Aturdida, Emily fue hasta su propio cuarto y se sentó a los pies de la cama. Cuántas líneas paralelas, y no debía ignorar ninguna. Contempló el reborde de la ventana a través de las cortinas de encaje e imaginó un amor tan fuerte como para durar veintidós años sin disminuir; un respeto lo bastante grande para mantenerse esos mismos años bajo una capa de dudas silenciadas. Qué difícil, tanto para el padre como para la madre. Y aun así, persistieron, y les dieron a los hijos una base tan firme como cualquier religión o credo, pues Emily jamás sospechó que hubiese grietas en la devoción mutua de sus padres.
Y Fannie, la abandonada… cuan vacía debió de quedar su vida. Cuánta angustia ocultaría bajo esa apariencia alegre.
Charles se quedaría como Fannie, abandonado, vacío, con el corazón destrozado si Emily revocaba la decisión de casarse con él, aunque no seguiría siendo cordial a través de los años, como lo fue Fannie con sus padres. Estaría herido, furioso, y sería imposible que los tres vivieran en un pueblo tan pequeño sin resentimientos futuros.
Pasó la tarde; sombras azuladas tiñeron la nieve que cubría el alféizar de la ventana. Abajo, la puerta del horno chirrió cuando Fannie la abrió y la cerró. Emily miró la hora: eran las cuatro y media. En menos de veintiuna horas, debería pararse ante su madre y unir su vida a la de Charles de manera irrevocable.
¿Podría hacerlo?
Más aún: ¿podría no hacerlo?
Intentó imaginar que esa noche, cuando fuese Charles, le decía que había cometido un error, que era a Tom a quien amaba y con quien quería casarse.
Cruzó los brazos y se dobló hacia adelante, con una punzada física de dolor. Había dejado que la cobardía con respecto a Charles fuese demasiado lejos. ¿Cómo podía adoptar semejante decisión, en el último momento?
Se hicieron las cinco y, como estaban en el solsticio de invierno, oscureció por completo; cinco y media, y su madre se levantó y cruzó el pasillo; a las seis menos cuarto, papá llegó a casa haciendo resonar las botas, se lavó las manos y preguntó dónde estaban todos. Frankie, que venía de patinar con Earl y los otros chicos, entró de estampida. Flotó hasta arriba el olor del pollo asado.
Emily se levantó, se alisó la falda y se movió en la oscuridad del cuarto, demorando lo inevitable. No podría eludirlos para siempre. En el corredor un resplandor tenue llegaba desde abajo. Se detuvo en lo alto de la escalera y reunió coraje para bajar el primer peldaño. Todo el trayecto hasta abajo se imaginó el enfrentamiento con papá y Fannie y los supuso cambiados, redimidos por la revelación de la madre. Pero cuando entró en la cocina los vio como siempre: su padre, con las ropas de trabajo, la ropa interior asomando por el cuello y los puños, leyendo el periódico semanal, y Fannie, con un delantal largo, el cabello cobrizo un poco desordenado, afanándose junto a la cocina. Tenían toda la apariencia de cualquier marido y su esposa, y Frankie, poniendo la mesa, podría haber sido el hijo de ambos. Con un sobresalto, comprendió que era posible. Frankie sería el hijo y ella misma, la hija. Pensarlo la hizo sentirse inconstante hacia su madre aunque, quizá, Josephine tuviese razón: Fannie y su padre serían, un día, marido y mujer.
Percibiendo que lo miraban, Edwin bajó el periódico al mismo tiempo que Fannie se daba la vuelta y los dos sorprendieron a Emily observándolos desde la entrada. En el ambiente reinaba la misma sensación de inminencia que predominaba desde que los descubrió besándose.
– Bueno. -Edwin alisó el periódico-. ¿Cómo está tu madre? Estaba a punto de subir.
– Está mejor -respondió Emily, en el tono más gentil que había empleado desde que los pilló.
