Выбрать главу

La polémica fue considerable. Recibía muchas cartas en las que el ditirambo se codeaba con el insulto, incluso la amenaza. El mundo del teatro mexicano se vio revolucionado. De México me vine a París, donde tuvo lugar ese extraordinario happening del Centro Americano.

Tal vez podría hablarnos de ello, en la medida en que fue para usted una especie de apoteosis, un acto convulsivo y purificador.

Sí, fue una fiesta grandiosa, una celebración donde las fuerzas de las tinieblas salieron de la trampa para luchar a plena luz con las fuerzas luminosas, un combate entre ángeles y bestias, un ritual saturado de sabiduría y de locura… Ese espectáculo pánico había sido minuciosamente preparado. Yo había adquirido cierta experiencia y ya no me movía a tientas: los riesgos eran asumidos con pleno conocimiento de causa. Al montar este acontecimiento, yo era consciente de estar encaminándome hacia una muerte, un rito de transición del cual sólo podría salir destruido o transformado… Para mí no se trataba de divertirme entregándome a una pequeña masturbación intelectual frente a un público escogido. ¡Yo no tenía nada que ver con las elucubraciones vanguardistas provenientes de cerebros desmedrados de algunos pseudoartistas autosuficientes! Me preocupaba tan poco de ello entonces como ahora del medio temeroso de la «espiritualidad», de la opinión de esas personas constantemente asustadas que buscan refugio en un nirvana de pacotilla para evitar tener que enfrentarse a las monstruosidades de la vida, la dimensión pánica de lo cotidiano… No se trataba de montar un pequeño espectáculo simpático cuya audacia fuera aplaudida por la crítica de moda, sino de cuestionarme por completo. Quería exponerme, poner en juego la vida, la muerte, la locura, la sabiduría, realizar una especie de sacrificio ritual.

¿Qué sucedió?

La primera parte estaba basada en unas creaciones de Topor, Arrabal y Alain-Yves Leyaouanc. Topor me pasó cuatro dibujos que yo puse en escena con la compañía de ballet de Graciela Martínez, con trajes de tela blanca sobre los cuales el artista en persona dibujó, y personajes recortados en madera. El público pudo así asistir al ballet de Topor, que transcurrió lentamente sobre un fondo negro. Figuraba las etapas de la iniciación de una muchacha muy joven: el primer par de medias, traído en una pequeña carretilla por una anciana sin piernas, el primer par de zapatos, el primer sostén (dos personajes tipo Chaplin se abalanzaban a patadas sobre un enorme seno hecho en yeso, levantando una nube de polvo), el primer lápiz de labios, las primeras joyas…

Arrabal me entregó una comedia de cuatro páginas: la historia de una princesa enamorada de un príncipe con cabeza de perro que acaba engañándolo con un príncipe con cabeza de toro. Para esta escena, yo había llenado el escenario de miles de pollitos que piaban produciendo un ruido infernal. La princesa masturbaba un cuerno del toro hasta que salía un chorro de leche condensada. Estas dos primeras partes constituían a mi entender el prólogo cómico-poético del «Melodrama sacramental». Algunos de los poetas norteamericanos más célebres de la generación beat, entre ellos Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti, asistieron al acontecimiento. Este último se mostró tan impresionado que me pidió para su City Lights Journal una descripción del melodrama sacramental, precedida de un breve prólogo explicativo. Voy a leerte ese documento, publicado en San Francisco en 1966. Redactado al calor de aquel evento, expresa mejor toda la locura y belleza de este efímero pánico de lo que podrían hacerlo mis recuerdos actuales.

La finalidad del teatro: provocar accidentes.

El teatro debería fundarse sobre aquello que hasta ahora hemos denominado «errores»: accidentes efímeros. Al aceptar su carácter efímero, el teatro descubrirá lo que lo distingue de las otras artes y, por ende, se abrirá a su propia esencia. Las otras artes dejan páginas escritas, grabaciones, telas, volúmenes: huellas objetivas que el tiempo borra sólo muy lentamente. El teatro, por su parte, no debería durar ni siquiera un solo día de la vida de un hombre. Apenas nacido, debería morir enseguida. Las únicas huellas que dejará estarán grabadas al interior de los seres humanos y se manifestarán en cambios psicológicos. Si la finalidad de las otras artes es crear obras, la finalidad del teatro es directamente cambiar a los hombres: si el teatro no es una ciencia de la vida, no puede ser un arte.

MELODRAMA SACRAMENTAL

Un efímero pánico presentado el 24 de mayo de 1965

en el Segundo Festival de Expresión Libre de París

Un espacio escénico del cual han sido retiradas todas las cuerdas, los decorados, etc. En otras palabras, un escenario desprovisto de todas sus futilidades: muros desnudos.

Todo está pintado de blanco, incluso el suelo.

Un automóvil negro (en buen estado); los vidrios están rotos de manera que se puedan guardar objetos dentro, utilizar ese espacio como vestuario, como lugar para descansar, etc.

Dos cajas blancas sobre las que están dispuestos objetos blancos.

Un mesón de carnicería, una pequeña hacha.

Un frasco con aceite hirviendo sobre una cocinilla eléctrica.

Antes de levantar el telón, se quema gran cantidad de incienso.

Todas las mujeres tienen los senos desnudos.

