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Pensó que sólo se podría estar refiriendo al hecho de que le había dicho que era virgen y no deseó continuar esa conversación, pensando que si no le contestaba se cansaría. Sin embargo, él insistió en tratar asuntos aún más personales.

– ¡Puede ser que estés asustada, pero desde luego que no eres frígida!

El darse cuenta de que lo decía por la forma en que la había logrado excitar, le hizo desear contestarle con violencia, pero comprendió que se daría cuenta de que estaba mintiendo.

– No soy aficionada… a tener… novios -se vio obligada a reconocer. Sintió que lo odiaba aún más al ver, por la expresión de su rostro, que no creía que no hubiera tenido novios-. Como sabes tenía una… cojera muy desagradable… antes de mi última operación, por lo que siempre prefería quedarme en casa.

– ¿Te ocasiona algún dolor la cadera? -le preguntó con tono tranquilo e indiferente.

– En algunas ocasiones -murmuró ella.

– Tenías dolor la primera noche que fui a tu casa. ¿Era ese el motivo por el que estabas reclinada en el sofá?

– Yo… -trató de recordar si había tenido dolor en aquel momento. Con frecuencia lo tenía, así que lo más probable era que fuera cierto-. Es probable -le dijo y recordando lo descortés que con seguridad le pareció, añadió-: No quise ser descortés aquella noche… sólo que no estaba caminando muy bien y… cada vez que me ponía de pie, necesitaba un par de segundos para recuperar el equilibrio.

Continuó el silencio y ella procuró no mirarlo. Se preguntó si no había hablado mucho. No era posible que él estuviera interesado en cómo había sido su vida en aquellos meses, pero pronto se dio cuenta de que estaba equivocada.

– ¿No deseabas que ningún desconocido te viera en la forma en que estabas?

– Odiaba que cualquiera me viera así -reconoció-. Odiaba encontrarme con desconocidos. Mi… padre lo comprendía y normalmente no te habría hecho pasar a la sala en dónde yo estaba, pero… se sintió tan sorprendido al verte en la puerta que, a pesar de lo mucho que me protegía, en esa ocasión se olvidó de mí y de mi problema.

– Era un verdadero problema, ¿no es cierto, Devon?

Le dirigió una rápida mirada y vio que seguía reclinado en el sillón, descansando, pero no había dureza en su rostro. Aunque no deseaba hablar sobre ello, pensó que quizá si le contaba un poco más podría comprender, al menos en parte, por qué su padre se había visto obligado a hacer lo que hizo.

– El médico dijo que la herida estaba muy relacionada con el hecho de que mi madre muriera en el accidente automovilístico -le dijo, y después le confesó-: Aunque pensaba que me aliviaría por completo cuando cumpliera dieciocho años.

– Pero no fue así -comentó él y, sin esperar por su respuesta, añadió-: ¿Qué edad tenías cuando ocurrió el accidente?

– Quince años y medio.

– ¿Iba conduciendo tu madre?

Devon hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Era mi padre -le dijo, añadiendo enseguida-; Pero no fue su culpa, aunque ha sufrido mucho por ello.

– ¿También resultó herido él?

– Físicamente no, pero perdió a mi madre y la amaba mucho -de repente sintió un intenso deseo de que comprendiera que su padre ya había sufrido demasiado-. Además de perder a mi madre, cada día recordaba el accidente al verme, al observar la forma en que caminaba, que no me podía levantar de la silla y moverme a causa de la cadera fracturada.

Lo miró y se detuvo. Le había dicho la verdad de forma sincera… llena de esperanza, pero al ver su rostro, la expresión seria en el mismo, de nuevo se sintió deprimida.

– Mi padre tomó el dinero porque… -intentó decirle, pero la interrumpió bruscamente con una pregunta que ponía en duda su honradez y la de su padre.

– ¿Nunca te preguntaste cómo había conseguido ese dinero… o lo sabías?

