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Un mensaje no es un mensaje hasta que las reglas para interpretarlo están en manos del receptor.

APOLLO BELVEDERE SMITH

No se marchaban. No había nada que ver, nada que oír, nada que saborear, que tocar, que sentir. Nada.

Y sin embargo había voces, susurrando, instando, empujando, persuadiendo, ordenando.

Por ahí. Un murmullo generalizado. Por ahí es por donde vas.

—No. No quiero cambiar. —Se debatió, incapaz de moverse o hablar mientras trataba de identificar la fuente de los sonidos. La discusión se había desarrollado en su interior eternamente, y ahora la estaba perdiendo. Las voces le invadían, miera a miera.

Por ahí. Por ahí. Cambia. Ignoraban su deseo de descansar, empujándole, tirando de él, retorciéndolo, volviéndolo del revés. Podía sentirlas ahora en cada célula, más fuertes y más confiadas. Cambia. Un trillón de voces se fundieron. El fluir de la sangre a través de arterias atascadas, detergentes orgánicos lavando la piel seca y sin elasticidad, los músculos débiles y fláccidos, las viejas y cansadas fibras. Cambia. Hígado y bazo y riñones y testículos, balances iónicos en una montaña rusa, las temperaturas locales anormalmente altas o bajas. (Demasiado altas, demasiado bajas. Estaba muriendo.) Cambia. El delicado equilibrio de las glándulas endocrinas y la tiroides y las adrenales y el páncreas y la pituitaria. Todas perturbadas, la homeostasis perdida, buscando desesperadamente un nuevo equilibrio. Cambia. Cambia. CAMBIA.

Chilló, un grito silencioso. DEJADME EN PAZ. Los intrusos se desbocaron en cada célula. Estaba indefenso, jadeaba, se apagaba ante el asalto de un ejército químico.

CAMBIA. Por todo su cuerpo, fluctuaciones en potenciales termodinámicos, en promedios de reacción cinéticos, niveles hormonales, la energía acudiendo a folículos dormidos, atravesando viejos tejidos, redefiniendo funciones orgánicas, abriéndose paso por los capilares. Un fermento de renovación celular, hirviendo dentro de la piel cambiante. CAMBIA. Disolventes a través de viscosas venas y arterias, la salida de depósitos de placas, el giro de grasas y colesterol. CAMBIA. Hígado, bazo, riñones, próstata, corazón, pulmones, cerebro… CAMBIA. Fuego a través de los nervios, tejidos chasqueando erráticamente, espasmos de control motor, riadas de neurotransmisores, parpadeantes rayos de dolor, tormentas de sensación, señales volando de la red reticular al córtex cerebral, al hipotálamo, a los ganglios dorsales. Un choque de armas en la barrera del cerebro ensangrentado… CAMBIA, SINTETIZA, ACOMODA.

… Y entonces, de repente, todas las voces se fundieron en una sola voz. Y se debilitó, se apagó, bajó de volumen. Pudo oírla con claridad. Escuchó el murmullo de esa voz moribunda, y por fin la reconoció. La conocía. La conocía exactamente. Era el eco mecánico de su propia alma, susurrando órdenes finales a través del enlace informático. Su perfil físico, amplificado mil millones de veces, transformado por el equipo de biorrealimentación en un conjunto de instrucciones químicas y fisiológicas, adoptaba la forma de órdenes finales.

La marea bajaba. Los cambios se detuvieron. En ese momento, los sentidos regresaron. Oyó el oleaje de las bombas externas y sintió el barrido de los fluidos amnióticos mientras brotaban de su cuerpo desnudo. El tanque se ladeó y la parte delantera se abrió, exponiendo su piel al aire frío. Hubo un picoteo de catéteres retirados de la ingle y el cuello, y se aflojaron las correas de sujeción.

Sintió un creciente dolor en el pecho, una terrible necesidad de aire. Cuando el reflejo pertusivo se hizo cargo tosió violentamente, expulsó un fluido gelatinoso de los pulmones y absorbió aire lenta, agónicamente. Su frío ardor interior fue simultáneo a la súbita abertura total del tanque. Una cruda luz blanca le golpeó las retinas.

