Y ahora se sumaba lo de Emily y Tom Jeffcoat… algo más de qué preocuparse.
Al volver a la cocina, Edwin encontró a Fannie llenando la cafetera, con una bata de casa escocesa, azul, y un largo delantal blanco con pechera. Casi todas las mañanas, Emily se levantaba a la misma hora y estaba en la cocina sirviéndoles de freno durante el desayuno. Pero ese día no era así y estaban solos, oyendo los crujidos en la chimenea y la luz de la lámpara todavía encerrada entre las largas sombras que quedaban de la noche anterior.
– Buenos días -lo saludó Fannie.
– Buenos días.
Edwin cerró la puerta y se quitó la chaqueta, dejando ver los tirantes negros sobre la ropa interior de lana.
– ¿Dónde está Emily?
– Todavía duerme.
Vertió agua en la palangana y procedió a lavarse las manos mientras oía a Fannie poner la cafetera al fuego y apartar la sartén. Cuando se irguió y apartó la toalla de la cara, la vio de pie ante la cocina, mirándolo, con una tajada de tocino en una mano y un cuchillo olvidado en la otra. Por unos instantes, ninguno de los dos se movió. Cuando al fin lo hicieron, con tanta naturalidad como recibir en el rostro copos de nieve que cae, se acercaron y se besaron… un liso y llano beso de buenos días, como si fuesen marido y mujer.
Se separaron sonriendo y mirándose a los ojos, al mismo tiempo que Edwin seguía secándose las manos.
– ¿Te he dicho alguna vez cuánto me gusta encontrarte aquí, cuando entro en la cocina?
– ¿Te he dicho alguna vez lo mucho que me gusta mirarte cuando te lavas?
Edwin colgó la toalla de un gancho y Fannie empezó a cortar el tocino sobre una tabla.
Él se peinó y ella puso el tocino en la sartén, haciéndolo chirriar.
– ¿Cuántos huevos quieres?
– Tres.
– ¿Cuántas tostadas?
– Cuatro.
Como marido y mujer.
Buscó los tres huevos, la rejilla de tostar y la hogaza de pan, mientras Edwin iba a buscar una camisa limpia y regresaba a la cocina a ponérsela. De pie en el vano de la puerta, la observó dar la vuelta el tocino, mientras se bajaba los tirantes, se ponía la camisa almidonada y la abotonaba con lentitud.
– Lo digo en serio, Fannie -dijo en voz baja.
– ¿Qué?
– Que me encanta tenerte aquí horneando pan para mí, cuidando mí casa, lavando mi ropa. -Metió los faldones de la camisa en los pantalones y subió los tirantes-. Nunca hubo nada que me pareciera tan justo.
La mujer se le acercó y le arregló uno de los tirantes, que estaba retorcido.
– A mí también.
Las miradas se encontraron, cariñosas y felices, por el momento. Se besaron otra vez en ese ámbito fragante de pan tostado y café caliente. Cuando el beso acabó se abrazaron, la nariz de Fannie apretada contra la camisa almidonada, que ella misma había lavado con placer, y la nariz de Edwin sobre el pelo de la mujer, que olía vagamente a tocino, que él había tenido la felicidad de suministrar.
– Dios, te amo, Fannie -murmuró, teniéndola de los brazos, mirándola a los ojos-. Gracias por estar aquí. Sin ti, no podría haber soportado esta situación.
– Yo también te amo, Edwin. Me parece lógico que pasemos esto juntos, ¿no?
– No, yo quería ahorrártelo, pero no puedo soportar la idea de alejarte, Fannie. Quiero confesarte algo pues, sé que si te lo digo nunca lo haré.
– ¿Qué cosa, querido?
– Pensé en tomar algo del maletín de Emily, tal vez láudano, y acabar con la vida de Josie.
Los ojos de Fannie se llenaron de lágrimas.
– Y yo la vi marchitarse, esforzarse para respirar… y pensé en ponerle una almohada sobre la cara y terminar con esa lucha tan dolorosa.
– ¿En serio?
– Por supuesto. Ningún ser humano con un atisbo de compasión podría dejar de pensarlo.
– Oh, Fannie…
Le pasó un brazo por el cuello, apoyó el mentón en su cabeza y al saber que a ella también se le ocurrió, se sintió mejor, menos depravado.
– Es terrible pensar cosas así, ¿no es cierto?
– Me sentí muy culpable, pero, pobre Josie… Nadie tendría que sufrir así.
