Cerró los ojos, aunque sin intención de dormir. Tenía trabajo que hacer, un trabajo importante. El primer paso era realizar una estimación del tiempo. ¿Cuánto tiempo de desarrollo y prueba le haría falta, y cuánto para que el proceso se completara? Si las respuestas eran demasiado altas, bien podía relajarse y olvidarse de la idea.
Diez minutos después, Bey tenía la primera estimación. Tardaría cinco semanas en total, si trabajaba día y noche. Era demasiado. Tenía que reducirlo a tres como máximo de alguna forma. Tendría que ser algo burdo y rápido, menos perfecto. El fluido lógico y el código condensado subsiguiente para una estrategia alternativa empezó a tomar forma en su cabeza.
La siguiente estimación fue de dos semanas. Todavía era demasiado tiempo, y había agotado todos los recursos legítimos para acelerar el proceso. Era el momento de adoptar medidas desesperadas. Tuvo que empezar a aceptar riesgos físicos más altos.
Bey permaneció tendido en la cama durante cuatro horas más. Por fin se sentó, dispuesto a empezar. Mientras hacía sus preparativos de último minuto, se le ocurrió que tenía un aliado insospechado. Irónicamente, su as en la manga era el propio Hombre Negentrópico.
En sus clases para los principiantes de la Oficina de Control de Formas, Bey usaba una analogía:
—El cambio de forma con propósito es un proceso, una tensa interacción entre maquinaria capaz de mantener vida y código informático en tiempo real. —La pantalla en la pared tras él mostraba un diagrama muy complejo en movimiento—. Hay un ejemplo típico en la pantalla… uno sencillo, por cierto. Para cuando salgan de aquí, les parecerá simple y familiar. Pero saber leer uno de esos esquemas no les bastará para protegerse. Para ser útiles en esta oficina, tienen que ver más allá del detalle, captar una imagen de cambio de formas completa de una sola ojeada.
La pantalla de la pared cambió para mostrar un anticuado mapa lleno de colores y salpicado con ilustraciones pintorescas.
—Cada cambio de forma es un viaje, desde un punto de partida definido a un punto de llegada definido. Pero estos viajes cruzan todos una parte del gran océano del cambio de formas. Algunas zonas de ese océano han sido exploradas por completo, y todos los programas comerciales de cambio de formas navegan dentro de la región cartografiada. Pero más allá de las aguas seguras hay una zona salvaje y desconocida. Y peligrosa. Nunca olviden eso.
»Todo aquel que intenta un nuevo experimento radical en cambio de formas se embarca en un viaje hacia lo desconocido. Y cuando se trabaja en esta oficina, a menudo hay que seguir la ruta de los pioneros a través de esas aguas peligrosas.
»Ahora bien, no podemos proporcionar un piloto infalible para atravesar ese mar desconocido. Nadie puede. Pero lo que sí podernos hacer es enseñarles qué hay que buscar. Aprenderán a reconocer, y a evitar, los bajíos y arrecifes del cambio de formas, sus remolinos y corrientes subacuáticas. Diseñen siempre sus programas para seguir las seguras rutas comerciales…
Buen consejo.
Pero las lecciones no habían sido diseñadas para emergencias desesperadas.
Bey selló la tapa del tanque, contempló las secuencias de control y se preparó para las agonías que le esperaban. Con aquel grado de incertidumbre, podía pasar cualquier cosa. Iba a usar secuencias de cambio que nunca había empleado, de las que nunca había oído hablar. Ignoraba sus propias enseñanzas para conducir un programa acelerado que rozaba los arrecifes, se arriesgaba en los remolinos, se enfrentaba a las olas. Era una garantía de incomodidad y peligro, de desastre.
Introdujo la orden final.
Los primeros minutos fueron el contacto familiar de sensores y catéteres, seguido por el fluctuante arco iris de colores y sonidos. La biorrealimentación empezaba, no muy distinta de lo que lo había sido un millar de veces. Pronto pasaría de largo sus ojos y oídos, para establecer contacto directo con el cerebro. Una docena de etapas habían pasado en unos cuantos minutos, los tests preliminares estándar, mientras la máquina confirmaba los parámetros de su cuerpo.
