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– Bueno, atiende, pues. ¿Qué haces ahí parada?

– Ya lo haré -murmuró, entre dientes-. Vuelve a tus naipes.

En vez de obedecerle, Frankie se sentó en el segundo escalón para fastidiarla. Al espiar a través de las cortinas de encaje, vio la línea de los hombros de Tom y sintió una punzada de desesperación. Fannie dejó de tocar el piano. El periódico crujió cuando el padre lo bajó sobre las rodillas, esperando a ver quién aparecía tras el tabique. Era probable que Earl también estuviera con la boca abierta y sin duda contaría la noticia en cuanto llegara a su casa.

– ¡Bueno, por el amor de Dios -dijo Edwin, exasperado-, a ver si alguno de ustedes abre la puerta!

– Abre la puerta, Emiliiii -canturreó el hermano menor.

La aludida aspiró una bocanada de aire para fortalecerse y atendió la puerta.

– Hola, Emily.

¡Tenía una apariencia increíble! De áspero atractivo con su chaqueta de piel de oveja, las mejillas recién afeitadas, enrojecidas por el frío, el sombrero en la mano y un mechón que le caía sobre la frente. Emily lo contempló, enmudecida.

– Emily, ¿quién es? -preguntó su padre desde la sala.

El recién llegado entró y cerró la puerta.

– Soy Tom, señor.

– ¡Tom! -Dejó caer el periódico y fue al vestíbulo, seguido de Fannie-. ¡Vaya, qué sorpresa! -Le tendió la mano y lo invitó con entusiasmo-: ¡Pasa, pasa!

– Gracias, Edwin, pero he venido a buscar a Emily.

Confundido, el dueño de casa miró a uno y a otro.

– ¿Emily? -repitió, incrédulo.

Fannie esbozó una sonrisa vacua. Frankie pasó de un escalón al siguiente, sobre las nalgas. Transcurrieron varios segundos de silencio hasta que Earl se quejó desde la sala:

– ¡Ay, el viento me ha tirado los naipes!

Fannie fue la primera en recuperarse de la sorpresa:

– Bueno… qué gentil. ¿Irán a pasear?

– Sí, a casa de Charles -se apresuró a responder Emily.

– ¡Ah, a casa de Charles! -dijo el padre, aliviado-. Hace un par de semanas que no lo vemos. Enviadle saludos.

– ¿Puedo ir? -preguntó Frankie, levantándose del escalón.

– Esta noche no -repuso su hermana.

– ¿Por qué no? Mañana no hay clases y Charles dice…

– ¡Frank Alien! -estalló Emily-. ¡Basta!

– A Tom no le molesta, ¿no es cierto, Tom? -Se apropió de la muñeca de Tom y se colgó de ella-. Dile que puedo ir, ¿síiiiii?

– Me temo que no, Frankie. Quizás en otra ocasión.

– Oh, Cristo -protestó y se fue, enfadado, hacia la sala, donde se tiró al suelo.

Fannie aconsejó:

– Es una noche fresca, Emily, llévate una bufanda.

Emily tomó el abrigo del perchero y empezó a ponérselo sola, pero Tom se acercó por atrás y lo sostuvo, mientras los demás observaban y aprobaban el gesto galante con indisimulada fascinación.

– Pienso que no tardaremos más de una hora -dijo Tom, abriendo la puerta para que saliera Emily.

Esta dirigió una sonrisa tensa a Fannie y a su padre.

– Buenas noches a todos.

– Buenas noches -respondió Fannie.

Edwin no dijo nada.

Los peldaños del porche podrían haber sido los de una horca cuando Tom y Emily bajaron, con las miradas hacia adelante. Tom no aflojó la tensión de los hombros hasta llegar a la calle.

– ¡Uf!

– Fannie lo sabe.

– ¿O sea que se lo has contado?

– No, estoy segura de que lo ha adivinado. Sabe que me atraes desde la primera semana que llegaste al pueblo.

– Oh, ¿en serio? -En el tono había un matiz burlón. Miró sobre el hombro, alejándose de la casa, y la tomó de la mano-. Esa es una novedad.

Cuando Emily se volvió con una sonrisa discreta, se encontró con que Tom le dirigía una igual. Caminaron en silencio, con los dedos entrelazados, disfrutando de un ánimo momentáneamente elevado.

En un momento dado, Tom preguntó:

– ¿Y con respecto a tu padre?

