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Su padre fue a comunicarle la noticia en las horas previas al amanecer, sentándose en el borde de la cama de Emily y sacudiéndola para sacarla de un sueño breve y tardío.

– Emily, querida, despiértate.

– ¿Qué… eh?

– Emily, querida.

Se incorporó, con la cabeza palpitante de falta de sueño, los ojos irritados e hinchados.

– Papá, ¿pasa algo malo?

– Me temo que sí, Emily.

Edwin tenía una lámpara. A su luz, vio el rastro de las lágrimas en las mejillas del padre y supo la verdad antes de que le respondiese:

– Se trata de tu madre… se nos ha ido.

– ¡No!

Asintió, pesaroso.

– Oh, papá.

– Se ha ido -repitió en voz queda.

– Pero ayer se sentía mejor.

– Lo sé.

– Oh, papá.

Lloró otra vez, se arrodilló en la cama para abrazarse a su padre y fue el primer contacto desde que lo condenó por amar a otra mujer. Sintió que se le sacudía el cuerpo por los sollozos contenidos, silenciosos. Le apoyó las manos en los hombros, asolada por una tristeza inexplicable porque, a fin de cuentas, a su modo había amado a su madre.

– Papá -dijo, en un susurro quebrado-, no llores. Mamá ya es un ángel, estoy segura.

Edwin no lloraba. Pero cuando se enderezó, Emily vio en los ojos enrojecidos una pena más difícil de soportar que el dolor: arrepentimiento. Sin hablar, oprimió las manos de la hija y se levantó de la cama, esperando a que ella también se levantase y se le adelantara camino de la habitación que estaba al otro lado del pasillo.

Allí, a la luz de la lámpara que ya perdía intensidad a medida que subía el sol, Fannie estaba sentada en el borde de la cama, sin lágrimas, acariciando con dulzura el erizado cabello blanco de la frente pálida y arrugada de su prima muerta. Las sábanas, las fundas blancas, al igual que la piel, el cabello y el camisón de Josephine estaban manchados de sangre que se había secado y tenía un tono marrón bermejo.

– Ohhh… -El lamento escapó de la boca de Emily al tiempo que se acercaba al lado opuesto a Fannie de la cama, se arrodillaba y apoyaba las manos con cuidado sobre el colchón, como si todavía pudiese molestar al cuerpo yaciente-. Madre… -susurró, con las lágrimas resbalando silenciosas por sus mejillas.

La certeza de la muerte no aliviaba mucho el dolor. Había llegado y se la arrebataba a aquellos que habían considerado el cambio del día anterior como una señal de mejora. Velaron juntos: Fannie, tocando la mano de su prima; Emily arrodillada al otro lado, frotando la manga de su madre; Edwin, de pie junto a ella. Fannie siguió acariciando el escaso cabello blanco, murmurando:

– Descansa, querida… descansa.

En esos primeros momentos de pena, pensaron en ella no como era sino como había sido en salud, con el cabello negro, los brazos rollizos, los ojos alerta y los miembros ágiles.

– Papá, ¿tú estabas con ella? -preguntó, solemne.

– No. La encontré cuando me desperté.

– ¿No tosió?

– Sí, creo recordar que sí. Pero no desperté del todo.

Otra vez quedaron en silencio, esforzándose por aceptar el hecho de que Josephine estaba muerta y nada de lo que pudiesen haber hecho podría haberlo evitado.

– Papá, ¿qué hacemos con Frankie?

– Sí, tenemos que despertar a Frankie.

Pero ninguno de los dos se movió. Sí Fannie, que sabía qué hacer en esa situación con un chico de sólo doce años. Fue a buscar una palangana con agua y, con un paño suave, limpió con delicadeza la boca y el cuello de la esposa de Edwin, la madre de sus hijos. A continuación, encontró una sábana blanca limpia y la extendió sobre las manchadas, tapando la sangre seca. Cuando terminó, se enderezó y contempló con amor a Josephine. El camisón de la propia Fannie estaba arrugado, estaba descalza y su cabello desafiaba la ley de gravedad pero, aun así, emanaba un innegable aire de decoro. Dijo en voz baja:

– Ahora, ve a buscar a Frank, Edwin.

