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– Te has quedado toda la noche.

Lo dijo en voz queda.

– Sí.

Tapó el frasco y fijó la vista en el regazo.

– Vendrá tu padre y me arrancará el resto del pellejo -especuló.

– No. Mi padre y yo llegamos a un acuerdo.

– ¿Acerca de qué?

Dejó el frasco y dijo, mirando hacia la pared soleada:

– Le dije que pensaba quedarme aquí a cuidarte hasta que estuvieses en condiciones de levantarte otra vez. -Miró sobre el hombro y se encontró con su mirada directa-. También le dije que, cuando eso ocurriese, pensaba convertirme en tu esposa.

Tom se quedó imperturbable, contemplándola largo rato, hasta que Emily vio cómo lo ganaba de nuevo la desesperanza. Lanzó un suspiro y resopló, como reservándose el pesimismo para sí.

– ¿Qué sucede? -preguntó Emily.

– Todo.

– ¿Qué?

– Escúchame, Emily. -Le tomó la mano y le frotó los nudillos con el pulgar-. Tengo dos costillas fracturadas. ¿Quién sabe cuánto tiempo pasará hasta que pueda trabajar otra vez? Mi establo ha ardido hasta los cimientos y no tengo dinero para pagar, siquiera, lo que quedó reducido a cenizas y mucho menos para reconstruir. Acabas de decirme que perdí los coches ¿y quieres casarte conmigo?

– Sanarás y reconstruiremos todo -afirmó, terca, levantándose de la cama y colocando la mecedora en un rincón del cuarto.

Se sentó, con gesto decidido.

– ¿Con qué? -dijo Tom, a la espalda de Emily-. No tengo seguro contra incendios, ni heno, nada.

– ¿Nada? -Se dio la vuelta y lo atacó con las armas del sentido común-: Por supuesto que tienes algo. Tienes esta casa y un gran solar con una ubicación inmejorable en un pueblo que crece todos los años, un yunque que perteneció a tu bisabuelo, ocho caballos sanos en el corral de mi padre. -Obstinada, juntó las manos sobre el estómago-. Y me tienes a mí: la mejor veterinaria y moza de establo del condado de Johnson. ¿Cómo puedes decir que no tienes nada?

Aunque detestaba hacer de abogado del diablo, estaba convencido de que no tenía otra alternativa:

– Emily, sé sensata.

Emily se acercó a la cama y lo miró con expresión decidida:

– Soy sensata. Ya gasté toda mi estupidez anoche, sentada en esa silla, preocupándome y gimiendo, comportándome como una perfecta tonta. Luego, llegué a la conclusión de que es estúpido afligirse. Nadie tuvo éxito, jamás, preocupándose. Es un desperdicio de energías. Lo que sí tiene éxito es el trabajo duro y estoy dispuesta hacerlo si tú lo estás, pero creo que el primer paso es que nos casemos legalmente y quitemos ese obstáculo del camino.

– ¿Y qué me dices del período de luto?

– Que el período de duelo se vaya al infierno -sentenció, dejándose caer en la cama y tomándole otra vez la mano, para proseguir en voz, suave y sincera-: Si hubieses muerto en el incendio, jamás me habría perdonado por haber desperdiciado en el luto las pocas semanas felices que habría vivido contigo. Te amo, Thomas Jeffcoat, y quiero ser tu esposa. Las convenciones y los cobertizos incendiados no importan tanto como nuestra felicidad.

Se quedó observándola, la comparó con Tarsy, con Julia, con las otras mujeres que había conocido. Ninguna tenía ese ánimo, ese impulso, ese optimismo. Ninguna lo respaldaría con tanta fuerza, en vista de las pérdidas que acababa de sufrir. Pero estaba dispuesta a seguir adelante, aceptarlo a él y a su ardua perspectiva financiera, y un futuro que sólo parecía traer consigo trabajo pesado y preocupaciones. Y estaba seguro de que, si alguien alzaba una ceja por el hecho de que se hubiese quedado a cuidarlo toda la noche en la intimidad de su propia casa antes de que estuviesen casados, también soportaría eso.

– Ven aquí -le ordenó en voz queda.

Se acercó, se acurrucó en el hueco de su brazo, con la cabeza en el hombro. El sol dorado se derramaba sobre la cama y les iluminaba las caras. Escucharon a los gorriones en los aleros. Escucharon su propia respiración y los ruidos del pueblo que despertaba, en la mañana del sábado. Entrelazaron los dedos encima de las costillas enyesadas y contemplaron las estrías de sol que sesgaban las paredes.

