– ¿Frankie?
No hubo respuesta.
– Así mamá está mejor, como tú dijiste.
Tampoco hubo respuesta por largo rato hasta que, por fin, con la nariz tapada, dijo:
– Ya lo sé. Pero no tengo más madre.
– Tienes a papá, y a mí… y a Fannie.
– Pero ninguno de vosotros es mi madre.
– No, claro. Pero te ayudaremos como podamos. Papá dice si quieres ir hoy a pasar el día con Earl. ¿Quieres que te acompañe?
Aunque tenía doce años, a ninguno de los dos le pareció una pregunta tonta.
Con la vista fija en el rincón, el muchacho respondió con voz monótona:
– Sí, creo que sí.
Se vistieron y fueron caminando a la casa de Earl tomados de la mano. No iban así desde que Frankie tenía siete años y quiso abandonar ese hábito propio de niñas, y desde que los intereses de Emily empezaron a girar en torno de asuntos más importantes como los estudios, el compromiso y el crecimiento. Pero fueron a la casa de Earl tomados de la mano.
En el establo, Edwin dio de comer a los animales y colgó en la puerta un letrero: Cerrado por duelo familiar. Luego fue a la casa de Charles. Cuando le abrió la puerta, le dijo sin preámbulos:
– Tengo malas noticias, hijo. La señora Walcott ha muerto.
Aunque no lo mencionaron, los dos pensaron en lo desdichado de la ocasión. Charles disimuló la decepción y oprimió con fuerza la mano de Edwin, haciéndolo entrar.
– Oh, Edwin, cuánto lo siento. -Permanecieron unos instantes en silencio, sin soltarse las manos, hasta que al fin Charles dijo-: Si me lo permite, me gustaría hacer el ataúd, Edwin. Me agradaría hacer una última cosa por ella.
Se miraron con mutuo afecto y pesar, y Edwin se quebró por primera vez, aferrándose al joven y llorando acongojado sobre el hombro de Charles, más alto que él.
– Era una b-buena mujer, pero nunca fue m-muy feliz. No pude hacerla feliz, Charles. N-nunca p-pude hacerla feliz.
– Oh, Edwin, fue feliz, yo lo sé. Tuvo un buen matrimonio y dos hijos estupendos. Sólo sufrió los últimos años y usted hizo todo lo que pudo para aliviarla. La trajo aquí y la cuidó. Hizo todo lo posible.
Pese al consuelo de Charles, el llanto siguió varios minutos. Al fin recobró la compostura, retrocedió y se secó los ojos en la manga, con la cabeza gacha. Mirando al suelo, dijo:
– No, señor, cuando uno vive con una mujer toda la vida, sabe si es o no feliz, y Josie no lo era. No muy a menudo. -Sacó un pañuelo del bolsillo, se limpió la nariz y admitió, contra el pañuelo-: No hice esto delante de las mujeres, Charles. Perdóname.
– Oh, Edwin, no sea tonto.
– Eres como un hijo para mí, lo sabes, ¿verdad, muchacho?
Charles tragó, luchando con sus propias emociones.
– Sí, lo sé, y usted es como un padre para mí. Lo siento… lo siento muchísimo.
Edwin suspiró y se sintió mejor después de haber llorado.
– Y yo siento mucho que tengáis que postergar la boda… sin que pronuncies una palabra de queja, aunque tendrías derecho. -Oprimió con cariño el hombro del joven-. Ve a hacer el ataúd y gracias.
– Tengo un poco de cedro fino. Ella tendrá el mejor, Edwin.
El hombre asintió y se dispuso a marcharse. Cuando llegó a la puerta, Charles preguntó:
– ¿Cómo lo ha tomado Emily?
– Tan bien como era de esperar, pero sabes lo bien que se sentía Josie ayer… ha sido un golpe para todos nosotros.
Charles asintió y fue a buscar su chaqueta.
– Bueno, será mejor que vaya a ver al reverendo Vasseler a decirle que hoy no lo necesitaremos.
Pero cuando Edwin salió, buscó una excusa para quedarse atrás. Una vez solo, se derrumbó en una rígida silla de la cocina, inerte, con los hombros caídos, desalentado. Un único pensamiento daba vueltas por su cabeza sin cesar: Que Dios bendiga su alma, Señor, pero, ¿cuándo me casaré con la mujer que amo?
Cuando Emily regresó de acompañar a Frankie a la casa de Earl, Fannie había extendido por completo la mesa de la cocina, y la cubrió con una tela encerada y limpia. Horrorizada, Emily fijó en ella la vista mientras se quitaba el abrigo lentamente. Al alzar la mirada, vio a Fannie con el cabello muy ordenado, un delantal limpio, todo almidonado formando picos y planos, con expresión grave y respetuosa.