– Por supuesto que no lo sabía -le contestó, molesta tanto por el tono de su voz como por la pregunta-. Él me dijo… -se detuvo, no deseando continuar, pero ante su silencio añadió-: Él me comentó que había vencido… una póliza de seguro dotal al cumplir los veintiún años… Pero sólo lo hizo por mí. El pobre había estado pagando todos los tratamientos, pero en esta ocasión sabía lo que podría representar para mí esa operación… si tenía éxito. Él nunca hubiera…

– Si tenía éxito -la interrumpió-. ¿Hay algunas dudas sobre eso?

– No -lo negó enseguida-. Lo que quiero decir es que en ocasiones me dejo dominar por el pánico. Aquella primera noche en que regresé a casa, esperaba encontrarme a mi padre en la sala. Cuando me sujeté de ti fue porque quería que él me viera con mi primer par de zapatos de tacones altos… sólo que al entrar de manera brusca… me lastimé y perdí el equilibrio -recordó entristecida aquel momento-. Durante un instante me dejé dominar por el miedo y pensé que la operación había sido un fracaso. Sin embargo, después de estar visitando consultorios durante años, sólo me queda una última cita un lunes, dentro de cuatro semanas. ¡Después me aseguraron que podré hacer todo lo que siempre he deseado!

Seguía mirándola con fijeza, pero de pronto le dijo con frialdad e ironía y, según le pareció, con incredulidad.

– Mientras tanto… ¿Te han aconsejado no forzar demasiado esa cadera?

– En realidad, así es -le contestó Devon con frialdad y alzando la cabeza.

Vio cómo se entrecerraban sus ojos ante el tono frío de su voz y no la sorprendió su comentario.

– ¿No es eso una lástima?

– No lo es… Al mismo tiempo que me aconsejó que descansara con frecuencia, el doctor Henekssen me dijo que me sería de mucha ayuda hacer ejercicio para ir fortaleciendo la cadera.

De nuevo sentía deseos de golpearlo, cuando lo vio levantarse y al dirigirse hacia la puerta para reanudar el trabajo en el jardín, le recordó con voz suave:

– Pero ayer hiciste demasiado ejercicio y, como consecuencia, los dos sufrimos por ello.

Al caer la noche, Devon pensó que darle una bofetada no era nada, ¡en comparación con todo lo que le gustaría hacerle a Grant Harrington!

Fue él quien preparó la comida y también la cena que acababan de terminar. Devon se sentía cansada y aburrida de que él la estuviera dirigiendo.

Comprendía que el nerviosismo tenía mucho que ver con la forma en que se estaba sintiendo. Del mismo modo en que se había negado a permitirle que hiciera cualquier actividad ese día, diciéndole con tono de burla que no quería que se cansara haciendo ejercicios inadecuados, tampoco le había permitido lavar los platos, sugiriéndole que lo dejarían para la mañana.

Cuando la llevó a la sala y le dijo que se sentara, Devon ya estaba furiosa, mientras lo observaba dirigirse hacia el tocacintas y buscar la cinta que deseaba.

El enfado comenzó a desaparecer cuando vio que disminuía la intensidad de la luz y se comenzó a escuchar una música suave. Había oído hablar de las luces suaves y la música dulce y, al darse cuenta de que estaba por presentarse una escena de seducción, se preparó para ello.

– ¿Bailamos?

Alzó la vista y vio a Grant de pie a su lado. Aquí empezamos, se dijo, nerviosa, pero no pudo moverse.

– No bailo -le contestó con voz ronca.

– Ya lo sé -le comentó, creyéndole en esa ocasión, además le sonrió-. Te prometo que no haré ningún giro rápido o violento.

Lo que la hizo levantar no fue su inesperado encanto; sabía muy bien que era la música, el deseo de conocer qué era bailar.

– Es fácil -le aseguró él con voz baja, extendiéndole los brazos-. Sólo sígueme.

Y fue fácil. En lo que le parecieron sólo unos breves minutos, se sintió en el cielo, mientras Grant la hacía girar por el salón en su primer baile. El que él la sujetara con firmeza, pero no cerca de él, le hizo olvidar los temores que había sentido la última vez cuando le había pedido bailar.