– Emily, ¿estás bien?
La voz de Emily, brusca y airada, llegó con claridad desde abajo:
– No me sirváis el desayuno. Comeré con mi madre -seguido por el deslizarse de sus pasos que subían la escalera a todo vapor.
Quince minutos después, apareció con la bandeja del desayuno de Josephine, entró y cerró la puerta que, durante el día, quedaba abierta de par en par hasta dos días antes, en que Emily había comenzado a cerrarla con gesto perentorio.
– Buenos días, madre.
Cuando apoyó la bandeja en la cama, Josephine le tomó la mano. Le sonrió y se estiró para acariciar con los nudillos la mejilla enrojecida de Emily.
– ¿Estás enferma? -preguntó Josephine en un susurro.
– ¿Enferma? No, estoy… estoy bien.
– Oí que Fannie te llamaba. Tienes la mejilla fría.
– Estuve afuera. Esta mañana hace más de doce grados bajo cero.
– Y roja.
Emily se atareó con las cosas del desayuno, evitando mirar a su madre.
– Esta mañana tienes avena y huevos con tocino. A ver, deja que te acomode las almohadas. Espero que tengas apetito otra vez. Es muy grato verte comer como ayer. -Siguió parloteando de cosas superficiales, lo que no hizo más que evidenciar su nerviosismo. No podía dejar las manos quietas, que iban de una cosa a otra: el azúcar, la crema, la sal, la pimienta; exhibía un exceso de eficiencia para disimular la tensión-. Creo que hoy limpiaré tu cuarto y te lavaré el cabello. Podríamos colocar una tela encerada sobre el borde del colchón, para que te acuestes atravesada, ¿qué te parece? Y plancharé tu bata de cama preferida y mi vestido azul. Claro que también tengo que lavarme el cabello, empaquetar mis cosas para llevarlas a casa de Charles, y…
– Emily, ¿qué pasa?
– ¿Cómo qué pasa?
En los ojos de Emily apareció un atisbo de terror.
– No es necesario que me protejas de todo -murmuró Josephine-. Todavía estoy bien viva y quiero formar parte de la familia otra vez.
Vio cómo la hija luchaba contra un torbellino oculto en su interior. Por un momento, creyó que Emily se aplacaría y confiaría en ella, pero al final se levantó de un salto y se dio la vuelta, escondiendo cualquier secreto que hubiesen revelado sus ojos.
– Oh, madre, nunca dejaste de formar parte de esta familia, ya lo sabes. Pero, por favor, no te aflijas por mí. No es nada.
Pero casi no probó el desayuno y cuando Edwin entró, antes de irse para el establo, lo rechazó con frialdad y se puso a manosear las cosas que había sobre el tocador, sin siquiera saludarlo.
Poco después de que se fuera Edwin, apareció Fannie ofreciéndose a limpiar la habitación, pero Emily le informó que lo haría ella y que también se ocuparía de preparar a su madre para el día siguiente. Fannie miró desde los pies de la cama a Emily, percibió la evidente tensión reinante en el cuarto, y luego, resignada, se encaminó a la puerta.
– ¡Fannie! -le espetó Emily.
– ¿Qué?
La mujer se volvió.
– No hará falta que prepares una comida de bodas, si es que lo pensaste. Cuando termine la ceremonia, Charles y yo nos iremos directamente a su casa.
Pasó el día igual que el anterior, ocupándose de su madre, ejecutando todas las tareas que planeó para esa jornada pero, a medida que avanzaba, su actividad cobraba una cualidad casi frenética. Inquieta, Josephine la observaba y se afligía.
El lavado del cabello comenzó a última hora de la tarde. Resultó un proceso dificultoso, pero esa misma condición y la inversión de los papeles acercaron a madre e hija más que nunca.
Una vez que Josephine estuvo otra vez sentada con la espalda en las almohadas, Emily le peinó con parsimonia el pelo y dijo:
– No tardará mucho en secarse.
– No, es cierto -admitió Josephine, triste-, ya no.
Las palabras estrujaron el corazón de Emily. Menos de un año atrás el cabello de su madre era oscuro, grueso y brillante, su más preciado tesoro, su orgullo. En el presente, pendía en mechones lacios, descolorido, el cuero cabelludo sonrosado asomando en algunas partes. Josephine misma lo cortó a la altura del cuello para que fuese más fácil mantenerlo durante la enfermedad. Las zonas desnudas de la cabeza parecían un último insulto al físico deteriorado de esa mujer que una vez fue robusta.
