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– Hola, Charles -dijo.

Era una extraña de aspecto sumiso, con un vestido negro de cuello alto y el cabello tirante dividido en medio y echado atrás.

– Emily, lo siento -dijo con sinceridad.

– Ven -susurró y, sin tocarlo, lo condujo hasta el comedor, pasando junto al grupo de mujeres de negro que seguían moviendo las agujas.

En la habitación vacía, lo miró.

Aunque la tristeza se reflejaba en su rostro, todas las otras emociones estaban ocultas. Charles se inclinó y la atrajo con delicadeza hacia él. Con la mejilla apoyada en la chaqueta del joven, Emily emitió un sonido que era parte sollozo ahogado, parte gratitud. Le dio sensación de solidez y consuelo, y olía a madera y a invierno.

– He traído el ataúd -dijo Charles, con la boca contra el cabello de la muchacha.

– Gracias por hacerlo, Charles. Papá te lo agradece mucho. Yo también.

– Es de cedro. Durará cien años.

Emily se enjugó los ojos, sonrió con tristeza y apoyó las manos en los brazos de él.

– Lamento lo de la boda, Charles.

– La boda… oh, ¿qué importa? -Por el bien de Emily, adoptó un tono de falsa jactancia-. Podremos hacerlo en cualquier momento.

Al sentirse liberada temporalmente, experimentó un fuerte ramalazo de culpa, viendo que a Charles le costaba un esfuerzo evidente disimular su honda decepción. Incapaz de ocultárselo, bajó la vista y jugueteó con el pliegue del Stetson negro. Estaba ataviado como correspondía a un duelo, con un traje negro y un corbatín sobre una camisa blanca almidonada. Con la vista fija en el pecho de Charles, Emily absorbió la noción de que el período acostumbrado de duelo era de un año entero… y sin duda él también lo sabía.

– Charles -murmuró, cubriéndole la muñeca para aquietarle las manos-. Lo siento.

Charles tragó con dificultad, sin quitar la vista del sombrero e hizo un esfuerzo evidente por dejar de lado las preocupaciones menores hasta un momento más apropiado.

– ¿Estás bien, Em? -preguntó, con voz ronca, siempre más preocupado por ella que por sí mismo.

– Sí. ¿Y tú?

– Hoy me he alegrado de tener que trabajar en el ataúd, de tener las manos ocupadas.

Emily le apretó una mano entre las suyas, exhaló un hondo suspiro y enderezó los hombros.

– Y yo me he alegrado de tener que hacer las guirnaldas.

– Bueno. -Charles alzó la mirada, manoseando inútilmente el pliegue del sombrero-. Será mejor que busque a Edwin para que me ayude a entrarlo. Ve a sentarte, Emily. Será una noche larga.

Así fue como Charles ayudó a Edwin a colocar a Josephine en la fragante caja de cedro, movió por última vez los huesos quebrados y los acomodó sobre la muselina blanca, arregló la cabeza sobre la almohada de satén, entregó a Edwin el libro de plegarias y lo acompañó mientras el viudo lo colocaba entre las manos cruzadas de la difunta. Después llevaron juntos el ataúd a la sala, lo colocaron en el mirador sobre dos sillas de madera y apoyaron la tapa sobre el suelo, contra la caja.

En la cocina, las mujeres cosieron la última rosa negra y la unieron a la guirnalda. Emily la colocó con respeto sobre la tapa de la caja y se unió al círculo de los seres queridos, aferrando la mano de Tarsy a la izquierda y la de Charles a la derecha.

– El ataúd es muy bello, Charles.

Lo era. Y por haberlo hecho, por ayudar al padre a colocar en él a la madre y acompañarlos en ese trance doloroso, Charles conquistó aún más el afecto de la familia.