– Bien… bien. -Se hizo un silencio largo e incómodo hasta que, al fin, Edwin volvió a hablar-: Me he tomado la libertad de invitar a Charles a cenar. Como no tendrás mañana tu cena de bodas con nosotros, me pareció apropiado.
– Oh… magnífico.
Edwin echó una mirada a Fannie, mientras calibraba la súbita docilidad de su hija.
– Fannie ha hecho pollo asado… como te gusta.
– Sí, yo… gracias, Fannie. Pero mamá me pidió que os dijera que le gustaría que comáis los tres juntos en su cuarto.
Edwin sugirió:
– Si está lo bastante fuerte, podría traerla aquí abajo y podríamos cenar todos juntos, por lo menos en esta ocasión.
Frankie, que estaba mirándolos, exclamó:
– ¿Qué os pasa? ¡Estáis ahí abriendo la boca como una bandada de autillos!
Por fin, el comentario rompió la tensión. Emily avanzó y le ordenó a su hermano:
– Trae vasos y servilletas para Fannie y yo le ayudaré a machacar las patatas.
Qué cena, qué velada tan plena de circunstancias fantasmales… Llegó Charles, jovial y excitado. Edwin llevó a su esposa en brazos a la planta baja. Fannie les sirvió una cena deliciosa y comieron como si no pasara nada malo. Pero, dentro de Emily, la tensión parecía impedirle la respiración.
Intentó… con cuánta fuerza, encontrar dentro de sí el modo de encarar a Charles con sinceridad. Pero él estaba demasiado feliz, ansioso, amoroso cuando salieron al porche a despedirse.
La besó con pasión y la acarició como si tratase de no caerse a un precipicio.
– Mañana por la noche, a esta hora -murmuró con ardor-, serás mi esposa. -La besó de nuevo, se estremeció y se apartó para decirle al oído, con voz ronca-: Oh, Emily, cuánto te amo.
La muchacha abrió la boca y comenzó a decir, insegura:
– Charles… yo…
Pero volvió a besarla, interrumpió la confesión y, al final, ella no tuvo valor para aniquilarlo.
Cuando Charles se fue, Emily comenzó a recorrer los confines del dormitorio sintiendo que la desesperación le formaba un nudo en el pecho y le humedecía las palmas de las manos. Sabiendo que no podría dormir, fue en busca de consuelo al establo, con los animales, y allí descubrió otra súplica de Tom, esta vez clavada con tachuelas en la puerta de afuera donde cualquiera podría haberla visto: era un sobre blanco con su nombre, que expresaba con claridad cuan desesperado estaba.
Lo llevó a la oficina y se sentó en la silla torcida, con el corazón acelerado mientras sacaba una tarjeta lujosamente repujada con un ramo de rosas de tonos malva y rosado, rodeado de una cinta que sostenían unos azulejos de cuyos picos flotaban lazos y cintas. En el centro de la tarjeta, más rosas y lazos formaban un hermoso corazón, debajo del cual había un poema escrito en estilizadas letras doradas en bajorrelieve:
Mi mano extraña tu contacto, querida
Tu llamada esperan, cansados, mis oídos.
Necesito tu ayuda, tu risa, tu alegría:
Con el corazón, el alma y los sentidos
Debajo de los versos, Tom había escrito: Te amo, cásate conmigo.
Si lo hubiese enviado Charles, Emily no se habría sentido tan sacudida. Pero viniendo de alguien como Tom, el único que no dejó de provocarla, insultarla y llamarla marimacho, ese ruego apasionado le atravesó el corazón como una flecha del propio arco de Cupido.
Apoyó los labios en la firma, cerró los ojos y se abandonó a la desesperación, lo amó, lo necesitó tanto como expresaba el poema de la tarjeta: con el corazón, el alma y los sentidos. Pero el reloj seguía marcando las horas que faltaban para la boda con otro y se sintió pusilánime, asustada, mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro.
En el futuro, habría momentos en la vida de Emily en que contemplaría a su esposo desde el otro extremo de un cuarto iluminado, sentiría una oleada de amor y confirmaría una vez más que el último acto de piedad de su madre fue morir esa noche.