– ¿Mi madre… robando?
A Emily se le dilataron los ojos de asombro.
Fannie rió otra vez.
– Sí, tu madre robando. Si no recuerdo mal, cal y potasa, que sacó del almacén de uno de nuestros padres.
– Pero fue siempre tan… tan…
– ¿Tan obediente?
– Sí.
– Hizo sus travesuras, como todos.
El relato de Fannie, que le revelaba un aspecto inesperado del rígido y estricto que conocía de su madre, arrebató a Emily.
– Háblame del tinte -la instó, mientras encendía la lámpara y calentaba las tenacillas para rizar el cabello de su madre.
– Bueno, pelamos corteza de zumaque y la hervimos junto con potasa. Y algo más… ¿qué era? Creo que caparrosa. Sí, caparrosa. No recuerdo dónde la conseguimos pero era un licor negro asqueroso. Y cuando hirvió, apestaba tanto que no sé cómo tuve el coraje de meter mi cabeza en él. Recuerdo que tu madre me insistió cuando yo sugerí que, después de todo, el cabello rojizo no era tan malo. Me preguntó si quería pasarme la vida con la apariencia de una rata rosada, y, por supuesto, dije que no. Entonces, teñimos mi cabello de negro como un crespón y fijamos el color con agua de cal. ¡Oh, fue un éxito tremendo! Entonces, lo vieron nuestras madres -concluyó, en tono ominoso.
– ¿Qué sucedió?
– Según recuerdo, ninguna de las dos pudo sentarse durante días y yo pasé semanas con un pañuelo atado a la cabeza, bajado hasta las cejas, ¡porque no sólo teñimos el cabello sino también mi frente y mis orejas, y yo parecía una leprosa! -Sacudió la cabeza con expresión nostálgica-. Cielos, lo había olvidado.
La evocación cumplió su propósito: hacerlas olvidar la aversión por la tarea que tenían que realizar. Emily rizó el cabello de Josephine y Fannie le limó las uñas con el mismo esmero que si fuesen doncellas atendiendo a una novia.
– Está muy pálida -observó Fannie, casi como si estuviese viva-. ¿Crees que le gustaría que le pusiéramos un poco de color en las mejillas?
Emily estudió la cara inmóvil de su madre.
– Sí, creo que sí.
Fannie abrió un frasco de salsa de moras y pintó las mejillas de Josie con el jugo. Cuando la mancha se secó, la limpió otra vez y le dijo a la muerta:
– Eso es, querida, así estás mucho, mucho mejor. Yo sé lo discreta que eras siempre con tu apariencia. -Le dijo a Emily-. No demasiado rizado. Siempre odió el cabello encrespado.
– Sólo lo suficiente para mantenerlo apartado del rostro, como lo llevaba siempre.
– Exacto.
Una vez peinada, las manos manicuradas a los costados, los zapatos atados, la ropa rellena, la contemplaron cada una a un lado de la mesa, con cierto alivio en los corazones.
– Eso es, madre -dijo Emily en voz baja-. Así estás bien.
– Creo que Edwin estará satisfecho.
El tono triste de Fannie hizo levantar la vista a la muchacha. Nunca se había tomado la molestia de pensar lo duro que fue ese último medio año para Fannie, con lo mucho que amaba a su madre y a su padre. Y era evidente que había amado a su madre, esa mañana lo demostró sin lugar a dudas. Observando a Fannie, no vio a la mujer que amaba al esposo de otra sino a la que, despojada de todo egoísmo, había aliviado la carga de la familia durante los últimos seis meses. Fannie se comportó como la persona que era: fuerte, alegre, buena. Fue a ese hogar sobrecargado de pesares y alivió esos pesares todos los días, no sólo con buenas acciones sino con un espíritu infatigable. ¿Y quién estuvo cerca para aliviar su espíritu cuando lo necesitaba? Sólo papá. Y ahora, la propia Emily.
– Mi madre me habló de mi padre y de ti -admitió Emily con suavidad-. Quería que yo lo supiera antes de morirse.
