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Bey nunca había estado en aquel lugar pero conocía su reputación. El Anillo de Núcleos había permanecido sin colonizar por buenos motivos. En los primeros días se perdió un millar de naves antes de que las naves de tránsito al Sistema Exterior aprendieran a volar por encima de la eclíptica.

«Peligro —le decía la vocecita interior en el oído—. Peligro.» El noventa y nueve por ciento de todas las sorpresas concebibles son desagradables. Pero el escalofrío que le recorría la espalda no era de miedo, sino de excitación. El Agujero de Ransome ya era visible; lo bastante grande para contener cualquier cosa: ejércitos, armas, fábricas, ciudades, monstruos, tesoros y misterios inimaginables. Bey contemplaba la nada, y se sintió sacudido por emociones que no experimentaba desde hacía años. Se encontró de nuevo en el pasado, persiguiendo formas ilegales de serpiente hasta las oscuras profundidades de la Ciudad Vieja. Estaba ansioso por empezar, y se preguntaba cómo sobreviviría, si llegaba a hacerlo. La misma fuerza inefable aceleraba su pulso, atrayéndolo, empujándolo hacia el peligro.

Mientras observaba, breves destellos de fuego blanquiazul chispeaban sobre el disco negro. Los reconoció. Unidades impulsoras de corto alcance. Cinco pequeñas naves se acercaban a ellos.

Bey miró a Mary. Ella frunció el ceño, sacudió la cabeza y dijo:

—No es cosa mía. —Pero no parecía demasiado sorprendida.

Un par de minutos después, otras naves se unían a las cinco primeras. Rodeada por una escolta de una docena de pinazas, la nave llegó a un embarcadero y atracó. La escotilla se abrió y Bey salió detrás de Mary.

Una docena de soldados armados los esperaban, las pistolas alzadas y dispuestas. Dos pasos por detrás se erguía un hombre bajo, vestido de negro, cruzado de brazos. En su cara delgada, de huesos prominentes y nariz afilada, había un resto de sonrisa confiada. Bey observó aquellos ojos penetrantes y, tras unos segundos, los rasgos inmóviles parecieron fluir y cambiar ante él, reagrupándose como una ilusión óptica siguiendo una pauta distinta y familiar.

El Bailarín… el Hombre Negentrópico. Sin el traje rojo y sin los dientes negros, pero con el mismo rostro, el mismo cuerpo, la misma manera inconfundible de moverse. Bey se estremeció. Aquel rostro y los ojos ardientes le traían recuerdos aterradores de cuando estaba al borde de la muerte y la locura.

—Ya estarnos todos —dijo el Hombre Negentrópico. Dio un paso adelante, todavía flanqueado por sus guardias, y asintió con probación tras observar a Bey—. Soy Ransome. Sentía curiosidad or conocerle desde hace mucho tiempo, señor Wolf. Cuando aluien, sea hombre o mujer, rehusa suicidarse o volverse loco, no nporta cuál sea la presión externa, esa persona me interesa. Y aquí stá usted, en mi casa. —Se dio la vuelta, y en el movimiento de su nano abarcó todo el habitat—. Ya ve lo agradecido que puede ser I universo. Si me hubiera propuesto atraerlo hasta aquí, quizás tubiese fracasado. Pero al permitirle navegar libremente con los rientos del espacio, llega incluso antes de que esté preparado para isted.

Ransome rodeó posesivamente la cintura de Mary con un )razo. Ella no se resistió, pero dirigió a Bey una mirada extraña, nsegura.

—Ya me tiene. ¿Y ahora qué? —dijo Bey. Había visto ojos cono aquéllos tres veces antes en una cabeza humana, pero ninguno ie sus propietarios estaba vivo.

—Por el momento, nada. —Ransome estaba desconcertantemente tranquilo—. Tengo que terminar unos asuntos con dos amigos suyos, y un par de cosas más que atender. Tendrá que soportar su propia compañía un poco más. Más tarde, usted y yo tenemos que hablar. Estoy seguro de que trabajaremos juntos. —Ransome se despidió de Bey con un breve movimiento de cabeza y se volvió para marcharse. Mary le siguió sin decir palabra.