Percibió la tristeza de su hija, alzó la vista y vio que, en verdad, estaba abatida.
– Emily querida, escúchame. -Tomó la mano de la muchacha entre las suyas y la retuvo, con peine y todo, mientras hablaba en voz baja para no toser-. Ahora no importa cómo tengo el cabello. No importa que tu padre duerma en un catre aparte y que me vea como una manzana cada vez más seca. Nada de eso tiene importancia. Lo que importa es que tu padre y yo hemos vivido juntos veintidós años, sin perdernos el inmenso respeto que nos tenemos.
Con los ojos bajos, Emily mantuvo la vista fija en la mano marchita de su madre, en la que los dedos demasiado delgados ya no conservaban la marca de la sortija nupcial.
– Los últimos días, has estado angustiada y creo que sé por qué. Aunque aprecio tu lealtad, creo que está fuera de lugar. -Acarició con el pulgar el dedo anular de la hija, donde aún no había nada-. Estoy enferma, Emily, pero no ciega ni sorda. He visto tu súbita aversión a tu padre y a Fannie, y oí cosas… Cosas que tal vez no estaban destinadas a que las oyese.
Suspiró y guardó silencio, contemplando la expresión abatida de la muchacha.
– Nunca hemos estado muy unidas, ¿verdad, Emily? Tal vez sea culpa mía. -Siguió sosteniendo la mano de Emily, una familiaridad que jamás se había permitido en dieciocho años de maternidad. Y aunque incluso en ese momento parecía poco natural, se obligó a hacerlo, al admitir sus errores como madre-. Pero siempre estuviste prendada de tu padre, lo seguiste, lo imitaste. Veo que te duele mucho cada vez que lo rechazas… y también a Fannie. Te acercaste mucho a Fannie, ¿no?
Emily tragó saliva, pero no levantó la vista y aparecieron dos manchas de color en las mejillas.
– Creo que ha llegado el momento de decirte ciertas cosas. Quizá no te resulte agradable oírlas, pero confío en que entenderás. Eres una joven madura y estás a punto de embarcarte en el matrimonio. Si tienes edad suficiente para eso, también podrás entender lo que pasa entre tu padre y yo.
Los ojos azules de Emily, con expresión afligida, se alzaron:
– Mamá, yo…
– Shh. Me canso con facilidad y tengo que susurrar. Por favor, escúchame. -Por extraño que pareciera, Josephine no hablaba tanto tiempo seguido desde hacía meses y aun así no tosió, y prosiguió, como si un benefactor le hubiese prestado sus energías para hablar cuando más lo necesitaba-. Tu padre y yo crecimos conociéndonos desde la infancia, lo mismo que Charles y tú. Cuando teníamos catorce años, nuestros padres nos dijeron que habían acordado un pacto de matrimonio y que esperaban que los dos lo honrásemos. No tenía relación alguna con la pretensión de unir tierras ni negocios, cosa que me hizo preguntarme con frecuencia por qué estaban tan empecinados en que Edwin y yo nos casáramos. Tal vez, sólo porque eran amigos y sabían qué clase de hijos resultamos: hijos cristianos, honrados, que nos convertiríamos en padres cristianos y honrados, educados en el respeto al Cuarto Mandamiento.
"Se oficializó el compromiso cuando cumplimos los dieciséis años, la misma primavera que Fannie volvió después de dos años de estudiar en el extranjero. Sus padres dieron una fiesta poco después de su regreso y recuerdo esa noche con claridad. Las lilas estaban en flor. Fannie vestía de color marfil, que siempre le quedó magnífico, con ese llameante cabello anaranjado, como una vela de fiesta, pensaba yo. Creo que esa noche comprendí que a tu padre le gustaba. Bailaron juntos y los recuerdo girando con los brazos enlazados, contemplándose con el rostro sonrojado, sonriendo de un modo que nunca Edwin tuvo para mí. Sospecho que la llevó afuera y la besó en el jardín de hierbas aromáticas, porque cuando volvió le sentí olor a albahaca en la ropa.