Se estremeció, alzó el brazo para protegerse los ojos, y se derrumbó en el asiento acolchado. Durante cinco minutos se movió solamente para inclinarse hacia delante y expectorar esputo residual. Finalmente, hizo acopio de fuerzas, se levantó y salió del tanque. Avanzó dos pasos, recuperó el equilibrio y se quedó de pie, tambaleándose. En cuanto estuvo seguro de su propia estabilidad, cogió la toalla que colgaba junto al tanque, se envolvió con ella la cintura y se giró hacia el tanque de cambio de formas. Otro momento para hacer acopio de voluntad, y luego cogió la puerta y la cerró con firmeza.

Fue un último paso ritual; su primera decisión, tras la silenciosa determinación de vivir. Rechazó la idea de drogas tranquilizantes que aliviaran los rigores de la transición. Cruzó en cambio la habitación hasta un espejo de cuerpo entero y contempló su propio reflejo.

El cristal mostraba un hombre semidesnudo de unos treinta años, de cabello y ojos oscuros, estatura y constitución medias. La nueva piel de su cuerpo aún tenía la textura propia de un bebé, aunque estaba pálida y arrugada por la larga inmersión. Pronto se alisaría y maduraría hasta adquirir un profundo tono marfil. El rostro que lo observaba era de nariz y boca finas, con un sesgo cínico en los rojos labios y ojos reflexivos y cautelosos.

Se examinó a sí mismo con ojo crítico, probó su mandíbula, alzó un párpado con un dedo para inspeccionar el claro y sano blanco alrededor del iris marrón, miró dentro de su boca los dientes y la lengua, y finalmente se pasó los dedos por el renovado cabello. Flexionó los hombros, hinchó el pecho hasta el máximo, movió el cuello adelante y atrás, y suspiró.

—Y allá vamos otra vez. ¿Pero por qué molestarse? —habló en voz baja a su reflejo—. «Qué gran obra es el hombre. Cuan noble de razón, cuan infinito en facultad. En forma, en movimiento, cuan expresivo y admirable. En acción, cuánto se parece a un ángel; en aprensión, cuan similar a un dios. La belleza del mundo, el parangón de los animales.»

—Muy bien, señor Wolf —dijo una voz satinada y precisa a través del comunicador situado en el rincón de la sala—. El Bardo lo escribió, y tal vez lo creía. ¿Y usted?

Bey Wolf se volvió, lenta y cautelosamente. La unidad no mostraba ninguna señal visual. Avanzó y conectó su vídeo y grabador.

—No me ha dejado terminar la cita. Dice: «El hombre no me complace, no, ni la mujer tampoco.» Y déjeme señalar que éste es mí apartamento privado. ¿Quién es usted, y cómo demonios consiguió mi comcódigo personal?

—Lo he traído aquí. —La voz no demostraba ninguna turbación—. Ayudé a sacarlo de la Ciudad Vieja… por eso, puede darme las gracias o maldecirme. Lo metí en ese tanque de cambio de formas. Y me quedé, lo suficiente para conectar su unidad de comunicaciones y anotar su código de acceso. —La pantalla fluctuó y en ella apareció la imagen de un hombre—. No quiero inmiscuirme en su intimidad, y advertirá que no he recibido ninguna señal visual hasta que usted ha conectado ese canal. Estoy seguro de que aún se siente débil, pero debo hablar con usted en cuanto se haya recuperado. Me llamo Leo Manx. Soy miembro de la Federación del Sistema Exterior.

—Eso se nota con sólo mirarle. ¿Qué quiere?

—Eso no puede discutirse a través de canales públicos. Si pudiera regresar a su apartamento, o si accediera a visitarme en la embajada… mi tiempo es suyo. He venido desde la Nube Exterior específicamente para buscarle. Quizá podría reunirse conmigo para cenar… si se siente capaz de comer tan pronto después de un tratamiento pleno.

Behrooz Wolf observó al otro hombre. Leo Manx tenía el aspecto pintoresco del nubáqueo de cuarta generación: pecas marrones en una piel blanca como la tiza; constitución fina y angulosa; brazos muy largos, zambos, y de piernas huesudas.