—¡Mary! —Bey la llamó mientras los guardias se disponían a separarlo de ellos. Recibió en respuesta una breve mirada; luego los guardias lo escoltaron al interior del habitat y finalmente se detuvieron ante una puerta ovalada. Lo empujaron al interior sin más comentarios y se marcharon de inmediato, pero mientras lo hacían una máquina rechoncha se apostó en la entrada.

¿Cuánto era ese «poco más» de tiempo que tendría que estar solo? El tono burlón de Ransome sugería que podía ser bastante. Bey se volvió hacia la puerta y se acercó al roguardia, que le bloqueó firmemente el paso.

—Déjame pasar. Es una orden.

—La orden no puede ser obedecida. —La voz era amable y suave—. La salida está prohibida. Carece usted de autorización.

—¿Quién tiene autorización?

—Usted no tiene autorización para recibir información sobre las autorizaciones.

Bey se retiró. No esperaba una respuesta útil, así que no se sintío demasiado decepcionado. Fue a sentarse a la mesa en el pequeño comedor y reflexionó sobre su situación.

En contra de lo que esperaba en un principio, había encontrado el camino al Agujero de Ransome de manera sospechosamente fácil. Estaba en plena fortaleza enemiga, desarmado, rodeado de guardias, y era prisionero de un probable megalómano con poder para destruir el sistema solar; ahora tenía que decidir qué hacer a continuación.

¿Qué podía hacer?

Tras unos minutos se levantó y dio un paseo para estudiar sus habitaciones. Eran perfectamente adecuadas para una estancia (voluntaria o no) de semanas, meses o incluso años. Las paredes, suelo y techo eran blancos, inmaculados y sólidos. Había una cama de aspecto cómodo, un cuarto de baño bien equipado, una instalación completa de producción de comida, un pequeño ordenador con sus propias bases de datos recreativas y educad/as, e incluso una pequeña unidad de ejercicio que incluía un sencillo condicionamiento de forma. Cualquier tipo de equipo de comunicaciones por audio o vídeo brillaba por su ausencia.

Bey se acercó a la pequeña unidad de condicionamiento de forma, la conectó y estudió sus posibilidades. Era el más simple de los sistemas de cambio de formas que había en el mercado. Las opciones que ofrecía eran mínimas: seguimiento y realimentación para mejoras musculares estándar, rutinas para reparaciones físicas menores como terceduras y magulladuras, y un par de módulos de conversión de baja ge/alta ge; eso era todo.

Bey abrió la tapa y comprobó los indicadores telemétricos y la memoria interna. Era una unidad de la CEB, completamente independiente, de hardware estándar y bastante potente. Eso significaba que los puntos débiles estaban en el software. Los programas que iban con la unidad carecían de las funciones de cambio de formas más importantes: ni siquiera permitía ajustes oculares, que Bey necesitaba para la miopía desde la adolescencia.

¿Qué se suponía que tenía que hacer cuando empezara a verlo todo borroso? ¿Entornar los ojos o ponerse gafas? Cerró disgustado la tapa de la unidad. En la Tierra nadie usaba una cosa tan primitiva desde hacía más de cien años.

Bey se acercó otra vez a la puerta abierta y en esta ocasión intentó atravesarla directamente. El roguardia volvió a bloquearle el paso. Bey colocó la mano sobre el extenor de la máquina, estimando su fuerza y sensibilidad. La máquina no se movió.

—¿Cuánto tiempo permaneceré aquí?

—Esa información no está disponible. —Hubo una pausa; luego la máquina añadió—: No más de dos años, ya que el sumistro de comida sólo cubre ese período.

—¡Dos años! Una noticia magnífica.

—Gracias.

Bey cerró la puerta en las narices del roguardia, fue hacia la cama y se tendió en ella. Tendría que haber sabido que era una tontería perder el tiempo hablando. Ninguna máquina de ese tipo captaba el sarcasmo.