lanzó un suspiro trémulo y se esforzó por ser sensata:

– Das demasiadas cosas por sentadas, Tom Jeffcoat.

– No -respondió, admitiendo lo que ella no podía-. He esperado mucho tiempo a que esta atracción se pasara, pero no ha sido así, ¿Qué podía hacer?

– No lo sé. Todavía estoy un poco asombrada.

Rió, incrédula.

– ¿Crees que yo no?

Iba a besarla de nuevo, pero Emily retrocedió.

– Mi padre…

Miró hacia la puerta y puso distancia entre los dos, pero Tom la traspuso tomándola del codo, insistiendo como si lo impulsara una fuerza incontrolable.

– Anoche, cuando no podías dormir, ¿en qué pensabas? -quiso saber.

Emily movió la cabeza en ruego sincero y retrocedió.

– No me hagas decirlo.

– Antes de que terminemos te haré decirlo. Te haré confesar todo lo que piensas y sientes por mí.

La muchacha llegó hasta algo sólido y él se acercó, inclinándose hacia ella, aun con el cuerpo pegado al suyo. Emily se alzó de puntillas y lo abrazó. Se besaron con fuerza, con toda la boca, impulsados por la increíble atracción que todavía los aturdía.

En mitad del beso, Edwin entró en la oficina.

– Emily, ¿sabes dónde está…?

Se interrumpió.

Tom se dio la vuelta con brusquedad, con los labios todavía mojados y una mano en la cintura de Emily.

– Bueno… -Se aclaró la voz, y los miró alternativamente-. No se me ocurrió golpear la puerta de mi propia oficina.

– Edwin -saludó Tom, serio.

El tono no expresaba excusas ni disculpas sino reconocimiento llano. Se quedó donde estaba, con el brazo alrededor de la muchacha, mientras los ojos del padre iban del uno al otro.

– Así que eso era lo que te molestaba esta mañana, Emily.

– Papá, nosotros…

No había modo de explicar la escena y desistió.

Calma, la voz de Tom llenó el vacío:

– Emily y yo tenemos algunas cosas de qué hablar. Le pediría que no le dijera esto a nadie y menos a Charles, hasta que tengamos tiempo de resolver ciertas cuestiones. ¿Nos disculpa, Edwin, por favor?

Edwin se mostró incrédulo y fastidiado, alternativamente; primero, por ser excluido de su propia oficina, aun con toda cortesía; segundo, por dejar a su hija en manos de alguien que no era Charles. Tras diez segundos de cólera silenciosa, se dio la vuelta y salió. Al mirar a Emily, Tom la vio roja hasta la raíz del cabello, muy compungida.

– No tendrías que haber venido. Ahora papá lo sabe.

– Lo lamento, Emily.

– No, no es así. Te has enfrentado a él sin la menor vergüenza.

– ¡Vergüenza! ¡No me siento avergonzado! ¿Qué esperabas que hiciera, fingir que no sucedía nada? Ya no tengo quince años y tú tampoco. Sea lo que fuere, tendremos que afrontarlo.

– Repito que das muchas cosas por seguro. ¿Y yo? ¿Y si yo no quiero que se sepa?

Le apretó los hombros con firmeza:

– Emily, tenemos que hablar, pero no aquí pues podría entrar cualquiera. ¿Podemos encontrarnos esta noche?

– No. Esta noche viene Charles a cenar.

– ¿Y después?

– Nunca se va antes de las diez.

– Entonces, encontrémonos después de las diez. En mi establo, en la casa o donde tú digas. ¿Qué te parece el arroyo, al aire libre? ¿Te haría sentir más segura? No haremos nada más que hablar.

Emily se soltó: esto no se parecía a nada que hubiese experimentado.

– No puedo, por favor, no me lo pidas.

– ¡No me digas que piensas fingir que esto nunca ha sucedido! Cristo, Emily, sé honesta contigo misma. No nos dimos un par de besos en el armario y salimos imperturbables. Entre nosotros pasa algo, ¿no es cierto?

– ¡No lo sé! Es tan repentino… tan… tan…

Pareció suplicar con la mirada algo que le permitiese comprender.

– ¿Tan qué?

– No sé. Deshonesto. Peligroso. ¿A ti no te molesta pensar en Charles?

– ¿Cómo puedes dudar de semejante cosa? Desde luego que me molesta. ¡Si ahora siento un nudo en el estómago! Pero eso no significa que le dé la espalda. Necesito conocer tus sentimientos y entender los míos propios, pero también necesitamos un poco de tiempo. Emily, encontrémonos esta noche, después de las diez.

– Creo que no.

– Te esperaré junto al arroyo, donde los chicos van a pescar en verano, cerca de los grandes chopos detrás del almacén de Stroth. Estaré ahí hasta las once. -Se acercó más, le tomó la cabeza con las manos cubriéndole las orejas y los costados de la gorra roja, y apoyó los pulgares a los lados de la boca-. Y deja de sentir que acabas de romper cada uno de los Diez Mandamientos. En verdad, no has hecho nada malo, tú lo sabes.

Depositó un beso leve sobre sus labios y se fue.

Se sentía como si hubiese hecho algo muy malo… todo el día y la noche, inventando la visita a un paciente veterinario que jamás existió, cuando Charles le preguntó a dónde había ido. Mientras comían carne asada con verduras y salsa y jugaba a los naipes con Fannie y Frankie; cuando evitaba los ojos de su padre y dejó escapar un suspiro de alivio cuando subió a hacerle compañía a la madre en lugar de quedarse a jugar; mientras Charles le daba el beso de buenas noches y se iba, a las diez menos cuarto. Y después, cuando le dijo a Fannie que ella ordenaría los naipes y las tazas de café, y le sugería que se fuese a acostar.

La casa quedó en silencio. Ante la ventana que daba al arroyo y a la propiedad de Stroth, imaginó a Tom allí dando patadas sobre la nieve, escudriñando las sombras, esperándola. Podría llegar hasta los chopos en menos de diez minutos, ¿y luego, qué? ¿Más besos ilícitos? ¿Más caricias prohibidas? ¿Más culpa?

Era indigno, Charles no lo merecía. Era la clase de conducta propia de las mujeres de reputación dudosa.

Argumentaba para sí mientras se cambiaba los zapatos abotonados por botas de vaquero, se ponía una chaqueta larga sobre el vestido de mangas largas y se encasquetaba la gorra roja con el pelo metido dentro.

Esto está mal.

No puedo detenerme.

Puedes, pero no quieres.

Es cierto. Puedo, pero no quiero.

Papá siempre dijo que eras caprichosa.

Papá ya lo sabe y no dijo nada.

¡Eso es racionalizar, Emily, lo sabes! Él está esperándote para que le expliques qué sientes.

¿Cómo puedo explicar lo que yo misma no entiendo?

Cruzó de puntillas el vestíbulo y se escabulló fuera sin hacer ruido. La llovizna del día se había transformado en nieve, esponjosa como plumón. Todavía caía en línea recta como plomada en la noche sin viento, depositándose en cada superficie que tocaba. Debajo, la capa helada crujía a cada paso de Emily. Encima, sus faldas la barrían con un suspiro sin fin. La luna se ocultó. El cielo se cerró, iluminado por dentro por las espesas motas blancas que vertía. Aquí y allá, una ventana lo adornaba como un lingote de oro, pero en su mayor parte era un mundo silencioso y desierto.