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– ¿Y qué tenemos que hacer?

– Por ahora, nada. Emily misma nos hará saber cuándo estará preparada para recibir disculpas o explicaciones.

En la mañana fría, la indignación de Emily fue convirtiéndose en amargura. Lo que su padre le hizo a su madre también se lo había hecho a Frankie y a ella. Su padre… el ídolo resplandeciente, el que amaba de modo incondicional porque era bueno y honesto. Nunca en la vida supo que hiriese deliberadamente a nadie. Los había traicionado a todos.

Y dolía más aún porque él fue el comprensivo, el tierno, la persona a la que Emily acudía como contención contra la dureza que solía encontrar en su madre. ¡Bueno, al menos ella no era hipócrita y vivía tal como le había enseñado!

¡Mamá… pobre madre, que no se lo merecía… que estaba muriendo arriba, con valentía, mientras abajo papá traicionaba las promesas matrimoniales con esa ramera que vivía en la misma casa!

Y esa ramera… su amiga, la mujer a la que hizo confidencias, la que admiró, con la que compartió sus mayores secretos… ¡Bonita amiga! Resultó ser una traidora.

La traición dolía. No, atormentaba. Le dejaba una sensación de impotencia. Llegó al establo aún empecinada en contener las lágrimas detrás de las compuertas que se negaba a abrir.

Ensilló a Sagebrush y galopó a toda velocidad, hasta que le dolieron las piernas y la piel del animal se cubrió de sudor. Hacia el Oeste. Hacia el pie de las colinas, cruzando arroyos congelados, a través de matas de salvia helada, sobre nieve sin hollar, asustando conejos y ardillas, pasando ante pinos cargados de blanco puro, bajando quebradas, subiendo cuestas, y en la mañana serena era la única contradicción: un ser humano desasosegado, haciendo correr a un animal que no podía hacer otra cosa que obedecer.

Cabalgó hasta que sintió los párpados tan helados que no los podía cerrar y que le ardían las zonas de piel que tenía expuestas. Hasta que se le resquebrajaron los labios y sintió las piernas calientes y acalambradas. Sólo cuando el caballo retrocedió y relinchó, rehusándose a trasponer la cresta de una loma, Emily comprendió que estaba maltratando al animal. Sagebrush sacudió la cabeza haciendo volar la espuma y, por fin, la muchacha tiró de las riendas, se relajó, cerró los ojos y dejó que la desesperación la desbordase. Permaneció así unos minutos, escuchando el jadeo del animal, y luego se apeó y se quedó de pie junto a la cabeza del caballo, luchando contra sus emociones. La piel de Sagebrush estaba caliente, húmeda y exhalaba el olor picante característico, pero en ese momento necesitaba algo familiar. Apoyó la frente sobre el gran cuello vigoroso y apretó los dientes, conteniendo los sollozos.

Necesito a alguien. Dios… a alguien.

Acalorado por la carrera, Sagebrush movió la cabeza, obligándola a retroceder: "ni al caballo le importo", pensó, desatinada.

Se puso en cuclillas, con los brazos extendidos sobre las rodillas, como un pastor armando un cigarrillo, empeñada en no llorar. Le ardía la cara. Los ojos. Los pulmones. Todo ardía: la traición del padre, la de Fannie, el sufrimiento incesante de su madre, su propia traición a Charles. La vida era un infierno candente.

Escondió el rostro entre las rodillas, dobló los brazos sobre la cabeza y lloró.

Dios, no soy mejor que mi padre.

Como no tenía otra alternativa, volvió al establo. Sagebrush estaba lustroso, manchado de sudor, como la superficie de un estanque agitada por un viento intermitente. Estaba sediento, cansado, hambriento y ansioso de llegar al establo que le era familiar. ¿A qué otro sitio podía ir que al establo de su padre?

Estaba Edwin solo y aplicaba otra capa de pintura verde a una carreta de caja doble. Cuando Emily llevó a Sagebrush adentro y siguió avanzando hacia los pesebres sin echar una mirada en dirección a él, el pincel se detuvo en el aire.

