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La joven recepcionista le sonrió, comprendiendo al instante que no se trataba de una cita de negocios lo que traía aquí a esa hermosa rubia, sino algo más personal.

De inmediato le dio todas las instrucciones que Devon necesitaba y se encontró subiendo en el ascensor. Sabía que el resto no iba a ser tan fácil. De todas formas, estaba decidida a que una vez hubiera llegado a su oficina se abrazaría de las patas del escritorio de Grant Harrington si trataba de hacerla salir antes de escuchar lo que tenía que decirle.

Al salir del ascensor, fue contando las puertas a lo largo del pasillo y al encontrar la de su despacho vaciló un momento, dudando si llamar a la puerta o entrar; finalmente se decidió por lo último. Sin embargo, si esperaba poder encontrarse con Grant Harrington de inmediato, se llevó una desilusión. Ahí, en esa oficina pintada de color verde pálido, sólo se encontraba una persona y no era él, era una secretaria de cabello oscuro de unos treinta y cinco años, quien alzó la vista de lo que estaba escribiendo a máquina, sonriéndole de forma amable.

– Lo… siento -exclamó Devon y recuperando la compostura, añadió-: Debo haberme equivocado… estaba buscando la oficina del señor Harrington.

– Soy la secretaria del señor Harrington -le contestó la mujer aún sonriendo.

Devon hizo un esfuerzo y logró sonreírle a su vez.

– Oh, bien, entonces Grant no puede estar muy lejos de aquí. Siguió enfrentándose a la misma sonrisa amable, pero comprendió que su estrategia no le daría resultado. La recepcionista era mucho más joven y no estaba tan acostumbrada a los trucos que se empleaban para ver al director general de la compañía.

– Si gusta sentarse, señorita… -esperó a que le dijera su nombre y, al ver que no lo hacía añadió-: Le avisaré al señor Harrington que usted está aquí.

Mientras tanto. Devon estaba observando el interior de la oficina y al otro lado del escritorio vio una puerta, sintiéndose segura de que allí se encontraba el hombre a quien había venido a ver.

– Yo me… -le dijo Devon a la secretaria que la miraba ya sin sonreír y comenzó a caminar hacia la puerta, pero lo hizo con demasiada rapidez y sintió un intenso dolor en la cadera que le impidió terminar el resto de la frase.

Se sintió dominada por el pánico, al pensar que quizá la operación no había sido un éxito y, temerosa de caer, se sentó en la primera silla que encontró. Al ver que desaparecía el dolor, pensó que se debía a los tacones altos que se había puesto.

– No escuché su nombre -insistió la mujer.

– Este… Johnston.

Tan pronto como sintió que no le iba a fallar la cadera, Devon decidió llevar adelante sus planes de entrar por aquella puerta. Pero ya era muy tarde. Se había retrasado demasiado y la secretaria ya estaba hablando por el intercomunicador.

– Aquí está una señorita Johnston que quiere verlo, señor Harrington. No tengo ninguna cita anotada, pero…

– ¿Johnston? -conocía esa voz; después de una ligerísima pausa, el tono de su voz demostró irritación e incredulidad al hacer bruscamente la pregunta-: ¿Devon Johnston?

La secretaria la miró, esperando su confirmación y Devon hizo un ademán afirmativo con la cabeza. Escuchó cómo ella le confirmaba su nombre, pero nunca hubiera esperado la orden que él dio y que hizo que su orgullo ardiera con tanta furia que se olvidó que había venido a suplicarle si era necesario.

– Por favor, Wanda, tome nota de lo siguiente -le dijo con voz cortante-. No tengo tiempo disponible ahora… ni nunca… ni para la señorita Johnston ni para ninguna que se le parezca.

¡Cómo se atrevía a humillarla frente a otra persona! Apenas sin darse cuenta de que el intercomunicador había sido apagado, sin prestar atención a la secretaria que la miraba como preguntándole si deseaba que le repitiera el mensaje, Devon se levantó y le dio vuelta al escritorio. Mientras Wanda la miraba con incredulidad, entró por la otra puerta sin detenerse hasta que quedó frente al hombre que había venido a ver.

