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– En tu carreta de estiércol.

– Bastará que digas una palabra y volveré con un coche antes de que llegues a tu casa.

La muchacha se detuvo y le dirigió una mirada cargada de sufrimiento.

– Voy a casarme con él, ¿no lo entiendes?

– Sí. Pero, ¿tú lo entiendes? Estás huyendo asustada, Emily.

– Estoy haciendo lo más sensato.

Aminoró el paso, como resignada. Tom dejó que los caballos se retrasaran y la vio alejarse, huir de él, de sus propios sentimientos, de la verdad innegable. Cuando se convenció de que estaba resuelta a dejarlo atrás, tiró de las riendas, la dejó alejarse unos metros y, por fin, gritó:

– Eh, Emily, me olvidé de decirte una cosa. -Esperó, pero la muchacha no se detuvo ni se dio la vuelta. Aunque había casas a ambos lados de la calle, se puso de pie en la carreta y gritó-: ¡Te amo!

Se dio la vuelta, con expresión de franca sorpresa. Hasta el idiota del pueblo podría haber detectado el magnetismo de esos dos que se enfrentaban en la luminosa tarde nevada, ella a unos metros él, de pie sobre una carreta cargada de estiércol. Tom continuó en voz más baja:

– Me pareció que debías saberlo antes de casarte con él.

Atónita, lo miró con la boca abierta.

– Olvidé otra cosa: quiero casarme contigo.

Dejó que las palabras se asentaran unos instantes, luego se sentó, agitó las riendas y la dejó, de pie en el borde de la calle Jefferson, con el aliento atrapado en la garganta, una mano apretada sobre el corazón y el rostro sonrosado como un albaricoque.

Emily pasó el día en la casa y el atardecer con Charles, y aunque Tom lo supo y le dolió, no tuvo más remedio que mantenerse apartado. Esa noche, en su casa, se paseó preocupado, yendo de una ventana a otra con la esperanza de verla llegar cruzando su propio patio. Pero el patio permaneció vacío y lo atacó el pánico. A medianoche se fue a la cama y se quedó despierto trazando planes extravagantes para disuadirla, casi todos imposibles de concretar. A las dos de la madrugada llegó a la conclusión de que esta era una situación desesperada y, como tal, requería medidas desesperadas. A juzgar por la hora a la que Emily o Edwin abrían el establo, debían de levantarse todas las mañanas alrededor de las seis.

A las cinco y media estaba esperándola en el patio trasero.

Era invierno y hacía frío, tanto que se le formaron carámbanos que le taparon las fosas nasales. Se levantó el cuello de la gruesa chaqueta de cuero de oveja, se tapó las orejas con las manos enguantadas y apoyó un hombro contra la trasera del cobertizo, espiando la esquina, vigilando el camino que venía desde la puerta de la cocina. Sus propias huellas se veían enormes, desde el camino hasta su escondite, pero el cielo aún estaba negro y la luna baja y delgada sobre el horizonte. Más aún: cualquiera que saliese tendría demasiada prisa para observar la nieve y ver pisadas extrañas.

Arriba, en las montañas, aulló un coyote, seguido por el coro de los demás. En la casa se cerró una puerta y unos pasos precipitados hicieron crujir la nieve endurecida del sendero con un ruido que parecía el cuero de la silla bajo el cuerpo de un jinete. Tom espió por la esquina: era Edwin, que corría con la cabeza baja hacia el retrete. Cuando la puerta se cerró tras él, Tom se escabulló al otro lado del cobertizo para esperar. Vio que la luna se ocultaba tras las montañas, oyó a Edwin volver a la casa y, un minuto después, salió otra persona. Cuando esa persona llegó a la mitad del camino, Tom espió y vio una silueta femenina de cabellos claros: Fannie.

No tardó mucho en el retrete. Cuando volvió adentro, la mañana ya era decididamente fría. Por Dios, nunca había temblado así. Siempre bajaba la temperatura después del amanecer, pero ese día parecía haber descendido más de seis grados. Se sonó la nariz y tuvo la sensación de que los dedos jamás se le descongelarían cuando se puso otra vez los guantes. Otra vez se le taparon las fosas nasales y se frotó para destaparlas. Con los brazos cruzados, golpeó el suelo con los pies y metió el mentón dentro del cuello del abrigo.

