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¿No sería mejor que se lo dijeras a ella también?

Con ese debate en la mente, oyó pasos en el suelo del corredor principal. Al pasar, alguien dio un empujón a la plataforma, haciéndola retumbar quedamente. Segundos después aparecía Charles en la puerta de la herrería.

– ¡Así no terminarás nunca el trabajo! -bromeó.

Tom le devolvió la sonrisa, desgarrado entre distintas lealtades, feliz de ver a su amigo al mismo tiempo que deseaba no haberlo conocido jamás.

– Sí, bueno, tú tampoco. -Haciendo fuerza en las rodillas, se levantó del taburete-. ¿Qué haces aquí, en mitad de la jornada? ¿No tienes que clavar unos clavos?

Charles se adelantó, se detuvo apenas traspuesta la entrada y mostró una amplia sonrisa.

– He venido a invitarte a mi boda.

– A tu b…

– El viernes a la una en punto de la tarde.

Tom estuvo a punto de caer sobre el banco.

– ¿El viernes? ¿Este viernes?

– Sí.

– ¡Pero es pasado mañana!

– Ya lo sé. -Dio una palmada y se frotó las manos-. Esa muchacha terca al fin me dio el sí.

El nudo en la garganta de Tom duplicó su tamaño.

– Pero… tan pronto…

Charles contuvo su entusiasmo y avanzó al interior de la herrería.

– Es por su madre. Ahora, la señora Walcott está muy mal. Emily cree que no le queda mucho tiempo de vida y quiere que nos casemos de inmediato. Será una pequeña ceremonia en el cuarto mismo de la señora Walcott, para que ella pueda verlo. -La felicidad de Charles brilló otra vez en su expresión-. ¿Puedes créelo, Tom? ¡En verdad, Emily está impaciente!

"O huyendo", pensó Tom.

– Creí que quería obtener primero el diploma de veterinaria.

– Dijo que abandona. -La sonrisa de Charles se ensanchó-. Dice que, como estará ocupada criando a mis hijos, no tendrá tiempo para nada más.

La otra noche me dijo que todavía no estaba preparada para tener hijos.

– Bueno… maldición. -Tratando de ocultar su sorpresa, Tom se pasó la mano por el cabello-. Es… bueno, es… felicidades, Charles… -Compuso un entrecejo dubitativo, como habría hecho antes de enamorarse de Emily-. Creo.

Charles rió y le palmeó el hombro.

– Yo creo que te gusta más de lo que das a entender.

– Es buena persona. Sólo que un poco peleadora.

– Me alegra de que, al fin, la hayas aceptado, pues tengo que pedirte un favor.

– Pide.

– Quiero que seas mi testigo.

El nudo amenazó con extenderse al estómago. ¿Ser testigo? ¿Y quedarme callado cuando Vasseler pregunte si alguien conoce algún motivo para que ese matrimonio no se realice? ¿Y pasarle a Charles la sortija para que se lo ponga en el dedo a Emily? ¿Y después, besarla en la mejilla y desearle una vida feliz con otro hombre?

¡Dulce Jesús, no podía hacerlo!

Sintió en el rostro primero calor y luego frío, y dio gracias a Dios por la penumbra del lugar. Parpadeó, tragó saliva y tendió la mano a Charles.

– Desde luego.

El amigo la encerró entre las suyas ásperas.

– Bien. Y Tarsy lo será de Emily. En este momento, está pidiéndoselo. No veo motivo para que diga que no, como no lo has hecho tú. -Charles apretó con más fuerza la mano de Tom y dijo en tono ronco y sincero-: Soy tan feliz, amigo, no sabes lo feliz que soy.

Tom no sabía dónde esconderse. Temeroso de que la fragua iluminara el abatimiento de su expresión, dobló el codo y pasó el brazo por el cuello de Charles, atrayéndolo hacia él.

– Que siempre sea así, Charles. Que sea así para siempre, porque lo mereces.

El amigo le palmeó la espalda.

Se separaron.

– Bueno… -Tom se pasó los nudillos bajo la nariz, sorbió y metió las manos en los bolsillos del pantalón-. Esta conversación está volviéndose un tanto sensiblera.

Rieron al unísono, cohibidos.