Dio agua al caballo, le quitó la montura y la limpió, cepilló la tibia piel castaña hasta que se enfrió, lo enjaezó y lo metió en un pesebre. Fue a mezclar alimento y, al pasar otra vez ante el padre, sintió la mirada de este que la seguía, pero sin decir palabra. Con la vista fija en el otro extremo del pasillo, como si Edwin no existiera, siguió avanzando a zancadas viriles, con un nudo en la garganta.

Dios, cuánto lo amaba.

Cuando volvió con un cubo lleno a medias de cereal, echó la culpa a los espesos vapores de la pintura en el edificio cerrado por el escozor de los ojos. La mirada de su padre la siguió otra vez. Y otra vez miró al frente, percibiendo el remordimiento, el dolor, y negándose a aceptarlo.

Terminó de alimentar a Sage y se encaminó a la oficina, pasando una vez más ante el padre, en el mismo silencio desafiante.

– ¡Emily!

Aunque se detuvo, siguió con la vista clavada en la puerta corrediza, a más de seis metros de distancia.

– Perdón -dijo Edwin, en voz baja.

La muchacha apretó los labios para que no temblasen.

– Vete al infierno -dijo, con el rostro pétreo y siguió caminando, metida en un capullo de dolor.

Pasó ese día con la misma vitalidad que una puerta movida por el capricho del viento. Se cruzó con su padre, como era inevitable, pero sólo le dirigió la palabra cuando era necesario, con voz glacial y sin mirarlo. Cuando le preguntó si ella quería ir la primera a almorzar, le respondió:

– No voy a comer.

Cuando el padre volvió de almorzar y dejó ante ella un plato con salchicha y patatas fritas, le echó una mirada despectiva y continuó con la aguja y el látigo trenzado sin darle siquiera las gracias. Al ver que se iba poco después de las dos de la tarde, Edwin le preguntó:

– Emily, ¿vas a casa?

La voz sonó solitaria en la extensión del gran cobertizo. Con amarga satisfacción, le respondió sólo cerrando la puerta de golpe.

Afuera, a un par de metros del cobertizo, se encontró con Tom Jeffcoat que se acercaba.

– Emily, ¿puedo…?

– Déjame en paz -le ordenó, sin piedad, y se fue dejándolo perplejo, mirando a su espalda.

En la casa, tenía que enfrentarse a Fannie. Emily la trató igual que a su padre, mirando a través de ella como si estuviese hecha de humo. Unos minutos después, Fannie se acercó a la entrada del dormitorio que compartían y dijo:

– Mañana lavaré ropa. Si tienes algo para lavar, déjalo en el pasillo.

Por primera vez, la miró a los ojos con expresión furibunda.

– ¡Yo me ocuparé de las sábanas de mi madre! -le espetó; pasando junto a ella sin tocarla, cruzó el corredor hacia la habitación de su madre, cerró la puerta y echó el cerrojo, dejándola fuera.

Pasó la tarde haciendo una labor que detestaba: tejer a ganchillo. Era en extremo torpe con ganchillo e hilo, pero se dedicó a hacer un pequeño tapete como castigo y expiación, junto al lecho de la madre, hasta que el padre volvió del trabajo y fue a verla.

– ¿Cómo está? -preguntó, entrando en el cuarto.

Emily se inclinó y tocó la mano de Josephine, ignorando a su padre.

– Ya es casi la hora de cenar. Pronto te traeré la bandeja, ¿eh, mamá?

Josephine abrió los ojos y asintió, sin fuerzas. Emily salió de la habitación sin quedarse a ver la patética sonrisa que la madre le dirigió al padre.

Cuando la cena estuvo preparada, Emily ordenó en un tono que no admitía réplica:

– Ven, Frankie. Hace más de dos semanas que no ves a mamá. Lleva tu plato arriba mientras yo le doy de comer. Se pondrá contenta de verte.

Obediente, Frankie la siguió pero se sentó en el catre de su padre y revolvió la comida contemplándose las rodillas en lugar de mirar el esqueleto tendido sobre la cama grande. Cuando pidió permiso para irse, pálido y sintiéndose culpable, Emily lo dejó, pero le ordenó que se encargase de la vajilla pues se quedaría a leerle a su madre.