Fannie contempló las mejillas pintadas de Josie largo rato, hasta que dijo:
– Si yo hubiese podido amarlo menos, lo habría hecho. Para ella fue una pesada cruz que la tuvo que cargar toda la vida.
– Fannie… -Emily tragó con dificultad-. ¿Me perdonas?
Fannie levantó la vista y en sus ojos había una tristeza tan honda como su amor de toda la vida por Edwin.
– No hay nada que perdonar, querida. Tú eres su hija. ¿Qué podías pensar?
A la chica le ardieron los ojos.
– Quiero que sepas que el último deseo de mi madre fue que te casaras con papá y que yo os diese mi bendición. Eso pienso hacer.
Fannie no respondió. Contempló largo rato a la chica, hasta que al fin se inclinó para recoger el paño de lavar y la toalla que estaban sobre la mesa.
– Tenemos que hacer una almohada de satén para el ataúd, preparar la sala, hacer festones negros y bandas, planchar nuestros vestidos negros y…
– Fannie…
Dio la vuelta a la mesa y tocó el brazo a la mujer. Las dos se miraron a través de las lágrimas, se acercaron y se abrazaron.
– No sé qué habría hecho sin ti esta mañana -murmuró la muchacha-. Lo que todos nosotros habríamos hecho sin ti.
Fannie levantó la vista mientras las lágrimas seguían brotándole.
– Sí, lo sabes. Habrías salido adelante, porque eres muy parecida a mí.
Edwin regresó a la casa con el reverendo Vasseler, y encontró a Fannie y a Emily en la cocina, junto a Josie, fabricando rosas de crespón negro: recortaban pequeños círculos, los estiraban sobre los pulgares y cosían los pétalos diminutos para formar las flores.
Parado cerca de la mesa, el reverendo Vasseler dijo una plegaria por la difunta y otra por los vivos, apoyando las manos sobre las cabezas de Emily y de Fannie, ofreciéndole condolencias especiales a la muchacha cuya boda debió celebrar ese día. Edwin se extasió en la contemplación de su esposa, ya arreglada, agradecido de que le hubiesen ahorrado las tareas funerarias. Bendita seas Fannie, querida Fannie. Mantuvo los ojos secos y fijos, y olvidó la presencia del religioso hasta que este habló en voz queda y le tocó el brazo en gesto de consuelo:
– Ahora ella está en las manos del Señor, Edwin, y El es todo bondad.
El día se desarrolló como una sucesión de cuadros: unas buenas cristianas que fueron a ayudar a fabricar rosas de crespón, se llevaron las sábanas sucias, trajeron flanes, pasteles de chocolate y guisados; Edwin, que acarreaba a la planta alta una bañera de cobre y salía del baño con el traje negro de los domingos, aunque fuese jueves; Frankie, que volvía de la casa de Earl para darse un baño; luego, las mujeres tomando su turno para bañarse; Tarsy, que llegaba con ojos muy abiertos y desusadamente silenciosa, ofreciéndose a planchar el vestido negro de Emily y permaneciendo luego junto a ella toda la tarde; los miembros de la familia inmóviles, mientras Fannie les cosía las bandas de duelo en las mangas; el repique de las campanas de la iglesia tocando a muerto las horas; más tarde, la llegada de Charles en una calesa, trayendo un ataúd de fragante cedro, hecho con tanto amor y cuidado como el aparador que fabricó para Tom Jeffcoat.
Entró en la cocina con el sombrero en la mano, encontró a las señoras sentadas en círculo, cosiendo una docena de rosas para completar la impresionante guirnalda de crespón negro, que estaba apoyada sobre los regazos de las mujeres. Emily levantó la vista hacia el rostro serio de Charles y dejó la aguja. Entre murmullos, las señoras levantaron la guirnalda de las rodillas de la muchacha para que pudiese levantarse a recibirlo. Una de ellas estiró la mano hacia atrás y apretó la muñeca de Charles, ofreciéndole consuelo en voz baja, pero el joven no apartó la mirada de Emily que se levantó y dejó al grupo con movimientos lentos y dignos.