Charles le apartó la mano y se cubrió los ojos con un brazo.
– Oh, sal de aquí. ¡Vamos, sal de aquí y llévatela!
Emily observó con espanto cómo se movía la nuez de Adán, pues comprendió que, bajo la manga ensangrentada, se esforzaba por no llorar.
Se puso de pie con dificultad, con la falda arrugada y llena de paja.
– Vamos, Tom… -Lo tomó del brazo-. A ver si puedes levantarte.
Tom apartó de Charles la mirada triste y se irguió como un anciano artrítico, aceptando la ayuda de la muchacha. Cojeó hasta la puerta abierta del pesebre y se colgó de ella para sostenerse, recuperó el aliento y entonces se acordó:
– ¿Tú estás bien, Em?
– Sí.
– Pero yo vi que recibías un codazo.
– No estoy herida. Vamos -murmuró-. Creo que Charles está bien. Pienso que tendríamos que buscar al doctor Steele para que te revise.
– El doctor Steele es un matasanos y, para colmo, lunático. Todos lo dicen.
– Pero es el único médico que tenemos.
– No necesito ningún médico.
No obstante, fue demasiado para él recorrer la mitad del establo.
– Detente -rogó, cerrando los ojos-. Tal vez tengas razón. Quizá sea mejor que vayas a buscar al doctor Steele y lo traigas aquí. Así, podrá revisarnos a los dos.
Ayudó a Tom a tenderse donde estaba y lo dejó sentado, apoyado contra la puerta de madera, sobre el suelo de ladrillos fríos.
Tres minutos después, llamaba a la puerta de la casa del doctor Steele y la atendía Hilda Steele, envuelta en una bata, con el cabello trenzado.
– ¿Sí?
– Soy Emily Walcott, señora Steele. ¿Está el doctor?
– No, no está. Está fuera hasta el fin de semana.
– ¿Hasta el fin de semana?
– ¿De qué se trata? ¿Es algo grave?
– ¿Podría…? Yo… no… no estoy segura. Iré a buscar a mi padre.
Por instinto, corrió hacia la casa con la mente vacía de todo lo que no fuese la preocupación por Tom y Charles. Cuando irrumpió por la puerta principal, Edwin y Fannie estaban sentados juntos en el sofá. Earl se había ido a su casa y Frankie no estaba a la vista.
– ¡Papá, necesito tu ayuda! -exclamó, con los ojos dilatados y agitada de correr.
– ¿Qué pasa?
Le salió al encuentro a mitad del vestíbulo, tomándole las manos heladas.
– Se trata de Tom y Charles. Se han peleado y creo que Tom tiene unas costillas rotas. Con respecto a Charles, no estoy segura. Está tendido de espaldas en el establo de Tom.
– ¿Inconsciente?
– No. Pero tiene la cara destrozada y yo no puedo mover a ninguno de los dos. Los dejé ahí y corrí a buscar al doctor Steele, pero no está y Tom no puede caminar y… oh, por favor, ayúdame, papá, no sé qué hacer. -Se le crispó el rostro-. Estoy muy asustada.
– ¡Fannie, dame mi chaqueta! -Se sentó y empezó a calzarse las botas. Fannie, un manojo de eficiencia, se acercó corriendo con la chaqueta pedida y ya se adelantaba a los hechos-. Emily, ¿qué tienes en tu maletín de medicinas para arreglar huesos rotos?
– Vendas enyesadas adhesivas.
– ¿Algo para detener la hemorragia?
– Sí, ungüento de ranúnculo.
– Necesitaremos unas sábanas para hacer vendas. Edwin, ve tú mientras yo las busco. Iré en cuanto pueda.
Corriendo por las calles nevadas, Edwin preguntó:
– ¿Por qué se han peleado?
– Por mí.
– Eso imaginaba. Fannie y yo hemos estado todo este tiempo tratando de imaginar qué estaría pasando. ¿Quieres contármelo?
– Papá, sé que no va a gustarte, pero voy a casarme con Tom. Le quiero, papá. Eso es lo que fuimos a decirle a Charles.
Agitado por la carrera, Edwin dijo:
– Es terrible hacerle eso a un amigo.
– Ya lo sé. -Con los ojos llenos de lágrimas, añadió-: Pero tú debes entenderlo, papá.