Dos de ellas, tendidas en el suelo, están completamente pintadas de blanco.

Otra mujer, pintada de negro, está sobre el techo del automóvil negro. Junto a ella, otra, pintada de rosado. Ambas tienen los pies inmersos en una pequeña tinaja de plata.

Una mujer, con un vestido largo plateado y el cabello peinado en forma de media luna, se apoya sobre dos muletas. Su rostro entero está enmascarado, incluso su nariz y su boca. Dos agujeros en el vestido revelan sus pezones, otro revela su vello púbico. Lleva consigo un gran par de tijeras de plata.

Otra mujer más, que usa una capucha de verdugo, grandes botas de cuero, un cinturón grueso. Tiene un látigo en la mano. Sus senos están recubiertos con un chal negro.

Grupo de rock'n'rolclass="underline" seis muchachos con el pelo a la altura de los hombros.

Nadie debe haber ingerido drogas, excepto los músicos.

Una rampa une el escenario con el público. Los objetos y trajes utilizados durante el espectáculo serán lanzados a los espectadores.

Apertura súbita y estruendosa del telón. La calma antes de la tempestad.

Aparezco, vestido con un traje de plástico negro brillante, pantalones altos como los de un basurero, botas de caucho, guantes de cuero, lentes gruesos de plástico.

Sobre mi cabeza, un casco de moto, blanco, como un gran huevo.

Dos ocas blancas. Les corto la garganta. Estalla la música: cascada de guitarras eléctricas.

Los pájaros deambulan, agónicos. Las plumas vuelan. La sangre salpica sobre las dos mujeres blancas. Trance. Bailo con ellas. Las golpeo con los cadáveres. Ruido de muerte. Sangre.

(Había previsto degollar las aves sobre el mesón de carnicería. Pero en mi estado de trance, llevado por una fuerza extraña, les arranqué el cuello con mis manos con la misma facilidad con que le habría sacado el corcho a una botella.)

La mujer rosada, con los pies siempre en la tinaja, ondula las caderas mientras que la negra, como una esclava, comienza a cubrir su cuerpo con miel.

Destruyo las ocas sobre el mesón de carnicería.

La mujer plateada abre y cierra violentamente sus tijeras. ¡Ah, ese ruido metálico!

Les pasa las tijeras a las dos mujeres blancas, que comienzan a recortar el plástico negro.

Destruyen mi traje. Pierdo mis botas y mis guantes. Curiosamente poseídas también, las dos mujeres terminan desgarrando mi traje con sus puras manos.

Mi cuerpo es entonces revestido con 20 libras de bistec, cosidas como camisa.

Aullando, las mujeres se abalanzan sobre la carne roja y la despedazan en trozos pequeños. Le entregan los trozos a la mujer plateada. Con una enorme cuchara plateada, ésta introduce calmadamente los bistecs en el aceite hirviendo. (La proximidad de la cocinilla y de los cuerpos sudorosos de las mujeres produce golpes eléctricos.)

Cada trozo de carne frito es puesto sobre un plato blanco; las mujeres ofrecen los platos a la vista del público.

Yo sigo vestido con un pantalón de cuero negro. Un falo hecho con la misma materia está colgado perpendicularmente al suelo. Tengo brazaletes de cuero en las muñecas y en los tobillos: homenaje a Maciste, el Hércules del pueblo italiano. Concentración. Karate-kata.

Recojo el hacha y recorto en tajadas mi falo de cuero sobre la mesa de carnicería.

La mujer negra, consciente de su esqueleto, danza, mueve sus huesos como un títere, mientras que yo rompo los platos blancos a martillazos.

Las mujeres blancas danzan sin parar. Cuando se sienten cansadas, adoptan la postura de zazen.

Acerco un cuadro de metal. Lentamente, levanto el chal negro que cubre los senos del verdugo. Su piel no está pintada. Tiene unos pechos fuertes y sanos, un cuerpo poderoso.

Me paso el cuadro alrededor del cuello, dándole la espalda al público.

La mujer me propina un latigazo. Trazo una línea roja sobre su seno derecho con un lápiz labial.

Segundo latigazo. La línea comienza en su plexus solar y desciende hasta su vagina.

(El primer latigazo fue fuerte, pero no lo suficiente: necesitaba más. Buscaba un estado psicológico que me era desconocido hasta ese entonces. Necesitaba sangrar para trascenderme, para romper mi propia imagen. El segundo golpe me marcó instantáneamente. Luego el verdugo perdió el control, porque muchas veces había soñado con dar latigazos a un hombre. La tercera vez, completamente excitada, me dio latigazos con todas sus fuerzas. La herida tardó dos semanas en curar.)

La mujer quiere seguir golpeándome; me empuja con todas sus fuerzas. Con el aparato alrededor del cuello, doy vueltas y caigo al suelo. (Podría haberme roto las vértebras cervicales, pero en el extraño estado emocional en que me encuentro, el tiempo se vuelve lento, y, como si me encontrara dentro de una película a cámara lenta, pude levantarme sin la menor herida.) Le pincho el seno para sosegarla. Calma.

La mujer negra me trae limones. ¡Ah, ese color amarillo!

Los dispongo en círculo en el suelo. Me arrodillo al centro.

Un peluquero profesional, casi paralizado por el miedo, se acerca para cortarme el pelo.