Emily apoyó la yema del pulgar en la de Tom y dijo, pensativa:

– ¿Thomas?

– ¿Qué?

– Charles no inició el incendio del cobertizo. No es capaz de hacer semejante cosa. Él fue quien que te sacó y te salvó la vida. Yo lo sé porque estaba ahí. Cuando creyó que tal vez morirías… -Hizo una pausa y admitió-:… lloró. Créeme, Tom, por favor.

Le besó el cabello y cerró los ojos largo rato, tratando de convencerse. Queriendo creerlo.

– Todavía lo amas, ¿no es así? -le preguntó, con la boca contra el cabello.

Emily se sentó y lo miró, tranquila.

– Claro que lo amo -admitió-. Pero no como te amo a ti. Si hubiese sentido eso por él, me habría casado cuando tuve la oportunidad. Si puedo creerte en relación con Tarsy, tú debes creerme con respecto a Charles. Por favor, Tom. Él jamás destruiría algo tuyo, pues al dañarte a ti me dañaría a mí, ¿no lo entiendes?

Tom reflexionó acerca de los tres y de ese increíble triángulo amoroso.

– ¿En verdad crees que podremos convivir los tres… en este mismo pueblo?

– No lo sé -respondió, sincera.

Se quedaron pensativos y afligidos, largo rato, hasta que Tom preguntó:

– ¿Irías conmigo al Este?

Ante la perspectiva de dejar a su padre, a Fannie y a Frankie, sintió que la atenazaba la nostalgia, pero había sólo una respuesta posible:

– Sí, si esa fuese tu decisión.

Al comprender el sacrificio emocional que significaba esa respuesta, su respeto y su amor hacia ella se multiplicaron. Todavía estaban así, con las manos unidas, con decenas de preguntas sin responder, cuando llamaron a la puerta. Emily se incorporó y fue a atender.

Al ver esos dos rostros familiares en el porche de Tom, se reanimó:

– Hola, papá, Fannie… no esperaba veros a los dos aquí.

– ¿Cómo está él? -preguntó Fannie, al entrar.

– Despierto, cansado, sintiéndose como un trozo de carne demasiado ahumada, pero bien vivo, y así seguirá. Oh, Fannie, estoy tan aliviada…

Se abrazaron y Edwin dijo:

– Queremos hablar con los dos.

– Papá, no creo que pueda hablar mucho. Está ronco y le duele la garganta.

– No llevará mucho tiempo. -Pasó junto a la hija y abrió la marcha hacia el dormitorio, comentando en tono jovial al entrar-: ¡Así que lo has logrado, Jeffcoat!

– Así parece.

– Tienes aspecto de estar bastante arruinado.

Tom rió y se incorporó sobre las almohadas:

– Me lo imagino.

Edwin rió, de un talante mucho más expansivo que de costumbre, tomó la mano de Fannie y la llevó junto a él, hasta la cama. Le ordenó a la hija:

– Ven aquí, Emily, siéntate. Tenemos que daros una noticia a los dos.

Emily y Tom intercambiaron miradas intrigadas mientras ella se encaramaba a su lado, Fannie junto a las rodillas del herido y Edwin, de pie junto a la cama.

– Primero, han arrestado a Pinnick por haber iniciado el incendio de tu cobertizo. Se pescó una buena borrachera anoche, en el Mint, y cuando lo encontraron esta mañana, acurrucado en la acera aún medio ebrio, se agarraba de una botella de whisky y farfullaba cuánto lo sentía, que sólo tenía la intención de retrasarte un poco, para poder volver él al negocio en las condiciones que perdió cuando te instalaste en el pueblo.

– ¿Pinnick? -repitió Tom, perplejo.

– ¡Pinnick! -se regocijó Emily, aplaudiendo y luego tomando una de las manos de Tom.

Edwin continuó:

– Y esta mañana, yo acababa de ponerme los pantalones cuando Charles bajó a tropezones las escaleras, entró en la cocina abotonándose la chaqueta, lanzando una retahíla de maldiciones sobre ese Jeffcoat, que era un verdadero fastidio. Según lo recuerdo, dijo: "¿Cuántos edificios tiene que construir uno para él, a fin de cuentas?" Luego, anuncia que se dirige a ver a Vasseler por un asunto de construir un cobertizo y que, por Dios, es el último que va a hacer para Jeffcoat. Por lo tanto, ahora mismo Vasseler y Charles están reuniendo un grupo de trabajo para empezar en cuanto se enfríen los rescoldos. Además, Fannie y yo…