Emily fue de la mano de su padre, llevando la lámpara. Se detuvieron junto a la cama de Frankie y contemplaron al chico dormido, sin ganas de despertarlo con la horrenda noticia, y se apoyaron uno al otro en esa hora de desesperanza.

Al fin, Edwin se sentó y cubrió la mejilla lozana del hijo con su mano grande de trabajador.

– ¿Hijo?

La palabra se le quedó en la garganta. Emily le apretó el hombro y se acercó a hacer su parte.

– ¿Frankie? -dijo en tono suave y cariñoso-. Despiértate, Frankie.

Cuando se despertó parpadeando y frotándose los ojos, la muchacha tomó para sí la carga del padre y dijo:

– Me temo que esta mañana tenemos una mala noticia.

Frankie se despabiló con desusada rapidez y miró a su padre y a su hermana con mirada despejada, poco común en él.

– Mamá ha muerto, ¿verdad?

– Sí, hijo, así es -dijo Edwin.

Frankie era lo bastante joven para no hacer caso de las embrutecedoras normas del duelo Victoriano y expresó lo que sentía, sin cuidarse de otra cosa que manifestar su reacción sincera:

– Me alegro. No le gustaba estar tosiendo todo el tiempo y estar tan enferma y delgada.

Fue con ellos, se paró, obediente, junto al lecho de su madre, tragó saliva y luego se dio media vuelta y salió de la habitación, para llorar en privado. Los demás se quedaron, intercambiando miradas vacilantes y desearon poder huir también del deber. Pero había que informar a la gente, preparar el cuerpo, cancelar la boda, hacer el ataúd.

Los deudos de Josephine Walcott no tenían experiencia que los orientase para saber qué hacer en las horas inmediatas. Por unos momentos se sintieron vacíos, sin saber qué exigía el protocolo.

Edwin tomó la iniciativa.

– Tengo que ir a alimentar a los caballos y colgar un cartel en la puerta del establo hasta que tengamos festones negros. Emily, ¿puedes ocuparte de que Frankie vaya a la casa de Earl cuando se haya calmado? Puede que la señora Rausch permita que hoy Earl venga a casa de la escuela para hacerle compañía. Yo pasaré por la escuela, informaré a la señorita Shaney y después iré a casa de Charles… a menos que prefieras decírselo tú.

– No -repuso, pues ya sabía quién la necesitaría más-. Me quedaré aquí con Fannie.

– En cuanto a amortajarla… -Echó al cadáver una mirada sombría-. Espera a que yo regrese.

Pero en cuanto se marchó, Fannie se acorazó en una actitud eficiente. Al mismo tiempo que levantaba la palangana y se dirigía a la puerta a paso vivo, replicó:

– Un marido no debe cargar con semejante cruz. Yo me ocuparé de eso.

Cuando pasó junto a Emily, la muchacha estiró la mano como para tocarle el hombro, pero la retiró indecisa y dijo:

– ¿Fannie?

La aludida se detuvo en la entrada. Las miradas se encontraron y las dos comprendieron que, la última vez que habían hablado, el corazón de Emily estaba cargado de hostilidad. En ese momento, su expresión sólo mostraba gratitud por la presencia de Fannie y remordimiento por sus actitudes. Con un tono que suplicaba perdón, dijo:

– Yo te ayudaré… corresponde a la hija ayudar.

– Era tu madre y esto no será grato. ¿No preferirías recordarla como era?

– Así la recordaré. Siempre la recordaré con el cabello negro y los brazos robustos, pero tengo que ayudar, ¿no lo entiendes?

En los ojos de Fannie brillaron las lágrimas y respondió con una voz cargada de amor y comprensión:

– Sí, claro que sí, querida. Lo haremos juntas en cuanto Frankie salga de la casa.

Cuando bajó, Emily se quedó a la entrada de la habitación de Frankie, obligada contra su voluntad a cumplir el papel de madre para el que no estaba preparada. Su hermano estaba acostado de cara a la pared, como si se hubiese arrojado en la cama. Entró y se sentó detrás, frotándole la espalda y los hombros. Hasta cierto punto estaba tranquilo, aunque un sollozo ocasional le interrumpía la respiración.