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– Lo sé. Ella me lo contó.

– Supuse que te lo había contado el día que bajaste y te ofreciste para ayudar a Fannie a servir la cena.

– Sí, fue ese día.

– ¿Qué más te contó tu madre?

– Todo. De ti y Fannie, y que la amabas antes de casarte con ella. Y cuánto te enfadaste cuando mamá quiso traerla. -Hizo una pausa y concluyó en voz más baja-: Y que debo aceptar a Fannie cuando te cases con ella.

Edwin cubrió con su mano la de Emily, que se enlazaba a su brazo, y la oprimió con su mano grande, enguantada. Fijando la mirada en la calle que tenían delante, preguntó:

– ¿Te molestaría?

Las miradas se encontraron. Se detuvieron.

– En absoluto. Yo también la quiero.

– ¿Y te molestaría que tu padre te diese un abrazo aquí, en plena calle Lockus?

– Oh, papá… -Se acercaron como si hubiesen sido uno solo. La muchacha rodeó el cuello vigoroso y apretó la mejilla contra la barba canosa-. Te quiero mucho.

Sonriente, la estrechó en un fuerte abrazo y le besó la sien.

– Yo también te quiero, preciosa. -Se mecieron de un lado a otro, hasta que pasó lo más intenso de la emoción y Edwin sugirió-: Y ahora, ¿qué te parece si nos damos una vuelta por el establo? Nada nos hace sentir mejor que el olor de los caballos y sentir el heno bajo los pies.

Renovados, siguieron caminando del brazo en la noche que caía.

En los días que siguieron, en el hogar de los Walcott reinó una sensación de alivio tan inmediata y fácil que, en ocasiones, los miembros de la familia se sintieron culpables por no añorar más a Josephine. Si bien usaban bandas de duelo en los brazos, se sentían menos desdichados que en los meses en que estuvo viva, sufriendo. Colgaron el crespón negro en la puerta, pero adentro se instaló el contento. Emily y Fannie escribieron esquelas de agradecimiento a todos los que habían compartido la vigilia o llevado comida, pero el envío de las notas marcó el final de las lamentaciones.

En la casa hubo una tranquilidad de la que no se había gozado en los dos años en que había funcionado como hospital. De día, floreció una rutina aliviada de las tareas que imponía la enferma. De noche, reinaba un silencio bienaventurado, sin toses, que permitía a todos un sueño sin interrupciones. Las horas de las comidas eran momentos especialmente placenteros, en que todos los habitantes de la casa se reunían en torno de la mesa de la cocina y compartían chismes inofensivos que circulaban por el pueblo y lo que había hecho cada uno. Las veladas tenían un ambiente apacible, con todos reunidos en la cocina comiendo palomitas de maíz, o en la sala, entretenidos con un juego. A veces, Fannie tocaba el piano, Frankie se acostaba en el suelo, apoyado en un codo, Emily canturreaba y Edwin dormitaba, con la cabeza caída hacia atrás, sobre el respaldo de la silla.

La ausencia de Charles en esa época fue evidente pues, tras el funeral, la primera vez que insinuó la posibilidad de ir a pasar la velada con ellos, Emily usó como pretexto las notas que ella y Fannie tenían que escribir. La segunda vez le dijo que necesitaba estar un tiempo a solas con la familia, y que cuando estuviese dispuesta a pasar más tiempo con él se lo haría saber.

Charles se sintió herido, pero aceptó.

Pasaron dos semanas y se mantuvo alejado. Tres, durante las cuales Emily se sintió solapada y mezquina por no cortar limpiamente con él. Pero le parecía inoportuno hacerlo antes de que ella y Tom hubiesen tenido tiempo de consolidar sus propios planes. Y esa oportunidad no surgió porque Tom mantenía la distancia formal, dictada por las estrictas reglas del duelo Victoriano. Aunque era una situación en la que todo quedaba amortiguado y estúpida, a juicio de Emily, no cabía imaginar siquiera romper esas reglas.