Siguió corriendo.
– Sí… maldito si lo sé.
– ¿Estás enfadado?
– Tal vez mañana, pero ahora estoy más preocupado por esos dos que has dejado sangrando allá.
Al pasar por el establo Walcott, Emily entró, recogió el maletín y volvió junto al padre a la carrera. Entraron en el establo de Tom como un tren de dos vagones, la nariz de la hija chocando con la espalda del padre. La escena que vieron dentro era irónicamente apacible. La luz mísera de la única lámpara de queroseno iluminaba el extremo más cercano del corredor, donde estaba sentado Tom, apoyado contra la pared de la derecha; más lejos, Charles estaba sentado del lado izquierdo. El capón bayo había salido del pesebre y escudriñaba dentro de la herrería oscura, en la otra punta del edificio.
Edwin corrió primero hacia Tom y se apoyó en una rodilla, junto a él.
– Así que tienes una o dos costillas rotas -comentó.
– Eso creo… duele como el demonio.
– Fannie traerá algo para vendarte.
Emily le explicó:
– El doctor Steele no estaba. Tuve que ir a buscar a papá.
Edwin se acercó a Charles.
– Me alegra que estés sentado. Me dijo que te dejó tendido de espaldas, inmóvil. Nos asustamos muchísimo.
Con los labios hinchados que le deformaban el habla, Charles dijo:
– Por desgracia, no estoy muerto ni a punto de morirme, Edwin.
– Pero tienes la cara hecha un desastre. ¿Te duele algo más?
Mirando melancólico a Emily y a Tom al otro lado de la plataforma, reflexionó en voz alta:
– ¿El orgullo también cuenta, Edwin?
Luego apartó la vista.
Emily, que estaba arrodillada al lado de Tom, gimió:
– Oh, Thomas, mira lo que te has hecho. ¿Quién te pidió que pelearas por mí?
– Tengo la impresión de que no estás muy complacida.
– Tendría que hacerte otro chichón en la cabeza, eso es lo que tendría que hacerte. -Le tocó la mejilla con ternura y murmuró-: ¿No sabes, acaso, que yo amo esta cara? ¿Cómo te atreves a hacértela destrozar?
Por unos instantes, se sumergieron el uno en la mirada del otro, los de Emily, afligidos, los ojos de Tom, hinchados y enrojecidos, hasta que al fin ella se levantó y dijo:
– Iré a buscar un poco de agua para limpiarte.
En uno de los pesebres encontró una palangana con el esmalte saltado, la llenó de agua y volvió, se arrodilló y sacó gasa del maletín veterinario. Cuando tocó el primer corte, Tom hizo una mueca.
– Te lo mereces -le dijo, sin compasión.
– Eres una mujer dura, marimacho, ya veo. Tendré que esforzarme para suavizarte… ¡ay!
– Quédate quieto. Esto hará que deje de sangrar.
– ¿Qué es?
– Ungüento de una hierba… es un viejo remedio indio un tanto modernizado.
– ¡Uf!
Irrumpió Fannie, sin sombrero, cargando un bolso de lona rayado, con asas.
– ¿A quién tengo que atender primero?
Emily respondió:
– Quítale la camisa a Tom mientras yo le curo los cortes a Charles.
Mientras Edwin y Fannie se instalaban a los pies de Tom, Emily cruzó el pasillo y se arrodilló, vacilante, junto a Charles. Qué incómoda se sintió al contemplar la cara magullada, la mirada doliente, cargada de reproche.
– Tengo que limpiar un poco la sangre, para ver bien la gravedad de las heridas.
Siguió mirándola con silencioso reproche hasta que, al fin, le preguntó en un susurro dolido:
– ¿Por qué, Emily?
– Oh, Charles…
Alzó la vista, tratando de no llorar más.
– ¿Por qué? -insistió-. ¿Qué es lo que hice mal? ¿O no hice bien?
– Hiciste todo bien -le respondió, abatida-, lo que sucede es que te conozco desde hace demasiado tiempo.
– Entonces tendrías que saber lo bueno que sería contigo.
A medida que hablaba los ojos ya contusos, se volvían más tristes.
– Lo sé… lo sé… pero faltaba… algo. Algo…