Quizás Emily ya hubiese ido al retrete y él no la vio. O tal vez se quedara durmiendo hasta tarde. De todos modos, era una ocurrencia estúpida. Se iría a su casa y la dejaría en paz. Quizá realmente amase a Charles y eso sería lo único correcto.

Pero estaba demasiado enamorado y se quedó.

Más de un cuarto de hora después, apareció Emily. Acababa de amanecer y a la luz tenue la vio hacer todo el trayecto desde la casa: calzada con algo que no hacía ruido, caminó con cuidado, sujetándose las solapas del abrigo sobre el camisón. Con la cabeza baja y los brazos cruzados, corrió, el cabello cayendo como una cascada negra sobre las mejillas y los hombros.

Mucho antes de que llegara al extremo del camino, Tom había rodeado el edificio para esperarla. Pero cuando Emily abrió la puerta del retrete y salió, él estaba de pie en medio del camino, con los pies separados y las manos juntas formando una esfera.

– Buenos días.

Se irguió, sorprendida.

– ¡Tom!

– Necesito hablar contigo.

– ¡Estás loco! ¡Son las seis de la mañana!

Se apretó el cuello del abrigo.

– No podía hacer esto anoche, a las seis, ¿verdad?

– ¡Pero aquí afuera hace mucho frío!

– Lo sé. Hace rato que estoy aquí, esperándote. Empezaba a pensar que no saldrías nunca.

– No puedo hablar contigo aquí. Estoy… -Miró al suelo-. Tengo los pies… en chinelas y camisón. Y pronto aclarará. Cualquiera podría vernos.

– ¡Maldición, Emily, no me importa! ¡Mañana te casarás con el hombre equivocado y no tengo tiempo para disuadirte!

Dio tres grandes zancadas y la alzó en los brazos.

– ¡Thomas Jeffcoat, bájame!

– Deja de patear y escúchame. -La llevó alzada hasta la parte de atrás del cobertizo, apoyó la espalda contra la pared fría y se acuclilló, hundiéndose en la nieve hasta las caderas-. Pon los pies aquí. Buen Dios, muchacha, ¿no tienes sentido común que sales así vestida?

Las chinelas estaban tejidas en hilo grueso negro. Tom le envolvió los dos pies con el camisón, acomodó a Emily en su regazo, la rodeó con los brazos y la miró a la cara, que estaba más alta.

– Emily, no le dejas a uno mucho tiempo. No habría hecho esto si hubiese tenido otra alternativa. Pero ya te dije que el hombre persigue y yo te persigo del único modo que sé, por loco que parezca.

– Loco sería un modo muy gentil de expresarlo. Lo que me hiciste ayer en la calle fue terrible.

– Sin embargo, te hizo detenerte y pensar.

– ¡Pero, no se… no se sigue a una chica en un carro de estiércol y se le ofrece matrimonio!

– Como lo sé, por eso vengo a pedírtelo otra vez.

– ¡Esta vez, detrás del retrete!

– El retrete está allá; este es el cobertizo.

Señaló con la cabeza.

– Thomas Jeffcoat, eres un lunático.

– Estoy enamorado. Por eso he venido a preguntártelo otra vez: ¿quieres casarte conmigo?

– No.

– ¿Me amas?

– ¡Cómo me preguntas una cosa semejante, sabiendo que mi boda está fijada para mañana!

Exasperada, forcejeó para soltarse, pero Tom la sujetó con más fuerza de los hombros y las rodillas.

– ¡No contestes mi pregunta con otra! ¿Me amas?

– Eso no tiene nada que ver con mi promesa de…

– ¿Me amas? -insistió, apretándole el cuello con una mano metida en el grueso guante, obligándola a volver el rostro hacia él.

– Te deseo. No sé si es lo mis…

Estampó su boca sobre la de ella con fuerza, infundiendo al beso todo el amor, la desesperación y la frustración que sentía. Cuando la soltó, tenía el aliento agitado y la expresión sincera:

– Yo también te deseo… no lo negaré. Te deseo tanto que me acostaría contigo aquí en la nieve. Pero es más que eso. Camino por mi casa vacía y te imagino conmigo. Te quiero en mi mesa del desayuno, aunque no sepas freír huevos. Por lo que a mí me importa, podemos comer tostadas quemadas… diablos, hasta estoy dispuesto a quemarlas yo mismo, pero te quiero ahí, Emily. Y en el establo: eres estupenda con los caballos. ¿No nos imaginas yendo hasta allí todos los días y trabajando juntos? ¡Qué equipo formaríamos para los negocios!