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—Puedo comer —dijo por fin—. Suponiendo que sea comida de la Tierra… no los podridos compuestos sintéticos de la Nube.

—Muy bien —replicó Manx sin vacilación, pero había una súbita mueca casi humorística en la boca y el movimiento de un párpado. Como cualquier nubáqueo, Manx sentía repulsión por la idea de comida hecha con algo que no fueran organismos unicelulares. Bey Wolf había insistido en una comida terrestre más por calibrar la seriedad de propósitos de Manx que por otra cosa. Pero ahora, basándose en aquella levísima evidencia, decidió que le caía bien Leo Manx. (Nadie que reconociera a Shakespeare podía ser del todo malo.)

—¿Por qué no? —dijo—. Iré a verle. No tengo nada mejor que hacer, y no he salido desde hace mucho tiempo.

—Entonces espero su visita. —Manx asintió y desapareció de la pantalla.

Wolf consultó su reloj interno. Hasta ese momento no tenía ni idea de la hora que era… ni de qué día o qué mes. Media tarde. Si tardaba menos de media hora en salir, podría llegar a la embajada antes de la lluvia de la noche. Revisó el correo y los mensajes acumulados. Nada por lo que mereciera la pena molestarse. Era mejor aceptarlo: desde que lo habían despedido de Control de Formas, se había convertido en una noentidad. Se vistió rápidamente y bajó diez pisos hasta la calle. Allí, se abrió paso hasta la acera más rápida, esquivando con facilidad las aglomeraciones y mirando a su alrededor mientras avanzaba.

Un catálogo de la Corporación de Equipos Biológicos debía de haber sido lanzado desde que él huyó a los subterráneos de la Ciudad Vieja. Las nuevas formas aparecían ya en las calles: hombros más cuadrados, genitales más prominentes y ojos más profundos para los hombres; pechos más llenos y cinturas más largas en las mujeres. Como de costumbre, la CEB había escogido los estilos con gran cuidado. Eran lo bastante distintos para destacar, pero lo bastante parecidos a la moda del año anterior para que los programas de cambio de formas estuvieran económicamente al alcance del ciudadano medio.

Como jefe de la Oficina de Control de Formas («antiguo jefe», se recordó), Bey Wolf se consideraba a sí mismo por encima de los caprichos de la moda. Llevaba su forma natural, con cambios menores debidos a diversas curaciones. Eso lo convertía en una rareza. La gente de las aceras se parecía cada vez más. Era… ¿tranquilizador? No. Aburrido. Tras unos minutos, sintonizó su implante para recibir los canales de comunicación.

Tenía un montón de noticias en las que ponerse al día. Con su retirada a la Ciudad Vieja y su subsiguiente inmersión en el tanque de cambio de formas, se había perdido una batalla política menor sobre los niveles óptimos de población, el lanzamiento de una nueva forma aviana por parte de la CEB, una revisión del Acta de Conservación de Especies que se aplicaba a toda la Tierra, la destitución del jefe de la Federación Espacial Unida bajo la acusación de corrupción, y un acalorado intercambio de insultos entre los Gobiernos del Sistema Interior y el Sistema Exterior relativo a los derechos energéticos del Anillo de Núcleos.

También, aunque esto no era nuevo, se había perdido setenta y cinco días de un verano perfecto. ¿Pero por qué contar el tiempo, cuando ya no tenía un empleo? El proceso de biorrealimentación no podía hacer más que responder a su voluntad, así que poca duda había de que quería vivir, en el fondo. ¿Pero para qué?

«Qué cansada, rancia, monótona y aburrida…» Y en ese mohiento, antes de que las palabras pudieran completarse en su mente, la locura empezó de nuevo. Las aceras móviles y la escena del noticiario se oscurecieron cuando otra imagen se superpuso a ellas.