Por unos momentos, Fannie absorbió su fuerza y le palmeó la espalda, como subrayando una afirmación.
– Lo sé, Edwin. Siéntate y no hablemos más de eso.
Mientras comían, amaneció; las sombras de las ventanas palidecieron hasta llegar al tono del té claro y se oyeron los ladridos lejanos de los perros. Edwin y Fannie se miraron. La falsa intimidad conyugal que les brindó el hecho de compartir la rutina perduró el resto del desayuno. En una ocasión, el hombre se estiró sobre la mesa y le tocó la mano. Dos veces la mujer se levantó para servirle más café. La segunda, cuando volvió, le dio un beso en la coronilla.
Edwin le apretó la mano contra su pecho, rozó la palma con la barba.
– Fannie, tengo que hablarte de otra cosa. Necesito tu consejo.
Fannie se sentó a la derecha y las manos permanecieron unidas en una esquina de la mesa.
Sosteniéndole la mirada, le dijo:
– Ayer, entré en la oficina del establo y encontré a Emily y a Tom Jeffcoat besándose.
Fannie, con el dedo en torno de la taza de café, no se sorprendió.
– Así que, ya lo sabes.
– ¿Eso significa que tú lo sabías?
– Lo sospechaba.
– ¿Cuánto hace?
– Desde la primera vez que los vi juntos. Sólo esperaba que Emily pudiese admitirlo para sí misma.
– Pero, ¿por qué no me lo dijiste?
– No me correspondía expresar sospechas.
– Ni siquiera se sobresaltaron cuando entré. ¡Con toda calma, Jeffcoat me pidió que saliera!
– ¿Y qué hiciste?
– Me fui. ¿Qué otra cosa podía hacer?
– Y ahora quieres saber si tienes que sermonearla acerca de los votos sagrados del compromiso, ¿verdad?
– Yo…
Edwin se quedó con la boca abierta, evocando a sus bienintencionados padres, que lo disuadieron de casarse con la mujer que amaba.
Fannie se levantó y paseó por la cocina, sorbiendo el café.
– Anoche, cuando todos estábamos acostados, Emily salió y volvió bastante tarde.
– Oh, Dios…
– Edwin, ¿Por qué dices "Oh, Dios" como si fuese una calamidad?
– Porque lo es.
– Hablas como tus padres.
– Ya lo sé, que el Cielo me ampare.
Se cubrió la cara con las manos y apoyó los codos sobre la mesa. Fannie le dio tiempo para pensar y, al fin, Edwin levantó la vista, con expresión afligida.
– Pero Charles ya es como un hijo para mí. Lo fue toda la vida.
– Sin duda, ellos dijeron lo mismo respecto de Josie y tú. -Mientras Edwin la miraba cubriéndose la boca, prosiguió-: No puedo hablar por Joey ni adivinar lo que tú debes haber sentido, pero sí puedo decirte lo que fue para mí. El día de tu boda, ese día doloroso, de duelo, no sabía cómo contener mi desolación. Quería llorar, pero no podía. Quería escapar, pero no me estaba permitido. La corrección exigía que estuviese allí… contemplando la destrucción de mi felicidad. No recuerdo haber sentido nunca una pena tan honda. Me sentí… -Contempló la taza, recorrió el borde con el dedo y alzó la mirada triste hacia Edwin-…despojada de toda posibilidad de dicha. No podía funcionar, no quería, no era capaz de imaginar un futuro sin un incentivo para vivir. Y mi incentivo eras tú. Entonces, fui al establo de mi padre con la intención de ahorcarme. -Soltó una carcajada suave y amarga y bajó de nuevo la vista a la taza-. Qué cuadro tan ridículo, Edwin… -Alzó la vista con expresión abatida-. No sabía cómo hacer el nudo.
– Fannie…
– No, Edwin. -Levantó una mano-. Quédate ahí. Déjame terminar. -Se acercó a la cocina, llenó otra vez la taza y se quedó ahí, a buena distancia-. Pensé en ahogarme, pero era invierno: ¿dónde podía tirarme, si todo estaba helado? ¿Veneno? No podía ir a la farmacia y pedir un poco, ¿no es cierto? Y salvo eso, no sabía cómo conseguirlo. Por lo tanto, viví. -Exhaló un profundo suspiro y dejó la taza, como si le resultara demasiado pesada-. No, eso no es exacto: existí. Día a día, hora a hora, pensando qué hacer con mi lamentable vida. -Miró por la ventana-. Tú te marchaste… no supe por qué.