Capítulo 16

En torno del cajón, las sillas de cocina estaban dispuestas en forma de arco. Sentada en una de ellas, a Emily le surgieron ciertos pensamientos profanos en relación con las vigilias. ¿Qué bien podían hacerle al ser amado o a los que pasaban la noche en vela junto al cadáver? Tal vez, consuelo para los vivos y plegarias para el muerto, aunque ella misma no rezaba demasiado ni recibía mucho consuelo. Si bien era amable por parte de los vecinos del pueblo ir a presentar sus últimos respetos, provocaba un esfuerzo tremendo a la familia. ¿Cuántas veces más podía repetir la misma frase trillada?: "Sí, ahora mi madre está mejor; sí, tuvo una vida buena y cristiana; sí, fue una buena mujer". Le pareció que el relato de Fannie sobre el teñido del cabello era una elegía mucho más apropiada que las actitudes pesarosas de los que venían a echar un vistazo dentro del ataúd y derramaban lágrimas.

La culpa la instó a apartar esos pensamientos, pero al mirar a su hermano la irreverencia persistió.

Pobre Frankie. Obediente, estaba sentado entre su padre y Fannie, removiéndose en la silla y cada tanto le tocaban la rodilla si se encorvaba, resbalaba hacia adelante o quedaba en el borde del asiento. Frankie era demasiado joven para estar allí. ¿Por qué había que aplastarlo con un recuerdo tan deprimente? Ya sería suficiente con el funeral, al día siguiente. Se encorvó, jugueteó con un botón del traje varios minutos y se echó atrás, suspirando. Fannie le tocó la rodilla otra vez y se enderezó, sumiso. Emily atrajo su mirada, le tiró un beso y se sintió mejor.

A continuación, miró a su padre. Ese día, cada vez que lo miraba se le hacía un nudo en la garganta y quería arrojarse en sus brazos y derramar sobre él súplicas de perdón, y contarle la última conversación con su madre. ¿Por qué sería que con el que casi no hablaba era al que más deseos tenía de ofrecerle la rama de olivo? Todo el día hubo gente alrededor y no tuvieron oportunidad de hablar a solas. Pero admitió que eso no era más que una excusa. Era más duro dirigirse a él porque era al que más amaba.

Cerró los ojos, oró pidiendo fuerza y prometió aclarar las cosas entre ella y su padre.

Al abrir los ojos, vio que Tarsy abría en silencio la puerta para hacer pasar a otro amigo de la familia. Tarsy resultó una sorpresa por su lealtad, por la delicadeza con que recibía a los que venían a ofrecer condolencias, tomando sus abrigos y agradeciéndoles su visita. Y Charles también se hizo útil saludando a los vecinos como si fuesen miembros de la familia, acercando sillas para las ancianas que querían quedarse más tiempo a rezar y cuidando que las estufas tuviesen bastante carbón.

El reverendo Vasseler entonó una nueva oración fúnebre. Emily trató de atender pero, cuando cerró los ojos, la silla le pareció más dura, la tela negra del vestido, venenosa, y deseó tener reloj.

Dios querido, haz que viva el duelo por mi madre con corrección. Hazme pensar en la pérdida verdadera que representa, en lugar de la casualidad que me salvó de casarme hoy con Charles.

Al acabar la oración, abrió los ojos y vio a Tom Jeffcoat de pie junto a la puerta de la sala, con su chaqueta de piel de oveja, quitándose el sombrero, mirándola. Dentro de ella se debatieron el temor y la gloria. Al verlo, las emociones que había tratado inútilmente de convocar para las lamentaciones se desbordaron.

Has venido.

Quise venir en cuanto me enteré.

No tienes que mirarme así.

Tu boda se ha cancelado.

Mi boda se ha cancelado.

Tarsy se adelantó a saludar a Tom, murmurándole el agradecimiento en nombre de la familia, y recibiendo la chaqueta y el sombrero. Conversaron en voz baja y Tarsy le tocó la mano antes de alejarse. Charles lo acompañó por la habitación iluminada por velas hasta la fila de sillas. El padre fue el único en levantarse.

– Edwin, lo siento -dijo Tom, estrechándole largamente la mano.

– Gracias, Tom. Todos lo sentimos.

– Me siento un extraño aquí. Yo casi no la conocía.

– No es así, Tom, todos estamos contentos de que hayas venido. La señora Walcott te tenía cariño.