– Creo que está evitando admitir lo que tiene delante de los ojos.

– A mí me pareció mejor resolver este asunto con Charles, primero, antes de decírselo a él.

– Estoy de acuerdo. Charles merece ser el primero en saberlo y mientras que no se lo digamos, no podré respirar tranquila.

Al llegar al porche de Charles, se soltaron las manos. Dejaron de bromear. Evitaron mirarse.

– Está todo oscuro. Da la impresión de que no está en la casa.

Tom llamó a la puerta y retrocedió, quedando a una distancia apropiada de Emily.

Esperaron largo rato.

Lanzó una mirada fugaz a Emily, llamó otra vez, pero no hubo respuesta. Las ventanas siguieron a oscuras.

– ¿Dónde podrá estar?

Emily lo miró con expresión inquieta.

– No sé. ¿Qué hacemos, lo buscamos?

– ¿Qué quieres hacer?

– Quiero terminar con esto. Veamos si podemos encontrarlo.

La tomó de la mano y se encaminaron hacia el pueblo. Loucks ya estaba cerrado. Como las tabernas estaban abiertas, Tom fue sólo al primero -una mujer de luto ni soñaría con entrar en un salón- y la dejó esperando en la acera. Dentro del Mint, Walter Pinnick le dirigió una frase incomprensible de borracho, tres peones del rancho Circle T lo invitaron a jugar al póker y una ramera pintarrajeada llamada Nadine le lanzó una mirada sugestiva. Sin hacerles caso, preguntó al tabernero y salió un minuto después para informar a Emily:

– Estuvo aquí, pero se fue y dejó dicho que iría a mi casa.

– Pero hemos pasado por tu casa y no estaba.

– ¿Crees que habrá ido al establo cuando no me encontró en casa?

– No sé. Podríamos ir a ver.

Se encontraron con Charles a mitad de camino entre el establo Walcott y el Jeffcoat, pues era evidente que había estado buscando a Tom. Los vio casi desde veinte metros, saludó y corrió hacia ellos.

– ¡Hola, Emily! ¡Eh, Tom!, ¿dónde estabas? ¡Te he buscado por todos lados!

Tom le respondió de lejos:

– Nosotros también hemos estado buscándote.

Se reunieron en medio de la calle Grinnell, removiendo los pies para mantenerlos calientes y lanzando al aire vapor blanquecino mientras hablaban.

– ¿Ah, sí? ¿Hay algo para esta noche? Espero que sí, por Dios. Después de las seis, este pueblo es un cementerio. Fui al Mint y tomé una cerveza, pero eso es todo lo que un hombre puede soportar, así que fui a buscarte. -Se apoderó del brazo de Emily-. No esperaba encontrarte a ti también, por eso del duelo.

Echó una mirada a la banda negra en la manga, y ella, en cambio, apartó la suya hacia la calle llena de surcos.

– Queremos hablar contigo, Charles -dijo Tom.

– ¿Hablar? Bueno, hablemos.

– Aquí no, adentro. ¿Por qué no vamos a mi establo?

Charles se inquietó por primera vez, lanzando miradas alarmadas a uno y otro, que, a su vez, eludían mirarlo.

– ¿Acerca de qué?

Fijó la mirada interrogante en Emily, que bajó la vista sintiéndose culpable.

– Venid, salgamos del frío -sugirió Tom, sensato.

Charles dirigió otra mirada inquieta a sus dos mejores amigos y luego se esforzó por adoptar una actitud más ligera:

– Claro… vamos.

Caminaron juntos por la calle helada sin tocarse, Emily entre los dos, sin que se rozara un codo. Tom abrió la puerta pequeña y entró el primero en el cobertizo oscuro. Dentro, permanecieron en la densa oscuridad que olía a caballo, hasta que halló una cerilla, la encendió y la alzó para encender una linterna que estaba colgada. Se acuclilló y la apoyó sobre el suelo de cemento. Bajo la observación de los otros dos, abrió la portezuela con un chasquido metálico, encendió la mecha, se incorporó y volvió a colgar la lámpara del gancho, arriba. Mientras duró el proceso, la tensión que reinaba en el cobertizo se multiplicó.

La lámpara esparcía una luz fantasmal sobre el rostro serio de Tom, que bajó el brazo y miró a Charles. La gravedad de su expresión daba a la escena más dramatismo aún. Por unos momentos guardó silencio, como buscando las palabras.