Выбрать главу

Qué muestra de buen gusto… Realmente exquisito. ¿Hay alguno más?

¡Cientos! Una joven muchacha quiso bailar desnuda al son de un ritmo africano mientras un hombre barbudo le cubría el cuerpo de espuma de afeitar. Otra quiso aparecer como una bailarina clásica, con tutú pero sin bragas, y orinar mientras interpretaba la muerte del cisne. Un estudiante de arquitectura utilizó un maniquí de escaparate y lo golpeó violentamente con un hacha en el vientre y el sexo. Una vez destruido el maniquí, sacó de su interior varias ristras de chorizo y cientos de bolas de cristal. Otro estudiante apareció vestido de profesor de matemáticas con una gran bolsa llena de huevos. A medida que recitaba sus fórmulas algebraicas, se partía un huevo tras otro en la frente. Otro llegó con una tinaja de hierro blanco y varios litros de leche. De pie en la tinaja, se puso a recitar un clásico poema del Día de la Madre mientras vaciaba las botellas de leche sobre su cabeza. Una mujer de larga cabellera rubia, vestida con medias negras decoradas con perlas en los tobillos, apareció caminando con muletas y gritando a pleno pulmón: «¡Soy inocente! ¡Soy inocente!». Al mismo tiempo, sacaba de entre sus senos trozos de carne cruda que lanzaba sobre el público. Luego se sentó sobre una silla de niño y se hizo rapar completamente la cabeza por un peluquero. Frente a ella había un coche lleno de cabezas de muñecas de todos los tamaños, sin ojos ni pelo. Una vez rapada, la mujer comenzó a lanzar las cabezas sobre el público chillando: «¡Soy yo! ¡Soy yo!». Un muchacho vestido con esmoquin empujó hacia el centro del escenario una tina de baño cubierta con una toalla. Por el peso, podía adivinarse que estaba llena de líquido. Salió del escenario y regresó llevando en sus brazos a una mujer joven vestida de novia. Sin soltarla, retiró la toalla: la tina estaba llena de sangre. Sin dejar de sujetar a la novia, comenzó a acariciarle los senos, el pubis y las piernas para acabar, cada vez más excitado, por sumergirla en la sangre. Se puso inmediatamente a frotarla con una víbora viva mientras ella cantaba un aria de ópera. Una mujer sumamente atractiva, con aires de vampiresa hollywoodiense, con un vestido largo dorado que le moldeaba el cuerpo, apareció sobre el escenario con un par de tijeras grandes en la mano. Varios hombres morenos se arrastraban hacia ella, ofreciéndole cada uno un enorme plátano que ella cortaba con sus tijeras riéndose a carcajadas…

Son ejemplos suficientes. Algunos verían en estas descripciones barrocas una colección de fantasmas… Usted habla en primer lugar del valor terapéutico de esos actos; ¿pero acaso no corre uno el riesgo de caer lisa y llanamente en el exhibicionismo?

En México estaba prohibido realizar en público un acto que tuviera connotaciones abiertamente sexuales. Como no quería tener problemas con la justicia, ejercía algún tipo de control y descartaba a aquellas personas cuyos actos hubiesen podido ser vistos como atentados contra las buenas costumbres. Asimismo, siempre procuré mantenerme alejado de las historias de drogas. Pero, insisto, la censura sólo se ejercía en esos dos dominios: un chiflado se empeñó un día en comerse sobre el escenario una paloma viva. Su acto produjo un revuelo general, desmayos, artículos de protesta en los periódicos, pero no pudieron mandarme a la cárcel, lo cual habría ocurrido si se hubiese tratado de un escándalo sexual. Fuera del sexo, todo estaba permitido.

Habla usted de un límite impuesto desde el exterior por la ley del país. ¿Qué habría hecho de no existir esas restricciones?

En Estados Unidos era frecuente, en el marco de los happenings, entregarse a especies de orgías colectivas en las que los participantes procedían a acariciarse mientras fumaban marihuana. Fui invitado en múltiples ocasiones a ese tipo de festejos, en Nueva York o en otros lugares, pero siempre decliné la invitación porque me di cuenta rápidamente de que esa vía era un callejón sin salida. Todo eso finalmente se traducía en una forma solapada de pornografía. Ahora bien, la pornografía no es constructiva sino destructiva: bajo la apariencia de libertad, lo que en realidad nos propone es una nueva forma de esclavitud.

Volvamos a la historia del pimiento y de la mariposa… Si el acto es una acción y no una reacción, ¿dónde se sitúa el límite entre el hecho de soltar los monstruos que duermen en lo profundo de nosotros, con el consiguiente riesgo de que nos devoren, y la realización consciente de un acto liberador?

