– Edwin, no está bien que me quede.
– ¿Desde cuándo te preocupa lo que está bien a ti, que paseas en bicicleta y usas bombachos?
– Si fuese sólo por mí, no me preocuparía, pero tienes dos hijos. Debemos tenerlos en cuenta.
– ¿Crees que se sentirán más felices si te vas?
La mujer giró sobre las rodillas, le apartó la mano con brusquedad y levantó el rostro, con expresión de ruego:
– Estás malinterpretando adrede mis palabras.
– Fannie, si crees que te dejaré ir, estás loca -le advirtió, vehemente.
– ¡Y si tú crees que yo permitiré una sola incorrección mientras sea soltera y viva en tu casa con tus hijos, tú también estás loco!
– Ya cuento con la aprobación de Emily para casarme contigo y estoy seguro de que a Frankie no le molestará en lo más mínimo. Fuiste para él tan buena madre como la suya. Quizá mejor.
– Este no es el momento ni el lugar, Edwin.
– Sólo quiero saber cuánto tiempo tendré que esperar.
– Según la costumbre, un año.
– ¡Un año! -Resopló-. ¡Cristo!
Lo observó con expresión de tierno reproche.
– Edwin, en este momento sólo estoy guardando la ropa de Joey. Y no quería repetir el viejo dicho sin gracia de no dejar que se enfríe el cadáver, pero quizás hoy necesites oírlo.
El hombre la miró unos instantes, giró sobre los talones y salió del cuarto demostrando su irritación en cada paso.
Por supuesto que Fannie tenía razón, pero la firmeza con que se atenía a las formalidades no hacía mucho por aliviar la sobrecarga de contención sexual que Edwin tuvo que practicar en adelante. Abandonó la costumbre de ir a tomar un café a la casa y cuidó de estar en ella únicamente cuando también estaba presente alguno de sus hijos. Mantuvo con esmero la vigilancia y una distancia adecuada y, para su inmenso alivio, Fannie no habló más de marcharse.
Entre tanto, también Emily contuvo la ansiedad de ver a Tom Jeffcoat hasta que hubiese llegado el momento apropiado para romper con Charles. Como resolvió no decírselo a la familia hasta que el hecho estuviese consumado, cuando le preguntaron qué pasaba con su novio últimamente dijo que estaba atareado fabricando muebles para venderlos a los primeros colonos que llegaran en primavera.
Las dos primeras semanas después del funeral, sólo vio a Tom de lejos, separados por la manzana de distancia que había entre ambos establos. La primera vez, se miraron. La segunda, él levantó la mano en saludo silencioso, la muchacha le respondió y se quedaron mirándose otra vez, nostálgicos de amor, atados por las mismas reglas que mantenían separados a Fannie y a Edwin.
Sólo un mes después del funeral se encontraron de forma accidental. Fue cuando Emily salía del almacén de Loucks, donde había ido a comprar unas cosas para Fannie. Tom entraba en ese mismo momento y casi se chocaron en la acera.
Como una buena excusa para tocarla, la sostuvo de los brazos para que no se cayese y los dos sintieron correr la sangre y se miraron a los ojos con un anhelo contenido que les arrasaba todo el cuerpo.
Por fin la soltó y se tocó el ala del sombrero:
– Señorita Walcott.
Qué obvio. No la llamaba así desde la primera semana en que llegó al pueblo.
– Hola, Tom.
– ¿Cómo está?
– Mejor. En casa, todo está volviendo a la normalidad.
La manzana de Adán subió y bajó como la boya de una caña de pescar y la voz descendió al nivel de un susurro:
– Emily… oh, Dios… cómo quisiera estar…
El tono expresaba su desdicha.
– ¿Pasa algo malo?
– ¡Malo! -Miró de soslayo hacia ambos lados de la acera y, aunque no había nadie, apretó los puños para no tocarla-. Lo que me dijiste el día del funeral fue algo tremendo. No puedes decir algo así y después alejarte.
De pronto, al comprender que él también se sentía tan solo y rechazado como ella, Emily se sintió reanimada y optimista.
– Una vez, tú me hiciste lo mismo a mí en la calle. ¿Recuerdas?