– Sí, y yo tengo que ir a clavar unos clavos.

– Y yo tengo que doblar un hierro.

– ¿Y?

– Y entonces, sal de aquí.

– ¡Está bien, me voy!

Cuando se fue y Tom quedó solo en la herrería, explotó la reacción que estaba conteniendo, un pánico visceral, como si una boa estuviese preparándose para comérselo.

¡Lo hará! ¡Esa tonta cree que así resolverá todo, que precipitándose a pronunciar esos votos estará a salvo de sus propios sentimientos! ¡No creo que sea por otra cosa que lo hace!

Entonces, ¿la detendrás o no?

Con toda seguridad que lo intentaré.

¡Buen amigo eres!

¡Maldición, déjame en paz!

Cargó la carreta con estiércol para el corral, la única excusa válida que se le ocurrió en la prisa del momento, y enganchó a Liza y a Rex para sacarla. Conteniéndose, fue por la calle Main hasta la esquina con Burkitt, desde donde podía verla salir de la casa de Tarsy, mirando colina arriba. Tanto si cruzaba la calle para ir a la casa o se dirigía hacia el pueblo, de cualquier modo la vería.

– ¡So! -gritó, tirando de las riendas.

Los caballos quedaron enfilados hacia la esquina. Con tanta lentitud como prudencia, se apeó, pasó ante la yunta y les revisó las patas. Alzó la delantera derecha de Liza, examinó la herradura, la horquilla del casco, le pasó el pulgar por encima, mirando de soslayo colina arriba. El casco estaba perfecto. La horquilla, limpia. Soltó la pata de Liza y revisó una de las de Rex. Luego, metiéndose entre los dos, los hizo caminar paso a paso, como si buscara una posible cojera.

Otro vistazo a la colina: no se veía un alma.

Enderezó una correa torcida que no lo necesitaba, miró hacia Burkitt Street Hill entrecerrando los ojos y allí estaba, con un abrigo marrón y una falda escocesa, cruzando Burkitt en dirección a su casa. Era un día de una luminosidad cegadora y la nieve hería los ojos bajo el sol de las dos de la tarde. Contra el fondo blanco, parecía oscura como una mancha de tinta sobre un secante nuevo.

Dio la vuelta, subió al carro, condujo colina arriba tomando derecho por Jefferson y se mantuvo detrás, viendo cómo revoloteaban las faldas a cada paso, y sintiendo cómo su propio pulso se enloquecía con sólo verla, con una mano cruzada sobre el pecho, la barbilla baja, sujetando las puntas de la bufanda roja. Caminaba como hacía muchas cosas: con vivacidad y eficiencia. Lo supiera o no, sería una esposa magnífica. Llevaría adelante un hogar y criaría a sus hijos con el mismo fervor que dedicaba al establo y a los animales. Porque así era ella. Tom lo sabía con tanta certeza como sabía que quería un hogar y una familia propios.

Cuando Emily estaba a una manzana de la casa de Tarsy, se le acercó.

– Hola, Emily.

Giró como si la apuntasen con una pistola. Los ojos frenéticos se posaron en él y apretó contra el pecho la mano que sujetaba la bufanda.

– Estás un poco pálida -comentó, serio.

– Te dije que me dejaras en paz.

Dio una brusca media vuelta y siguió caminando, con Tom atrás junto a su hombro derecho, que llevaba a la yunta a paso lento.

– Sí, ya lo oí.

– Entonces, hazlo.

Lo pensó… una fracción de segundo.

– Hace un momento vino a verme Charles para contarme la noticia. -Emily siguió caminando decidida, con la falda revoloteando a cada paso-. Me perdonarás si no te felicito -agregó con sequedad.

– Vete.

– No me voy nada. Estoy aquí para quedarme, marimacho, así que te aconsejaría que te hagas a la idea. ¿Qué dijo Tarsy?

– Que sí.

– ¿Y esperas que los dos estemos ahí, ante el Señor y el reverendo Vasseler, y os demos nuestras bendiciones?

– No fue eso lo que pensé.

– Oh, es un alivio.

– Por favor, ¿podrías seguir a otra persona? Todo el pueblo podría vernos.

– Ven a dar un paseo conmigo.

Le disparó una mirada helada.