Y entonces… el cambio.
Sintió una oleada de dominio, un contacto frío y extraño a través de todo su ser. Una extraña incomodidad lo tocó, se introdujo en él, se convirtió en un dolor que crecía tan rápida e irresistiblemente como un fuego avivado por el viento, hasta que ardió en todas sus células. Su cuerpo se estremeció en una agonía aturdida.
«Mal, completamente mal. Páralo ahora, mientras puedes.»
Rechazó la respuesta de pánico que se alzaba desde la base de su cerebro. El dolor era lógico, el resultado de un cambio demasiado rápido. Los atajos eran malos, pero se debían a un diseño propio, un cambio de forma conseguido por medio de deformaciones y contracciones musculares, no por la lenta y cuidadosa reconstrucción de la estructura corporal. Era una perversión del auténtico cambio de formas. Intentó conservar la calma, mientras la temperatura central de su cuerpo subía más de veinte grados. Las reacciones químicas se producían a una velocidad diez veces superior a la normal, pero él seguía comprendiendo y siguiendo los procesos.
Y entonces el dolor atravesó un nuevo umbral, y la lógica falló.
… lo tendieron en una plancha, encendida por fuegos internos. Su cuerpo se fundía, retorciéndose y rebulléndose contra las correas de control Una densa capa de mucosidad brotó de su piel. Los catéteres doblaron su transferencia química.
Apareció una nueva forma, más básica y más letal.
… el corazón redoblaba a un ritmo irregular. El corazón se detenía. Un momento de suprema agonía; el corazón sin vida, una piedra en su pecho. Los pulmones colapsados. Los ríñones y las entrañas y la vejiga petrificados en acción. La sangre congelada.
La máquina de cambio de formas dominaba por completo. Sólo quedaba su cerebro, dirigiendo el cambio.
El fatal cambio de forma. Aquel cambio requería semanas, no días. Había subestimado el dolor, ignorado el peligro. Nadie podía soportar un cambio tan rápido, lo mataría.
Sin corazón, sin pulmones, no podía gemir ni gritar. Había hecho una elección y ahora pagaba el precio. Incluso con la ayuda de la máquina, los parámetros corporales eran incontrolables. Una docena de veces, los monitores de la unidad de cambio mostraron sus signos de advertencia. Las concentraciones químicas estaban muy lejos del equilibrio; balances iónicos a niveles fatales, las sinapsis ardiendo espásticamente fuera de secuencia. Había perdido la conciencia de cuanto le rodeaba. El cuerpo semiconsciente del tanque se estremecía y agitaba, soportando ritmos de adaptación más allá de todos los límites racionales.
«Frena. Frena. Invierte el proceso.» Cada órgano, cada célula gritaba en busca de alivio. Y el alivio era posible. Con un cambio de forma con propósito, la voluntad del su)eto siempre tenía una parte central. La urgencia por retirarse se hizo irresistible.
«Para ahora, para ahora.» El miedo ya no inundaba su cerebro. Eran brotes rampantes de dolor y terror, que invadían cada escondite de voluntad y resolución.
«Para. Para ahora.» Luchó contra la urgencia de terminar, pero el tormento era demasiado grande. Su agonía era terminal, oía el gemido de protesta de cada célula. El límite de tolerancia había llegado, había pasado. El dolor se intensificó, se agudizó, creció hasta niveles que desafiaban la fe…
«Basta. Cede o muere.»
Y mientras ese pensamiento tomaba firme posesión de su mente, la presión se suavizó.
Se hundió en las cintas restrictoras del tanque, incapaz de moverse. Cada nervio de su mente y su cuerpo estaba encendido. Sorbía el dolor de su interior, sonriendo triunfal. Sólo pudo oír los latidos de su corazón.