Los dos recordaron, sonrieron y se caldearon en la presencia del otro aprovechando el momento.
– Charles me cuenta que últimamente no se te ve mucho.
– Le pedí un poco de tiempo para mí. Estoy intentando separarme de él.
– Quiero verte. ¿Cuánto tiempo tengo que esperar?
– No ha pasado más que un mes.
– Estoy volviéndome loco.
– Yo también.
– Emily, si yo…
– ¡Hola!
El viejo Abner Winstad salió del negocio en ese momento y se paró entre los dos, sin molestarse en pedir disculpas por interrumpirlos.
– Hola, señor Winstad -dijo Emily.
– Bueno, déle mis saludos a su familia -improvisó Tom, levantando el sombrero, para luego añadir-: ¿Cómo está usted, señor Winstad?
– Bien, a decir verdad, hijito, los últimos tiempos el lumbago está fastidiándome y fui a ver al doctor Steele, pero te juro que ese hombre tiene tanta compasión como un…
Abner se quedó hablando solo mientras Tom se marchaba por la acera, olvidando para qué había ido al almacén de Loucks.
Abner lo miró frunciendo el entrecejo y se quejó:
– Estos jóvenes mequetrefes… ya no tienen respeto por los mayores.
Pasaron dos semanas más, en las cuales Emily no vio a Tom más que de lejos, al otro extremo de la calle. Era a fines del invierno, afuera hacía frío y la nieve estaba sucia, echaba tanto de menos a Tom que casi no podía soportarlo. Decidió que esperaría dos días más y, si no se tropezaba con él, haría una escapada clandestina a su casa, por la noche, ¡y al diablo con las consecuencias!
A fin de cuentas, ¿quién había inventado esas malditas reglas?
Puso más aceite en el trapo y empezó a trabajar en otra pieza del arnés. Edwin estaba en cuclillas debajo de Pinky. Dejó que la pata trasera golpease con ruido el suelo y se irguió, diciendo:
– Pinky ha perdido una herradura. ¿Puedes llevarla a la herrería?
De repente, el corazón de la muchacha comenzó a acelerarse y fijó la vista en la espalda de su padre. ¿Sabía? ¿O no? ¿Le habría dado a sabiendas la ocasión de estar juntos a solas, o ignoraba que estaba respondiendo a sus plegarias? Contemplando los tirantes cruzados, contuvo las ganas de apoyar la mejilla en la espalda de su padre, rodearle el tórax con los brazos y exclamar: "¡Oh, gracias, papá, gracias!".
Dejó caer el trapo, se limpió las palmas en los muslos y respondió, con moderación:
– Bueno.
Date la vuelta papá, así puedo verte la expresión. Pero dejó a Pinky atado en el pasillo y siguió hasta el próximo pesebre sin darle un indicio que le permitiese saber si sospechaba o no.
Con el corazón agitado, Emily tomó del perchero una vieja y deformada chaqueta de lana y salió llevando a Pinky. En la calle, mientras caminaba hacia el establo de Tom, la asaltó una oleada de preocupaciones femeninas.
¡Olvidé mirar cómo estaba mi cabello, ojala tuviese puesto un vestido, debo de oler a aceite para arneses!
Pero había salido del establo pensando en una sola cosa: ir a ver a Tom sin perder un segundo, hallar alivio al nudo de anhelos que llevaba dentro día y noche desde la última vez que estuvo en sus brazos.
Entró a Pinky al establo de Tom por la "puerta del tiempo", una abertura pequeña que estaba instalada en medio de la puerta corredera grande. Al entrar oyó su voz y se quedó escuchando, extasiada con cada inflexión, con cada tono, sólo porque eran de él. No importaba mucho que estuviese hablando a cierta distancia con un desconocido acerca del seguro contra incendios. Esa voz, con su cadencia particular y su lirismo era suya, diferente a todas, y la gozaba como gozaba cada visión, cada caricia robada.
Cerró la portezuela y esperó, sintiendo que la expectativa se le agolpaba en la garganta. Tom apareció en la entrada de la oficina y la muchacha sintió la embriagadora alegría de contemplar la grata sorpresa que se reflejaba en su rostro y le coloreaba las mejillas.