Se trata de una frontera muy sutil y ahí radica precisamente el peligro de ese tipo de prácticas. Pronto descubrí que se me acercaban personas para las cuales la pornografía o el vandalismo constituían actos. No los alenté a seguir porque la experiencia adquirida durante los actos poéticos me había enseñado a dirigir sólo cosas positivas. Sin embargo, lo «positivo» es muy difícil, es decir, aquello que va en el sentido de la vida y de su expansión; por lo «negativo» entiendo aquello que va en el sentido de la muerte y de la destrucción cuando los «actos» se llevan a escena. El acto en sí mismo implica conectarse con lo oscuro y violento, inconfesable y reprimido que uno lleva dentro. Por positivo que sea, todo acto arrastra consigo cierta «negatividad».

Lo importante es que esas energías destructivas, que de todas maneras cuando permanecen estancadas nos carcomen por dentro, puedan ventilarse en una expresión canalizada y transformadora. La alquimia del acto logrado transmuta las tinieblas en luz.

¡Su responsabilidad es, cuando menos, aplastante! ¿No corre el riesgo de jugar al aprendiz de brujo?

Ya no. No estoy a salvo de todo riesgo, porque el peligro es parte de la vida. ¡Si uno quiere permanecer doblado en su pequeño mundo sin cuestionar su funcionamiento, no vale la pena intentar un acto que implique exponerse! Mejor quedarse en casa mirando la televisión… Pero el trabajo que propongo actualmente está fundado en una larga experiencia, experiencia que yo no tenía en aquella época lejana de los happenings. Por lo demás, no me correspondía hacer de terapeuta: era en primer lugar en mi calidad de artista, hombre de teatro en busca de una expresión total, como yo exploraba esa forma de arte en la que veía, por añadidura, efectos terapéuticos. Hay que resituar esas experiencias en su contexto. Dicho esto, admito haber cometido en ese momento algunos fallos. Por ejemplo, la devoración pública de la paloma me parece hoy un error de recorrido, un acto puramente destructor. ¡Pero yo no me lo esperaba! No me imaginé que ese hombre pudiese realizar algo semejante, nunca me declaró que ésa era su intención. Cuando lo vi llegar con ese animal vivo, me impactó fuertemente y me sentí sobrepasado… Reconozco mi locura de esa época. Pero uno se vuelve sabio sólo en la medida en que atraviesa su propia locura.

¿Alguna vez sintió miedo de perder el control de una energía que usted había generado? ¿Hubo momentos en los que lo efímero pánico se transformó en pánico puro y simple?

(Risas.) Hubo instantes extremos, pero creo haber estado siempre misteriosamente protegido. Me impresionó mucho ver a Jerry Lee Lewis quemar su piano al final de sus conciertos; eso me llevó a prender fuego a un piano y generar un movimiento de pánico en la sala. En otra ocasión, en el Centro Americano de París, durante un efímero que hizo historia, tenía una canasta llena de víboras que yo me disponía a lanzar sobre el público. ¿Puedes imaginar el Apocalipsis al que habríamos asistido? Pero en el instante en que iba a pasar al acto, una especie de sexto sentido me advirtió sobre el peligro. Tuve súbitamente la visión de un pánico espantoso, ataques al corazón, personas pisoteadas o aplastadas en la estampida hacia la salida… Podría haber sido una verdadera catástrofe…

¿Podría darme un ejemplo de happening desmedido que tenga para usted un valor iniciático?

En aquel entonces yo era joven y bastante apuesto. Tenía, por tanto, algunas admiradoras. Cuatro de ellas quisieron poner en escena una extraña prestación: en México se acostumbra beber tequila acompañado de una especie de jugo de tomate picante llamado sangrita. Por ello, siempre hay dos botellas, una de tequila y otra de sangrita. Las señoritas subieron al escenario a ofrecerme una botella de tequila, pidiéndome que bebiera de ella. Una vez que lo hube hecho, vino un médico y le extrajo un poco de sangre a cada una. Esa sangre fue vertida en un vaso que me presentaron diciendo: «Ahora bebe la sangrita; bebe la sangrita de tus discípulas»… Supuso para mí un verdadero impacto. Me embarqué en un largo discurso sobre el pan, el vino, la cena, la última cena de Cristo, a la vez que me decía que puesto que había sido lo suficientemente osado como para organizar esos happenings, ahora tenía que enfrentarme a las consecuencias de mis propios actos. ¡Cuando finalmente me decidí a beber la sangre, estaba coagulada! En mi calidad de creador de lo efímero pánico, me era imposible escabullirme: por lo tanto, no bebí, sino que me comí la sangre de mis seguidoras…

Más allá del carácter desmedido o escandaloso de tales experiencias, éstas tienen un valor iniciático. Te obligan a ir, aunque sea por un instante, más allá de la atracción y de la repulsión, de los condicionamientos culturales, de los criterios de belleza y de fealdad…

Estas mujeres me pusieron contra el muro, y tuve que abandonar los discursos y la estética pura. Fue una enseñanza. Admito que todos esos actos no eran siempre realizados a conciencia y que se trataba de un período experimental, pero es introduciéndose en la jaula como se doma el tigre.

Desde el punto de vista artístico, esas prácticas le valieron una reputación más bien controvertida…