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Se detuvo y miró a Aybee, expectante. No había alzado la voz ni un decibelio, manteniéndola en tono reflexivo y razonable. Pero en términos de poder persuasivo, era como un grito triunfal.

Aybee luchó contra la sensación de entusiasmo y bienestar que lo inundaba. Siempre había sido un solitario, nunca se había unido a ningún movimiento, y ahora algún pequeño rincón de su cerebro se defendía. Pero era un rincón pequeño… la mayor parte de él aplaudía a Ransome.

Se obligó de nuevo a pensar en su viaje al Agujero de Ransome. Quería oír hablar de los nuevos avances científicos que hacían posible la pequeña nave ovoide. Si Ransome era el genio autor de aquellos progresos, Aybee tenía que oír la teoría… de cabo a rabo. En cambio, escuchaba a un hombre hablar de política. ¿Era concebible que el genio científico y el aspirante a emperador fueran la misma persona? Aybee conocía muy bien los sacrificios y exigencias en tiempo y energía que requerían los grandes avances científicos. Estaba preparado para satisfacer esas demandas, ¿pero podía alguien combinar una vida así con un intento de apoderarse del sistema solar? Sin duda, no.

Aybee sintió que la oleada de entusiasmo daba paso al pensamiento racional. Sabía que no era momento de discutir con Ransome. Así que asintió lentamente y dijo:

—Lo que me está diciendo es fascinante. Me gustaría oír más.

No se sorprendió cuando Ransome aceptó su aparente conversión. El otro hombre poseía tal magnetismo que probablemente le sorprendía todo aquel que no se convirtiera en seguidor suyo a la primera de cambio.

Ransome se levantó, tan cálido, amistoso y convincente que Aybee empezó a pensárselo mejor.

—Tienes mucho que aprender, Aybee Smith. Para los pocos miles de personas que ya son devotas de mi causa (sí, todavía somos pocos), sólo soy su experto científico. Me ven como su profeta y como la fuente de toda la nueva tecnología. Pero hay un límite a lo que un hombre puede hacer, y apenas he arañado la superficie de lo posible. Eso ha sido suficiente para permitirnos empezar la reorganización del Sistema. Tú me ayudarás a llevar nuestro trabajo mucho más lejos. Cuando estés preparado, iremos a los laboratorios. Puedes empezar a trabajar cuando quieras. Las instalaciones son las mejores que podemos permitirnos.

Hizo una pausa y frunció el ceño.

—Por supuesto —añadió mansamente—, hay ciertas precauciones que tomar ante un trabajo tan delicado. Como comprenderás, sería intolerable que nuestros planes y descubrimientos se filtraran prematuramente a los Sistemas Interior y Exterior —sonrió—. Los sistemas de seguimiento son automáticos, y están más allá de mi control. Todo intento de huida conduciría desgraciada e inevitablemente a tu captura, quizás a tu muerte. ¿Continuamos ahora?

24

Mary, Mary, siempre al revés. Tu jardín, ¿ cómo va a crecer? Con campos de espinar, y núcleos blindados, y hombres guapos todos atados.
Canción infantil de la Cosechadora Opik

Las máquinas de autorreproducción que hacían posible, ellas solas, el rápido desarrollo de la Nube Oort nunca habían sido tan importantes en el Sistema Interior.

Quince mil millones de seres humanos se reproducían ya bastante bien. Bey Wolf, acostumbrado toda la vida a los límites humanos en cuanto a hábitos de trabajo y niveles de energía, aún no se había acostumbrado. Sabía lo que en teoría podía hacer un grupo de máquinas, pero su forma de funcionar aún le sorprendía. Parecía que nunca paraban, ni siquiera cuando Bey no veía nada útil que pudieran hacer.

Leo Manx le había explicado la extraña lógica de aquello durante su primer viaje a la Nube.

—En realidad, es más económico mantenerlas en funcionamiento —dijo—. Verá, si no están trabajando, están programadas para hacer más copias de sí mismas. Y eso requiere más materiales.

—¿Pero por qué no las desconectan sin más? —preguntó Bey.

Manx sacudió la cabeza.

—Están diseñadas para uso continuado. Si no queremos que su rendimiento disminuya, tenemos que mantenerlas ocupadas.

Una filosofía de diseño típica del Sistema Exterior; pero Bey veía ahora un buen ejemplo de lo que había querido decir Leo.

Manx. Sylvia Fernald había llegado a aquel mismo destino y encontrado la oscuridad y el silencio de un mausoleo. A Bey, apenas siete días después del encuentro, le parecía imposible que el cuerpo espacial no tuviera entonces el mismo aspecto que tenía ahora: llamativo, rebosante de actividad, encendido con luces internas. Había media docena de naves atracadas en los muelles, y el contorno irregular de la superficie, en forma de huevo, estaba cubierto y suavizado por una maraña de enredaderas del espacio libre que tendían sus telarañas plateadas y negras para absorber la mísera limosna de radiación que llegaba del lejano Sol. Ni se le ocurrió que todo el cuerpo estuviera oscuro y desierto dos días antes.

Su pequeño tamaño era una sorpresa. En el Sistema Interior, había sólo unos cuantos centenares de elementos orbitales importantes. La gran mayoría de planetoides eran inhabitables y probablemente seguirían siéndolo excepto para los operadores mineros. Viajar a cualquiera de los destinos interesantes era hacerlo a un cuerpo de al menos diez kilómetros de diámetro, con un centro de población asociado. En ese centro habría por lo menos miles de personas, si no los miles de millones de la Tierra, los cientos de millones de Marte o las decenas de millones de Europa y Ceres.

Para Bey era sorprendente que Sylvia viajara hasta tan lejos para visitar un cuerpo espacial con sólo un puñado de gente. Sin embargo, eso podía facilitarle la tarea. Buscaba a Sylvia, pero tenía otros motivos. Buscaba la pista que le llevara adelante, al lugar adecuado del Anillo de Núcleos y al Hombre Negentrópico. Fuera lo que fuese lo que allí había, era un punto final improbable para los viajes de Sylvia.

No tenía sentido hacer una llegada que no llamara la atención. Los sistemas de radar habrían advertido su avance y proyectado su tiempo de llegada cuando aún estaba a millones de kilómetros de distancia. Bey ignoró los controles manuales y permitió que el atraque se realizara automáticamente. No se puso un traje. No era demasiado confiado, ni fatalista. Cualquier posible peligro provendría de los hombres, no de la naturaleza, y requeriría inteligencia, no velocidad o fuerza.

La compuerta se abrió. Bey salió y se encontró en medio de un cuento de hadas. El interior del cuerpo había sido convertido en una sola cámara de centenares de metros de diámetro. Sus paredes abovedadas estaban pintadas de rojo, blanco y dorado, y enormes murales llegaban hasta la cúpula del techo. Sin el lastre de la gravedad, torres en forma de aguja y esbeltos minaretes se alzaban desde la superficie exterior, junto a Bey, con filamentos entrelazados que los unían.

Buscó instintivamente los signos de un núcleo energético y se dirigió hacia la cámara central. No importaba que hubiera pasado gran parte de la semana anterior reflexionando sobre la imposibilidad de un demonio dentro de un núcleo blindado, un producto final indestructible, gigantesco e inimaginable de infinitos cambios de forma que se bañaba en la radiación del interior del blindaje. Descartó aquella idea. Habría un centro de gravedad local cerca de un núcleo, y lo anhelaba, aunque fuera débil… los hábitos terrestres se resistían a morir.