– En verdad, puedo hacerlo sola, pero tendrás que ayudarme a traerla abajo.
– No, Fannie, será más fácil si lo hacemos juntas. Todo.
Cargaron a Josephine escaleras abajo, compartiendo el indecible horror que les provocaba la indignidad que debía soportar esta mujer que había vivido siempre con inflexible decoro: ser transportada como un mueble en desuso. Cómo hubiesen deseado que apareciera un grupo de ángeles y la depositara con gracia sobre la mesa de la cocina…
Pero los únicos ángeles presentes eran Fannie y Emily.
Tendieron el cuerpo flexionado sobre la mesa y Fannie ordenó:
– Ve al otro lado. Tenemos que enderezarla. Aprieta aquí y aquí.
Pero Josephine había muerto como vivió los últimos meses, sentada, con las caderas flexionadas. En las horas pasadas, el cuerpo se enfrió y se puso rígido, haciendo inútiles los esfuerzos de ambas por enderezarlo.
– ¡Vete! -ordenó Fannie, de pronto.
– ¿Que me vaya? Pero, ¿qué vas a hacer?
– ¡Que te vayas, digo! ¡Afuera, donde no puedas oír!
– ¿Oír? Pero yo…
– ¡Maldición, muchacha! ¿Por qué crees que a esto se le dice amortajar? -La voz de Fannie sonó como un látigo-. ¡Y ahora, vete! ¡Y no vuelvas hasta que te llame!
Cuando Emily se dio cuenta de lo que Fannie debía hacer, palideció, tragó saliva y salió corriendo afuera, donde estaba la dulce nieve limpia, bajo el inmenso tazón del cielo bañado por el sol, al aire puro como rocío. La amenazó una náusea y se dobló hacia adelante, apoyándose en las rodillas, tragando aire. El estómago le dio un vuelco y le brotaron lágrimas. ¡Está quebrando los huesos de mi madre!
Se tapó los oídos, como si el ruido pudiese llegarle atravesando las paredes, se arrodilló en la nieve y lloró, abandonando una parte de la juventud en el instante de comprensión más cruel que una vida podía deparar. Mi madre, la que me dio la vida, me amamantó y me alimentó, me peinó y me bañó, me acompañó a la escuela y me enseñó a comer la comida que no me gustaba. ¡A mi madre están quebrándole los huesos!
Pronto, Fannie se acercó y le tocó con dulzura el hombro:
– Ven, Emily. El resto no será tan duro.
Apuntalando a la mujer más joven, la mayor caminó con ella hasta la casa, hasta la mesa donde ahora el cuerpo de Josephine estaba extendido y había recuperado cierto grado de dignidad.
Qué fue lo que Fannie usó para romperle los huesos, quedó en el misterio, pues Emily no tuvo valor de preguntar ni la prima se lo dijo.
Trabajando juntas, lavaron el cuerpo pálido, de piel marchita, lo vistieron con el mejor vestido de seda negra de Josephine, con cuello blanco de organdí calado. El vestido quedaba holgado sobre el cuerpo consumido, y Fannie le puso relleno en la ropa interior. Le colocó en el cuello su camafeo preferido.
Entre tanto, Emily lavó la sangre del cabello de la madre y lo peinó, tratando de cubrir la zona casi calva de la coronilla.
– Su cabello siempre fue su orgullo -recordó con tristeza.
– Cuánto envidiaba el pelo de Joey -comentó Fannie-. El día de la boda, lo llevaba recogido en un peinado Pompadour, sujeto con peinetas adornadas con perlas. ¡Era impresionante!
– ¿Tú estabas allí el día que se casó con papá?
– Oh, sí. Oh, claro que estaba. Formaban una hermosa pareja.
– Yo vi el daguerrotipo.
– Sí, desde luego. Por eso sabes que tenía una melena envidiable. Cuando éramos niñas, hacíamos guirnaldas de trébol. Contra el cabello de tu madre lucían espléndidas, en el mío, horribles. Entonces, un día, a tu madre se le ocurrió teñirme el pelo de negro, como el suyo. -Fannie rió, nostálgica-. Qué maravillosos días, en qué problemas nos metíamos… Yo dije: "¿Cómo vamos a teñir mi cabello, Joey, qué vamos a usar"? Y me contestó: "Podríamos usar lo mismo que usa mi madre para teñir algodón". Nos escabullimos en la despensa de mi madre, encontramos la receta para teñir de negro, conseguimos los ingredientes… parte de ellos los robamos.