Grant Harrington se levantó amenazadoramente de su silla y se dirigió hacia ella y cuando parecía que iba a tomarla con toda su fuerza masculina y lanzarla hacia el lugar de donde había venido, se detuvo al entrar Wanda, diciéndole:

– Lo siento, señor Harrington, no me dio tiempo a… no pude…

– Ya que entró -le dijo a su secretaria-, la atenderé.

Cerrando la puerta de golpe al salir Wanda, regresó frente a ella y de nuevo Devon se encontró frente a la sonrisa burlona en sus labios, mientras sus ojos recorrían el traje sueco.

Él no la invitó a sentarse… aunque tampoco lo había esperado.

– Sea breve -le dijo con tono cortante-, estoy ocupado.

– Yo… -comenzó a decirle con violencia y de repente comprendió que no estaba en situación de mostrarse orgullosa ni enfadada. Había venido a pedirle, a suplicarle si era necesario, que no enviara a la cárcel a su padre.

– Hable de una vez -insistió con tono seco-, ¡y termine rápido!

– Vine a pedirle que no lleve a mi padre a los tribunales.

Durante un rato se quedó inmóvil, mientras él se volvía de espaldas hacia ella y se quedaba pensativo. De pronto se volvió para mirarla con fijeza, con los ojos fríos y duros, durante varios segundos, antes de contestarle con un tono burlón:

– Déme un buen motivo por el cual no deba hacerlo.

– Porque… -ése era el momento de decirle que su padre había tomado el dinero sólo para su operación, pero al mirarlo, al observar al hombre alto y viril, lleno de salud y fuerza, un hombre que con toda seguridad nunca había tenido un problema en su vida, Devon comprendió que no la entendería, que nunca podría comprender lo desesperado que se había sentido su padre para cometer una acción como esa.

– ¿Y bien? -le preguntó él con brusquedad.

– Porque yo… porque no quiero que lo haga -eso no era lo que había pensado decirle, pero sus ojos de mirada fiera, fijos en ella, la pusieron nerviosa.

No le sorprendió que la mirara con un desdén que no intentó ocultar, pero no le hizo esperar mucho, antes de contestarle con violencia:

– Desde mi punto de vista, señorita Johnston, ya usted ha tenido más de lo que desea.

Estaba bien claro que había decidido llevarlo a los tribunales.

– Oh, por favor -le suplicó, a pesar de que por la expresión de su rostro, comprendió que estaba rogando en vano.

– Oh, por favor -repitió él con tono de burla y después se endureció su voz-. Ya me parece un poco tarde para preocuparse por lo que dirán sus amigos cuando sepan que su padre ha ido a la cárcel por robar a la empresa en donde trabajaba.

Devon sintió que palidecía, pero eso no hizo que el hombre que la observaba tuviera compasión de ella.

– Por favor -le suplicó, reuniendo todas las fuerzas que pudo; tenía que intentarlo de nuevo y conmover a ese hombre de hierro-. Por favor, no lo envíe a la prisión, él no tomó el dinero para él.

– ¡Lo sé muy bien, pequeña bruja avariciosa! ¡Debería ser usted quien fuera a la cárcel no él! -le gritó perdiendo el control durante un instante-. ¡Usted le exigió una y otra vez… obligando a robar a un hombre de cuya integridad habría respondido con mi vida, para que usted pudiera seguir manteniendo el tren de vida que le gustaba!

Devon comprendió que, en gran parte, esas palabras eran para liberarse de la tremenda decepción que le había ocasionado el ver destruida la fe que tenía en la integridad de su padre.

Pero de nuevo él recuperó el control y, mientras se dirigía a la puerta, le habló con un tono que le indicaba que la entrevista había terminado.

– Ya desperdicié en demasía mi tiempo; adiós, señorita Johnston.

– ¡Espere!

Se detuvo en el mismo momento en que iba a abrir la puerta y regresó a su lado, mirándola con dureza.