El Bailarín. Había vuelto. Vestido con un ajustado traje escarlata, cubrió el campo de visión de Bey. Danzaba hacia atrás con movimientos como de muñeco, agitando brazos y piernas. Había una curiosa música de fondo, desafinada y melódica a la vez, y el hombre cantaba en algo que parecía chino. En mitad del campo de visión se detuvo y sonrió directamente a Bey. Sus dientes eran negros y afilados hasta las puntas, y su rostro era tan rojo como su traje. Volvió a hablar, pareció formular una pregunta, y luego saludó, se dio la vuelta y se perdió de vista bailando hacia atrás.

Bey se estremeció y se llevó una mano a la cabeza. Había oído las palabras de Manning en los subterráneos de la Ciudad Vieja, pero el coronel se equivocaba. La pérdida de Mary había sido dolorosa; pensaba en ella cada día, y siempre llevaría consigo su holograma. Pero algo más lo había hecho rebasar el límite y buscar el solaz de la máquina de sueño: la convicción de su propia locura.

Desde la primera aparición del Bailarín, había comprobado todas las fuentes posibles de la señal. Nadie más podía verla… ni siquiera al sintonizar el mismo canal que Bey. Todas las pruebas de una señal externa habían sido negativas. Había remedado la forma de hablar del Bailarín, todo lo que podía recordar de ella, y especialistas en lingüística y semiótica le habían dicho que no concordaba con ningún lenguaje conocido. Y lo peor de todo: cuando Bey pasaba a modo grabación, la señal desaparecía. Nunca estaba allí para volver a ser reproducida. Los médicos y los psiquiatras eran unánimes: la señal se generaba dentro de la cabeza del propio Bey. Sufría «perturbación perceptiva» de una «forma severa y progresiva, intratable y con una fuerte prognosis negativa».

En otras palabras, se estaba volviendo loco. Y nadie podía hacer nada al respecto. Y empeoraba. El Bailarín, al principio apenas un punto en el horizonte de la escena, se acercaba a buen ritmo.

Y la ironía definitiva: ¡Mientras Mary y él vivieron juntos, a Bey le preocupaba la cordura de ella, su estabilidad mental! Él era la roca contra la que las mareas de la locura romperían en vano.

Bey vio que había alcanzado su destino, la profunda embajada del Sistema Exterior. Corrió hacia los ascensores exprés («… entonces me zambulliré en la Tierra; Tierra ábrete. Oh, no, no me alojará…») y bajó, bajó, bajó, rechazando sus propios frenéticos pensamientos y buscando las frías cavernas del santuario subterráneo.

3

Huí durante las noches y durante los días, huí por los arcos de los años, huí por los laberintos de mi propia mente…
FRANCÍS THOMPSON

La temperatura superficial media del suelo en el Sistema Exterior es de —214 °C: cincuenta y nueve grados sobre el cero absoluto. A esa temperatura el oxígeno es líquido y el nitrógeno sólido. La gravedad superficial media de ese mismo suelo es de una cuatrocientosava parte de ge. La radiación solar media es de 1,2 microvatios por metro cuadrado, más débil que la luz de las estrellas, con una intensidad mil millones de veces inferior a la energía solar recibida por la Tierra.

Ante esos hechos, los diseñadores de la embajada terrestre del Sistema Exterior tuvieron que decidir: ¿deberían situar la embajada fuera de la Tierra, y enfrentarse a caros costes de transporte para todas las interacciones de la embajada? ¿O debían aceptar un medio ambiente terrestre incómodo y profundamente antinatural para el embajador y el personal? Como era poco probable que los diseñadores visitaran la Tierra, optaron naturalmente por lo segundo.

La embajada que Bey Wolf visitaba se encontraba a doscientos metros bajo tierra, donde la temperatura, el ruido y la radiación podían ser controlados.

La gravedad era otra cuestión. Wolf atravesó con un súbito vuelco de estómago los niveles superiores. Al hacerlo las inmediaciones se volvieron más oscuras, más silenciosas, y más frías. Todas las superficies eran a prueba de sonidos. A unos ciento treinta metros el silencio se volvió tan sobrenatural e inquietante que Bey descubrió que prestaba atención a la nada. Decidió que no le gustaba. Los humanos hacían ruido; los humanos chasquean y golpean y gritan. El silencio total era inhumano.