Una noche, un mes después del funeral, los Walcott estaban reunidos en la cocina cuando Emily alzó la mirada y sorprendió a Edwin mirando a Fannie por encima del periódico. Fannie escribía una carta, sin saber que la miraba. Puso la firma, dejó la pluma y levantó la vista. Bajo la mirada de Emily, pareció estallar un relámpago entre los dos y se sintió como una espía. Los ojos del padre estaban oscurecidos de pasión contenida; los de Fannie, como atraídos por un imán hacia él. Durante unos instantes, los sentimientos de los dos resultaron tan legibles como la firma que Fannie acababa de garabatear sobre el papel.

Fannie fue la primera en recobrarse; se ruborizó, bajó la vista y metió la carta en un sobre. Atenta al lacrado, preguntó:

– Edwin, ¿quieres que revise las cosas de Joey?

Edwin se aclaró la voz e interpuso de nuevo el periódico entre los dos.

– ¿Qué pensabas hacer con ellas?

– Lo que tú quieras. Sin duda, habrá recuerdos que Emily querrá conservar y podríamos dar el resto a la Iglesia. Siempre hay personas necesitadas.

– Perfecto. Dáselas a la Iglesia.

Fannie se volvió hacia Emily para acordar la distribución de la ropa, pero la muchacha estaba absorta por el impacto de lo que acababa de presenciar. Caramba, para su padre y para Fannie no era más fácil que para ella y para Tom fingir indiferencia mutua, en caso de que él estuviese también sentado al otro lado de la mesa. Al parecer, su madre tenía razón: su padre y Fannie se consumían en una intensa atracción el uno por el otro y lo único que los mantenía apartados era la pesada contención del decoro.

Pero, en tanto observasen las reglas del duelo, ¿cómo podría Emily olvidarlas?

Había acertado por completo en lo que se refería a su padre. Edwin estaba como un volcán a punto de entrar en erupción y se mantenía apartado de Fannie por pura fuerza de voluntad. Pero se concedía un consuelo: desde la muerte de Josephine, tomó el hábito de hacer una escapada a la casa para tomar un café y algún dulce a media mañana, sólo para echar un vistazo a Fannie. Nunca se quedaba más de diez minutos y jamás la tocaba. Pero lo pensaba. Y ella también. En medio de la limpia y tranquila intimidad de la casa que compartían, donde la mujer desarrollaba todas las funciones de una esposa menos una, ambos pensaban en ello.

El día siguiente a la escena de las miradas, Edwin se permitió el recreo de Fannie de las diez de la mañana.

Entró en la cocina y la halló vacía. En el armario se enfriaba su pastel preferido: el de cobertura oscura. Atravesó el cuarto y quitó una pasa de uva arruinando la tersa cobertura, algo que no habría soñado hacer con uno de los pasteles de Josie. Sonrió y robó otra, además de una almendra, tibia y fragante de canela y clavo.

Oyó ruidos en el dormitorio, arriba, y cuando subió encontró a Fannie arrodillada en el suelo ante el ropero abierto, plegando una de las enaguas de Josie sobre su regazo. Su llegada no fue nada sigilosa, pues subió las escaleras haciendo el mismo barullo que hubiese hecho Frankie. Pero cuando se detuvo ante la puerta del dormitorio, Fannie no dio muestras de advertir su presencia. Dejó la prenda de lado y empezó a doblar otra, al tiempo que el hombre daba la vuelta alrededor de la cama y se detenía detrás de la mujer, con la vista fija en su cabeza.

– Hay café en la cocina -le dijo Fannie, sin echarle ni una mirada de soslayo-. Y pastel oscuro.

– Ya lo sé. Ya lo he probado. Gracias.

Hasta ese momento, nunca habían estado solos en esa habitación. Siempre había estado Josie con ellos. Pero ya no estaba.

Edwin apoyó una mano sobre el cabello claro de la mujer y lo acarició al azar. Por unos instantes, las manos de Fannie se aquietaron, pero luego continuaron la tarea.

– ¿Se supone que debo esperar todo un año antes de hacerte mi esposa?

– Eso creo.

– Jamás lo lograré, Fannie.

Lanzó un suspiro trémulo y dijo lo que tenía en mente desde hacía cuatro semanas:

– Por eso, pienso que sería mejor que yo me marchase pronto.

La respuesta del hombre consistió en rodearle el cuello con una mano en ademán posesivo y masajearlo, provocándole estremecimientos a lo largo de la columna.