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– Fue… me gustó -le dijo, tratando de tranquilizarse, una vez que se detuvo la música.

– ¿Quieres probar de nuevo? -le preguntó, adivinando por su mirada lo mucho que lo había disfrutado.

– Por favor -fue lo único que le contestó y pronto se encontró de nuevo en sus brazos, sintiendo la misma sensación maravillosa.

Estaba bailando. ¡Bailando, ella, con esa cadera que en una ocasión estuvo enferma!

La expresión de su rostro cuando terminó la segunda pieza le dijo que no protestaría si ponía una tercera, pero en esa ocasión él no le preguntó si deseaba bailar de nuevo, sólo la miró con fijeza al rostro, de una forma que hizo desaparecer toda sensación de felicidad. El corazón le latía furioso cuando, pasándole un brazo sobre los hombros la hizo dirigir hacia la puerta, diciéndole:

– Creo que ya es hora de que te acuestes.

Con rapidez apartó la mirada, para que no pudiera ver el temor en sus ojos y se fuera a enfadar por ello. No quería que se molestara, quería que permaneciera así, cariñoso, pues de esa forma ella podría…

– Sí, claro -le contestó.

No le sorprendió que la acompañara, apagando las luces, aparentando no tener prisa alguna, conservando el brazo alrededor de sus hombros mientras subían con lentitud la escalera.

Pero lo que en realidad la sorprendió y que hizo que se quedara mirándolo con los ojos muy abiertos, fue que, cuando al llegar a la puerta de su habitación, ella se quedó quieta, esperando que le abriera para entrar, pero en vez de ello se detuvo, sin hacer el menor movimiento para abrirla. De repente, le dijo con el habitual tono de burla.

– ¿Estás segura de que ese doctor aún no te ha dicho que ya puedes hacer todo lo que desees?

– Estoy… completamente… segura -tartamudeó, comenzando a comprender lo que sucedía.

– ¡Maldición! -se sonrojó, pues comprendió que con esa exclamación había tomado una decisión relacionada respecto a hacerle el amor, tomó su rostro sonrojado y le dijo-: ¡Te juro que eres la primera mujer a quien hago sonrojar!

Con ternura la tomó en sus brazos y la besó; sintiéndose sumamente extrañada de que no le molestaran en nada sus besos le comentó con voz trémula.

– Siempre hay… hay una primera vez para… todo, Grant.

Vio un resplandor en sus ojos al escuchar el tono ronco con el cual lo había llamado por su nombre de pila, pero, a pesar de ello, no abrió la puerta. Retrocedió un paso y le contestó:

– No, para ti no la hay; al menos no esta noche.

Asombrada, pues estaba segura de que todo lo que la había hecho descansar ese día había sido con el fin de que estuviera en su mejor forma para ese momento, lo miró con los ojos muy abiertos.

La llevó hasta la puerta de la habitación que el día anterior había seleccionado para ella y, con voz tensa, en la cual ya no había burla, le dijo:

– Llévate ese cuerpo y esos ojos azules de niña a otra habitación, Devon; quiero estar solo en mi cama esta noche.

Capítulo 8

– Aquí tiene una buena taza de café, señorita Johnston.

Devon apartó sus pensamientos sombríos al ver el rostro de la señora Podmore, la mujer que hacía la limpieza de lunes a viernes, desde las nueve de la mañana hasta el mediodía y que le traía la taza de café de las once de la mañana hasta el sillón en donde estaba recostada, tomando el sol.

Al saber que era inútil protestar y decirle que ella podía prepararse su propio café y, si era necesario, el de la señora Podmore inclusive, Devon le contestó con un cortés, "gracias, señora Podmore". La buena señora, comprendiendo que la convaleciente no parecía dispuesta a charlar, regresó a la casa.

Sin prestar atención al café, Devon volvió de nuevo a sus pensamientos no muy felices. Ya llevaba más de una semana en casa de Grant y aún no había ocurrido nada. Además de sentirse nerviosa e intranquila, comenzaba a estar cansada de la situación. Cansada de Grant Harrington y su lengua brusca e irónica. Aunque parecía cuidarla en extremo y no le permitía hacer nada en la casa, no le ocultó que aún seguía pensando en poseerla… así que, ¿por qué demonios no hacía algo de una vez?

Hoy hacía una semana que le había presentado a la señora Podmore, diciéndole:

– La señorita Johnston se está recuperando aquí mientras su padre está fuera en viaje de negocios -después de advertirle que acababa de salir del hospital en donde había sufrido una delicada operación, añadió-: Puede ser que la señorita Johnston quiera ayudarla en asuntos de la casa, pero le agradeceré mucho, señora Podmore, que procure que descanse todo lo posible.

– Yo puedo arreglar mi propia habitación -había comentado Devon interrumpiéndolo, sólo para recibir una mirada protectora de Grant, quien, dándole unos golpecitos en el brazo, había dicho:

– Querida Devon, sabes muy bien que todavía no puedes hacer la cama -después se volvió hacia la señora Podmore, que ahora sonreía tranquila, al ver que no compartían la misma cama, y le había dicho-: La señorita Johnston aún no debe alzar y dar vuelta a los colchones, aunque estoy seguro que lo negará.

La señora Podmore recibió una prueba adicional de que la historia de Grant sobre su operación era cierta, cuando aquella noche él le trajo un traje de baño que le había comprado, entregándoselo mientras le decía:

– Toma un poco de sol mañana.

No tenía intención de usar nada que él le hubiera comprado, pero al siguiente día hizo tanto calor que a las once ya se había puesto el traje de baño y había salido a tomar el sol, pensando que sus rayos, con toda seguridad, le harían bien a la cicatriz. Cuando la señora Podmore vino a traerle un refresco y vio las cicatrices le dijo:

– Pobre niña.

A partir de ese momento la había cuidado como si hubiera sido sólo ayer cuando se había operado. La única satisfacción que le quedó a Devon en esa situación fue hacerse la cama temprano por la mañana, antes de que llegara la señora Podmore.

Distraída, extendió la mano para tomar la taza de café, mientras pensaba en aquello que realmente la preocupaba. Grant la había llevado a cenar fuera un par de veces, aunque lo más frecuente era que la señora Podmore le preparara alimentos que sólo tenían que calentar por la noche para cenar. Ayer, al igual que el domingo anterior, la había llevado a dar un paseo en coche, por lo que en realidad no podía decir que estaba aburrida de quedarse siempre en la casa. Sin embargo, lo que la mantenía despierta por las noches era la creciente ansiedad, el creciente temor, pues comprendía que él aún quería recibir su pago, pero cada noche la enviaba a su dormitorio y el tiempo seguía pasando… sin que intentara cobrarse. No podía mantener a su padre en Escocia indefinidamente; su padre era demasiado astuto para no darse cuenta de que había algo extraño si después de terminar sus estudios le decía que debía permanecer allá. Y ella tenía que estar de regreso en la casa cuando él llegara.

Le tembló la mano, obligándola a dejar con rapidez la taza de café sobre la mesa, al recordar la pregunta que le había hecho Grant en una de sus charlas después de cenar, sobre la afirmación que había hecho de que no soñaría en casarse con nadie hasta que su médico la diera de alta por completo. Le había insistido que, aunque sus temores de un retroceso de su estado eran cada vez menores, seguía necesitando recibir esa última confirmación del doctor McAllen, antes de que pudiera estar segura de que podía ser como cualquier otra joven.

Recordó que se había burlado de ella un poco, pero no la hizo cambiar de opinión… y, al darse cuenta de ello, él se había quedado pensativo.

De nuevo, Devon comenzó a sentirse dominada por el pánico al ver su aspecto pensativo. Aunque a él no le importaba con quién se casara, siempre y cuando no fuera con él, ¿habría decidido esperar para tomarla hasta que hiciera su última visita al doctor McAllen? ¡Oh, Dios, pensó, su cita era dentro de dos semanas! Sólo Dios sabía cuánto tiempo le tomaría después de eso a Grant para cansarse de ella. Y si no se cansaba enseguida… su padre regresaría… ¡Oh Dios!…